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dilluns, 28 de novembre del 2016

Sapporo & Otaru

Excursión a Hokkaido

Tenía mucha ganas de descubrir la gran prefectura de Hokkaido, la gran isla que forma el norte de Japón. Dos reuniones en Sapporo me hicieron aprovechar y quedarme el fin de semana para conocer algo más el Japón más relajado: Hokkaido representa el 20% del territorio nacional pero allí solo vive el 5% de la población. Las aglomeraciones y colas del resto del país son aquí inexistentes.

Hokkaido era un territorio habitado por las tribus ainu, un pueblo con su propia lengua y tradiciones que mantuvo relaciones comerciales con el clan japonés de los Matsumae, originalmente con el mandato del sogún de defender las fronteras japonesas del norte de los bárbaros. Fue con la restauración Meiji en 1868 cuando el gobierno japonés creó una Comisión de Desarrollo para colonizar Hokkaido y las islas del norte. El principal fin era evitar que los rusos se expandieran por la zona. Estas disputas con Rusia siguen aún hoy muy presentes y las pudimos ver en una exposición en la antigua sede del gobierno de la prefectura. La susodicha comisión empezó a fomentar la inmigración a la isla. Miles de japoneses con poco futuro, como los hijos segundones o la clase samurái, que se había quedado en gran parte desempleada, empezaron a establecerse en Hokkaido en un proceso similar a la conquista del Lejano Oeste en los Estados Unidos. Las costumbres de los ainu, como los tatuajes de las mujeres o los pendientes de los hombres, se fueron prohibiendo con diferentes leyes. Se les quitaron sus tierras y, a pesar de que se les otorgó la ciudadanía japonesa, la discriminación racial era palpable en la educación o el acceso a un trabajo o a una vivienda. La guerra Ruso-japonesa de 1905 fue la primera guerra que ganó Japón a una potencia occidental, lo que le permitió anexionarse varias islas que ya eran habitadas por 400,000 japoneses. Sin embargo, el fin de la II Guerra Mundial hizo que Rusia se las re-anexionara y aún siguen en disputa, que los japoneses llaman como "los territorios del norte".

El desarrollo de Hokkaido continuó y en 1972 Sapporo celebraba orgullosa los Juegos Olímpicos de Invierno, ocho años después de que Tokyo acogiera los de verano. En las últimas décadas el gobierno japonés revirtió la legislación que prohibía la lengua y cultura ainu en un proceso que culminaba en 2008 con la aprobación de una ley que reconocía la existencia de minorías nacionales en Japón, reconociendo la lengua, cultura y religión de los ainu, pueblo que ahora fomenta su idiosincrasia y sigue en la lucha por un mayor reconocimiento de su singularidad.

Llegada a Sapporo

El caso es que llegamos al modernísimo y enorme aeropuerto de Chitose, donde tomamos un bus que nos dejó en el puro centro de Sapporo, la animada capital de la isla, conocida mundialmente por su afamada cerveza. La ciudad está a la misma latitud que Marsella. Sin embargo, la proximidad a Siberia y los fríos vientos que llegan directamente del Polo Norte a través del océano Ártico hacen que las temperaturas sean muchísimo más bajas de lo habitual. Cuando llegamos hacía frío pero sin exagerar. El cielo estaba azul y el sol brillaba, y los árboles estaban de colores amarillos, anaranjados y rojos, dando un aspecto otoñal bellísimo a sus parques y calles.

