dissabte, 7 de gener del 2017

Montenegro

Acabé 2016 en Montenegro. Consecuentemente, allí también empecé este 2017, el más incierto de toda mi vida. De lejos. Y lo empecé en una de las ciudades más insulsas que jamás visité: Podgorica. Sin embargo, esta ciudad es capital del país con una de las costas que más me han impresionado en el mundo: de Stevi Stefan a Budva, pasando por Kotor, Montenegro cuenta con un impresionante litoral de pueblos amurallados de calles estrechas y casas de piedra blanca con tejados de color rojo.

Desde Milán, aterrizamos en el minúsculo aeropuerto de la capital y tras un sencillo trámite de frontera de menos de dos minutos entré en el minúsculo país balcánico. Montenegro llevaba en mi radar varios años. Son muchos los viajeros que ya saben que para evitar las masas de turistas que ya han invadido Croacia, Montenegro es la alternativa menos cara y más auténtica. Por desgracia, la belleza del litoral montenegrino es ya un secreto a voces y este año son más.

Lo primero que hicimos fue conducir hasta el lago Skadar, precioso, que comparten Montenegro y Albania. Tras pasear por sus orillas, continuamos el resto del último día del año haciendo brunch comiendo prsut, que es una especie de jamón serrano delicioso, de una sabor ligeramente ahumado, más parecido al prosciutto italiano pero de mejor calidad. También probamos distintas variedades de quesos locales así como un surtido de carnes. De postre no nos resistimos a un trozo de pastel Moskva con bizcocho, nata espesa y frutas, inventado en el famoso Hotel Moskva de Belgrado. Después dimos una vuelta por el desangelado centro de la ciudad de la antigua Titogrado, ciudad favorita del dirigente de la extinta Yugoslavia. Recorrimos los bulevares Stanka Dragojevica y Svetog Petra Cetinskog, donde están los insulsos edificios del parlamento y varios ministerios. Sin duda, la calle más moderna de la ciudad era la Slobode, donde pasear y ver escaparates de tiendas mayoritariamente locales. Las marcas extranjeras escasean en una ciudad que parece semi desconectada de la globalización, excepto por el hotel Hilton en uno de los bulevares. Una de las pocas calles bonitas es Bokeska, al lado del parlamento, con pequeñas casitas de colores y pubs en sus bajos. A pesar de su minúsculo