Con casi dos millones de habitantes, Sapporo acoge cada vez a jóvenes profesionales huyendo de Tokyo y Osaka, buscando viviendas más asequibles y grandes así como mayor calidad de vida, sin sacrificar el hecho de vivir en una gran ciudad con todos los servicios necesarios. Empezamos la visita por el famoso edificio del reloj de Sapporo, construido en madera por los estadounidenses en 1870 y considerado como lugar de nacimiento de la ciudad, actualmente rodeado de modernos rascacielos. Sapporo fue una ciudad de nueva creación, de ahí la perfección cuadrada del damero de sus calles. Japón recibió el apoyo de urbanistas europeos y estadounidenses en su diseño, casi perfecto, con calles rectas y arboladas. Seguimos el paseo por Odori Koen, un amplísimo bulevar con un jardín en el medio, grandes fuentes y varias estatuas, que divide la ciudad en norte y sur y que acaba en la torre de TV de Sapporo, muy similar a la de Tokyo. La iluminación nocturna de la torre es digna de ver. Odori Koen es considerado como el epicentro de la ciudad y es aquí donde tienen lugar las grandes concentraciones festivas o reivindicativas. Seguimos paseando hasta llegar a la modernísima Kita Sanjo Dori, flanqueada de rascacielos de acero y cristal y de árboles iguales con sus hojas amarillas. Al fondo se alza otro edificio tradicional, la antigua sede del gobierno de Hokkaido, el Akarenga, símbolo de la ciudad. Realizado en estilo neobarroco con ladrillos rojos, el edificio contiene ahora exposiciones de todo tipo, desde fauna y flora pasando por la historia de la prefectura o la cultura de los ainu. Una de las exposiciones trataba de las relaciones entre Japón y Rusia respecto a las islas Chishima (o Kuriles para los rusos) que aún hoy se mantienen en disputa y de la que hablé en la introducción.

Seguimos la visita por la anima zona de Tanukikoji, llena de tiendas de todo tipo, ya sea las grandes cadenas internacionales pero también las boutiques más lujosas como Louis Vuitton, Gucci o Hermès. Sapporo es una ciudad tan cosmopolita como el que más. Los neones recuerdan mucho a la zona de Shibuya en Tokyo, especialmente la Tshukisamo Dori, en el cruce de Susukino, con sus gigantescos paneles con anuncios de todo tipo destacando el gigantesco de la cerveza Sapporo. El tranvía recorre estas calles, dando un aspecto único a esta ciudad de vientos helados. Nos tuvimos que meter en un Uniqlo para comprarnos bufandas y guantes porque el frío era insoportable. Estábamos rozando los cero grados y empezó a caer aguanieve. Decidimos comer algo caliente y así probar los típicos ramen de Sapporo. Entramos al Ramen Yokocho, que lleva sirviendo los ramen al estilo local desde 1952, a base de sopa de miso y que incorporan la deliciosa mantequilla de Hokkaido y maíz fresco. Hokkaido es el proveedor de Japón de leche y sus derivados gracias a las lustrosas vacas que pueblan los pastos de la isla. El ramen con mantequilla es perfecto para cargar energías y salir de nuevo a luchar contra los vientos glaciales que soplan aún más fuertes entre los modernos rascacielos de Sapporo.

Nos volvimos en el rápido y limpio metro a nuestro hotel, el Sapporo Nakajima Garden, de la cadena japonesa Mystays, situado frente al parque Nakajima, que cuenta con un gran lago rodeado de árboles que lucían verdes, amarillos, anaranjados y rojos. Eso combinado con los rascacielos nos dio la sensación de estar en el Central Park.

En el canal de Otaru

Al día siguiente, tempranito, nos fuimos a la modernísima estación de JR de Sapporo en uno de los tranvías de la ciudad para tomar el tren a Otaru, una romántica población costera, en el mar que separa a Japón de Rusia, famosa por su marisco y su decadente canal. El trayecto ofrecía un bello panorama de las montañas cubiertas de los colores del otoño así como las bravas aguas del norte del mar de Japón, donde algunos locales hacían surf. Llegamos a la estación de Otaru, que fue término del primer ferrocarril de Hokkaido. Las antiguas farolas de gas del siglo XIX dan un encanto al lugar nada más llegar. Otaru es una ciudad que rezuma historia de su época dorada, cuando se convirtió en el centro de la pesca del arenque. Recorrimos la calle mayor cuesta abajo hacia el famoso canal, donde los antiguos almacenes de pesca aún bordean la pintoresca zona. Pasear por aquí es una antigua delicia, disfrutando de la decadencia exterior de estos edificios pero de sus modernos y confortables interiores, donde diseñadores locales han sabido combinar lo antiguo y lo moderno rozando la perfección.

Seguimos la visita hasta el Nichigin-dori, un calle que se conocía como el pequeño Wall Street del norte, y acogía numerosas sucursales de bancos que daban fe de la importancia financiera de Otaru. El mayor edificio es el antiguo Banco de Japón, con ladrillos y búhos de piedra (en honor a la divinidad guardiana de los ainu). No dejéis de entrar para admirar el techo de piedra del interior de 10 metros de altura. Otro edificio destacable es el del hotel Vibrant Otaru, resultado de la remodelación de otro de los bancos otrora presentes en la calle. En su publicidad dicen que la antigua cámara acorazada se ha reconvertido en una de las habitaciones más populares. Seguimos el paseo por la turística Ironai Odori, llena de tiendas de recuerdos y restaurantes típicos, hasta llegar hasta la tienda de cajas de música de la ciudad, donde se exponen más de 25,000 cajas de música diferentes, todas a la venta. Desde las más clásicas con una bailarina que empieza a dar vueltas desde que abres la caja hasta las más originales con piezas de sushi o cualquier animal que os podáis imaginar. Una de las tiendas más originales que he visto en mi vida.

Tras el empacho de cajas de música nos metimos en LeTao, una estilosa tienda local especializada en dulces a base de suaves quesos elaborados con la famosa leche de Hokkaido. El edificio, con una torre del reloj, imita la arquitectura clásica del siglo XIX, en tonos rosa pastel y verde turquesa que recuerdan a Disneylandia. Los productos a la venta son deliciosos, desde el helado de tres quesos hasta sus tartas de queso helado con chocolate. Toda una perdición sobretodo porque el poquísimo azúcar que usan hacen aún más ricos estos originales postres. Para almorzar nos metimos en un sitio de la misma Ironai Odori a degustar algunas de las piezas pescadas en estas frías aguas. La baja temperatura garantiza que el marisco de aquí sepa mucho mejor, empezando por los diferentes tipos de cangrejos. Pedimos una mezcla de varias patas de cangrejos y algunas gambas. También pedí el típico bol de arroz con uni (el erizo de mar que en Otaru es especialmente rico), huevas de salmón y sushi de salmón, una combinación exquisita que adoran los locales y que llaman "padre e hijo". De postre, una rodaja del riquísimo melón de Hokkaido, renombrado en todo el país y que en Otaru se vende en cada esquina.

Seguimos la caminata hacia el sur de la ciudad, a lo largo del decadente canal, hasta llegar al edificio Nihon Yusen, antigua sede de esta empresa de transporte marítimo, que tenía como principal carga el arenque. Tras su colapso, el gobierno local restauró el magnífico edificio. Vale la pena entrar y observar con nostalgia los interiores, lugares que reflejan el espíritu industrioso de la revolución Meiji, que copió los diseños y la organización capitalista para hacer avanzar Japón. Las ventanillas de madera donde se atendían los pedidos, las lámparas de gas, las barandillas, los elegantes bancos... todo recuerda mucho a un antiguo banco inglés de la era victoriana. Frente a este suntuoso edificio hay un desangelado parque con una estatua de dos abuelos y su nieta con lustrosos zapatos. Si le dais cuerda por la parte de atrás sonará la lúgubre melodía de una caja de música. Entre el helado viento, los árboles sin hojas y que no había un alma alrededor nuestro, la escena era un poco de película de miedo japonesa. Decidimos apretar la marcha y volvernos hacia el centro, no sin antes meternos a visitar el museo de Otaru, situado en un almacén restaurado cerca del canal. Expone un poco de todo: desde la fauna y flora de Hokkaido, hasta piezas de cerámica ainu, pasando por la historia de la ciudad y el desarrollo comercial de la misma. La mejor parte sin duda es la reconstrucción a escala real de una de las calles de la ciudad a finales del siglo XIX, donde se puede ver una tienda de sake, otra de ultramarinos, una de sombreros y hasta una papelería y tienda de tabacos, además de diferentes elementos urbanos de la época.

Hokkaido y su impresionante comida

A pesar del frío que hacía, decidimos tomarnos un helado más antes de dejar Otaru. Nos metimos en un almacén de finales del XIX que ahora alberga el Kita-no-aisukurimu Yasan, un legendario establecimiento donde se sirven deliciosos helados caseros de calabaza, avellanas o chocolate negro pero también de natto (soja fermentada), alubias dulces, tofu, cangrejo, erizo de mar y hasta de tinta de calamar. Toda una experiencia deliciosa, en parte gracias a la excelente calidad de la leche local. Los japoneses nunca fallan en términos de comida. No me cansaré de decir que Japón es el auténtico paraíso de los foodies.

Tomamos el tren para volver a Sappporo y acabar el día cenando en un modernísmo restaurante en los bajos de uno de los rascacielos de la Kita Sanjo Dori, para probar el típico jingisukan, un plato que celebra al caudillo mongol Gengis Khan. Comerlo es todo un ritual: la mesa cuenta con una parrilla cóncava de estilo japonés en el centro donde, una vez caliente, se tira el combinado de vegetales del plato (repollo, brotes de soja, zanahoria, maíz y otros) con la salsa que lo acompaña. Después, se van asando y comiendo diferentes partes del cordero que se sirven al lado. La superficie cóncava se mantiene desde los tiempos en los que los soldados mongoles usaban sus cascos para cocinar encima la carne. Una vez asadas las diferentes piezas, se van comiendo no sin antes mojarlas en un huevo crudo batido. Un plato contundente y muy popular en la isla para pasar bien el invierno de Hokkaido acompañado por una buena jarra de cerveza Sapporo.

El lunes, entre reunión y reunión, almorzamos en el elegante Sapporo Grand Hotel, fundado en 1934 como primer gran hotel de estilo europeo de la ciudad. El restaurante ofrece menús de mediodía a muy buen precio usando ingredientes locales de la estación y presentados de una manera excelente, al estilo de la alta cocina japonesa o kaisekei. Por cierto, un buen souvenir puede comprarse en alguna de las boutiques que la chocolatera local, Royce, tiene en la ciudad. Recomiendo las patatas fritas de Hokkaido recubiertas de chocolate, toda una exquisitez.

Algún día volveré a Hokkaido tanto en febrero, para disfrutar del famoso festival de hielo de Sapporo, como en verano, para poder recorrerme los frondosos y salvajes bosques del norte de la isla y con algo de suerte avistar alguno de los osos pardos autóctonos. Espero poder contároslo aquí, como siempre.

dilluns, 14 de novembre del 2016

Kagoshima

"Nunca encontraremos entre los paganos otra raza igual a los japoneses. 
Son gente de excelentes costumbres, buenos, en general, y no maliciosos." 
San Francisco Javier, octubre de 1549.

La puerta de Japón al mundo

Kagoshima es la prefectura más meridional de la tierra firme japonesa, llena de volcanes, muchos en activo. La soleada y homónima capital, que a mi me recibió con fuertes lluvias, está presidida por el gigantesco volcán Sakurajima, justo al otro lado de la bahía. El volcán, que es también considerado deidad por el sintoísmo, está activo y escupe humo y cenizas con regularidad. De hecho, la previsión meteorológica de la ciudad siempre incluye un parte de la posible cantidad de ceniza que podría caer. 

Kagoshima es conocida también como la Nápoles de Japón, no sólo por su clima más cálido que el resto del país y sus fértiles tierras sino también por la calidez de sus habitantes, mucho más abiertos al mundo que el resto del país. Ya bajo el gobierno del clan Shimazu, que duró 700 años, Kagoshima comerció de forma constante con chinos y coreanos. En 1549 entraba el cristianismo al país de la mano de San Francisco Javier por esta cosmopolita ciudad. En la Exposición Universal de París de 1867, la ciudad, que en aquel entonces se llamaba Satsuma, acudió con un pabellón diferenciado del japonés. Precisamente en esos años se estaban produciendo una serie de eventos que cambiarían por completo la estructura política y social de Japón: la restauración Meiji. Hasta ese entonces, el país se había regido por un sistema muy parecido al feudalismo europeo donde los daimyos o señores gobernaban cada una de sus tierras sirviendo a los shogunes, o señores de la guerra, que tenían el poder real del país, ya que el emperador era una mera figura protocolaria. Japón vivía aislado del mundo bajo este régimen con la excepciones de algunos enclaves como Kagoshima. Sin embargo, la llegada de las cañoneras del Comodoro Perry, de la Armada de los Estados Unidos, puso en evidencia la debilidad del sistema y forzó al país a aceptar tratados comerciales muy desfavorables. Esto abrió los ojos a parte de la aristocracia que decidió renunciar a sus privilegios para poder así modernizar Japón lo que les enfrentó con la otra parte de la aristocracia que veía en esto una traición a sus antepasados y a las tradiciones. Los aristócratas progresistas se alinearon con el recién nombrado emperador Meiji y algunos samuráis cosmopolitas como los de Kagoshima, para derrotar a los samuráis conservadores que eran muy fuertes en Kyoto. La derrota de estos últimos provocó el traslado de la capital a Tokyo. Saigo Takamori, samurái de Kagoshima, tuvo un papel fundamental en apoyar la modernización de Japón y acabar con el sistema de samuráis que tanto le beneficiaba en pos del progreso de su nación. Su enorme estatua se alza en el centro de la ciudad. 

La ciudad de los Jesuitas y de los onsen

Además de por su papel clave en la restauración Meiji, Kagoshima es conocida en Japón por su marcada cultura de onsen y sentos, mucho más que en el resto del país. Las aguas termales son especialmente abundantes debido a la mayor presencia de volcanes alrededor de la ciudad, empezando por el enorme Sakurajima. Una de las primeras cosas que hice fue acercarme al paseo de la bahía para admirar el gigantesco volcán, que al otro lado de las aguas se alza amenazante pero que al mismo tiempo provee de fertilidad a las tierras y de aguas termales con múltiples propiedades. Allí mismo, en el paseo marítimo, hay un onsen de pies disponible al público que permite a los paseantes relajarse un rato en las aguas calientes termales que brotan directamente desde lo más profundo. Hay más de 50 onsen en la ciudad. Para elegir el que mejor os convenga, pedid el folleto explicativo en inglés, disponible en oficinas de turismo y hoteles. En él se clasifican los onsen por los servicios que proveen e incluso por si sus aguas son potables o no. Hasta en el moderno aeropuerto de Kagoshima hay un onsen de pies público a disposición de los viajeros.

El protocolo de un onsen japonés no es complicado pero sorprenderá al occidental: lo primero es desnudarse y entrar a la zona de la sauna seca con solo una mini toalla en la cabeza que usaremos para retirarnos el sudor de la cara. Tras la sauna, nos meteremos en la zona de baños sentándonos en uno de los taburetes con su correspondiente ducha. Allí nos enjabonaremos sentados (la mayoría de onsen y sentos proveen con gel, champú y acondicionador) y nos aclararemos. Muchos japoneses aprovechan para afeitarse y lavarse los dientes, ya que cada puesto de taburete y ducha cuenta también con un espejo. Tras la limpieza, nos meteremos en alguna de las diferentes bañeras (las hay comunes o individuales y a diferentes temperaturas o con diferentes propiedades, incluso las hay con jacuzzi). También hay con chorros de agua en la cabeza para relajarse. La visita al onsen acaba con un baño rápido a la bañera de agua fría. Se recomienda tomar líquido durante la experiencia, preferiblemente bebidas isotónicas si se tiene la tensión baja. 

Las aguas termales, procedentes de la actividad volcánica, tienen propiedades beneficiosas para la piel y otros órganos, tanto en salud como en belleza, y son muchos los japoneses que acuden a los onsen varias veces por semana. Yo escogí el Kagomma Onsen que, además de todo lo habitual, contaba con sal gorda natural en un gran cajón de madera para frotarse en la piel y luego quitársela en una de las bañeras termales. Se encuentra en el 3-28 del Yasui-cho y es usado por los habitantes del barrio de forma habitual, con lo que se garantiza una experiencia auténtica, alejada de los turísticos onsen de los hoteles.

Tras la relajación del onsen, me dirigí a cenar al animado Temmonkandori, el barrio de los restaurantes y bares, sitaudo alrededor de las galerías comerciales peatonales y cubiertas. Obviamente, escogí un restaurante de comida típica de la ciudad: el Kumasotei. La gastronomía de Kagoshima se conoce como Satsuma-ryori y en este restaurante la hacen especialmente bien. Sentado en un tatami pedí uno de los menús degustación. La cena empezó con el tsukidashi, o aperitivo que se suele servir en cualquier comida japonesa. En ese caso eran verduras en vinagre y un trozo del típico boniato morado de Kagoshima. La comida siguió con sashimi de kibinago, pescado en la bahía, que se moja en una salsa avinagrada de miso. La textura de estos pescaditos es tan suave que los locales les llaman "gotitas de océano". El siguiente plato eran dos trozos de satsuma-age, un pastel frito de pasta de pescado triturado (suelen ser sardinas, bonito y caballa) con algunos trozos de verduras. El plato principal era un cuenco de kurotuba tonkotsu, costillas de cerdo negro local estofadas en una salsa dulce de miso, vegetales, sochu (el licor local) y azúcar moreno. Por supuesto, el arroz preparado a la forma loca y la sopa de miso no faltan. De postre, una gelatina (algo que los japoneses aman) de la batata morada local.

Antes de volver a mi habitación me pasé para ver la catedral de San Francisco Javier, muy moderna, construida al lado de donde antes había una iglesia de piedra que fue destruida por los bombardeos norteamericanos de la II Guerra Mundial. Enfrente aún se mantiene la puerta de entrada en piedra junto a una estatua del fundador de los Jesuitas. Por Kagoshima entró el cristianismo a Japón, que tras unas décadas de expansión y tolerancia, fue luego prohibido por los shogunes que encerraron Japón durante siglos (hasta 1864) evitando cualquier contacto extranjero. 

Los samuráis progresistas

Al día siguiente, bien temprano, seguimos la visita por los jardines Sengan-en, construidos en 1658 por el 19 señor de Shimadzu en un punto estratégico que además le permitía controlar los barcos que salían y entraban de la bahía. Los jardines, siguiendo el estilo japonés, incluyen el paisaje como parte de la decoración. Y el paisaje allí era nada más y nada menos que la bahía con el impresionante volcán Sakurajima de fondo. Paseando por los jardines y viendo los setos recortados de diferentes formas, nos metimos en una de las casitas tradicionales donde sirven jambo-mochi, unos pastelitos de arroz glutinoso pinchados en un palo y asados a la barbacoa, mojados en una salsa dulce-salada de soja, que son la merienda típica local. Continuamos la visita de los jardines viendo por fuera el Shoko Shukeikan, la primera fábrica de Japón, construida por orden del 28 señor de Shimadzu, donde se fabricaron las primeras cañoneras y máquinas a vapor japonesas, en la década de 1850, antes incluso del inicio de la Restauración Meiji que expandió la revolución industrial por todo el país. Es otra muestra más del cosmopolitismo y apertura a la modernidad que caracterizó a las clases dirigentes de Kagoshima del siglo XIX.

La visita acaba con la villa para la que se construyeron estos impresionantes jardines, residencia de la familia Shimadzu, gobernantes de la región y pioneros de la modernización del país. Los tours son en japonés pero contaban con cartulinas donde estaban traducidas las explicaciones de la amable guía. La visita nos llevó a través de las diferentes estancias de la preciosa villa tradicional japonesa, empezando por los diversos dormitorios, de gran austeridad; el despacho del daimyo, desde el que impartía gobierno, con las dos espadas que llevaba cada samurái; el onsen privado donde se aseaba cada día, asistido por criados; o el baño. Sin embargo, la estancias que más impresiona es el comedor, con elegantes muebles de estilo occidental y la primera lámpara eléctrica que funcionó en Japón, colgada del techo y fabricada en Inglaterra. El último zar de Rusia, Nicolás II, pasó unos días en esta residencia como príncipe en su juventud. La villa cuenta con bellas terrazas que dan al jardín y un precioso patio interior con un estanque alrededor del cual se distribuyen las diferentes estancias. El tour acabó en la sala del té, mirando este patio, haciendo la ceremonia con un té matcha en un bol y un delicioso dulce tradicional hecho con una receta de más de 200 años. 

Ramen, kamikazes y una cena kaiseki

Tras la visita a la villa y jardines de los samuráis cosmopolitas nos volvimos de nuevo al centro de Kagoshima a comer los ramen típicos de la ciudad, que se hacen con una sopa de miso más espesa de lo normal junto al tradicional caldo de hueso de cerdo. Además, aquí llevan nabo rallado. 

De ahí nos dirigimos al sur, bajando la península de Satsuma, hacia Chiran, para visitar el museo de lo tokko (los pilotos que se suicidaban y que erróneamente llamamos kamikazes). Se encuentra en la antigua base aérea desde la que despegaron 1036 pilotos para cumplir su deber y estrellarse contra barcos estadounidenses. Ahí pudimos ver aviones, recuerdos y fotografías de los jovencísimos pilotos. En la audioguía en inglés se explican las desgarradoras historias de varios de ellos. Como nos dijeron nuestros anfitriones japoneses, en verdad ellos no murieron por Japón ni por el emperador: murieron por sus familias y por la convicción de que de esta manera les garantizarían un futuro mejor. Esta operación fue diseñada por un general que la planeó como recurso de último resorte. Y así fue. Sin embargo, Japón se rindió poco después de que los Estados Unidos lanzara la segunda bomba nuclear, en Nagasaki. Esto hizo al general enviar cartas de disculpa a las familias de los tokku para hacerse el harakiri a continuación, clavándose una katana en el vientre y subiéndola para arriba para desgarrarse todo el torso.

Tras una visita tan dura y triste, nos dirigimos hacia Ibusuki, una pequeña y tranquila población costera con un kilómetro de playa. Allí nos instalamos en el gigantesco Ibusuki Iwasaki Hotel, un resort con todas las habitaciones con balcón y vistas al mar. Tras cambiarnos nos dirigimos a una de las suites para disfrutar de una refinada cena kaiseki ofrecida por nuestros huéspedes. Este tipo de comida japonesa se compone de varios platos en pequeñas cantidades que suelen ser de ingredientes de temporada. En este caso abundaban las verduras y hortalizas otoñales con ingredientes y técnicas de la cocina de Kagoshima, además de diversos pescados, un plato con las deliciosas costillas de cerdo negro o carne de res que se fundía en la boca preparada en una piedra caliente. El helado de postre de Satsuma-mikan (las naranjas de esta península) estaba perfecto.

Arenas volcánicas y una destilería de sochu

Me levanté bien temprano para disfrutar de un bello amanecer y de las impresionantes vistas del mar desde mi balcón, para luego bajar a la playa y darme un baño de arena, razón por la cual miles de personas visitan esta zona. Allí, un trabajador del hotel me enterró con una pala en las arenas negras, a través de las cuales, calientes vapores de las aguas termales volcánicas subterráneas suben. No más de diez minutos es lo que se aguanta allí enterrados. Los japoneses creen que esta experiencia tiene propiedades medicinales. De allí me fui a una piscina termal al borde del mar para retirarme la arena y luego a relajarme en el onsen del hotel, situado en uno de los pisos más altos del edificio.

La visita acabó en un precioso mirador, en mitad de los campos y las palmeras, para ver el gran volcán de la región que se conoce como el monte Fuji del sur: el Kaimon-dake, con su impresionante y bella forma de cono. En ese mismo mirador, visitamos una fábrica de sochu, el licor local de Kagoshima que intenta rivalizar con el sake. El sochu es licor destilado mezcla de la batata local y de arroz algo más fuerte que el sake. Nosotros lo probamos en la cena kaiseki de la noche anterior. En la fábrica pudimos ver y oler varios de los tanques en los que se deja destilar el líquido. La visita acabó con una cata a varios de los tipos de sochu.

Despegamos del aeropuerto de Kagoshima esa soleada tarde tras haber podido conocer de la historia, cocina y paisajes de una de las regiones más interesantes y amigables de Japón, una verdadera puerta de entrada a este misterioso y fascinante país. Kagoshima es un destino turístico poco conocido pero perfecto para descubrir una gastronomía excelente y una historia fascinante con los japoneses más cosmopolitas del país.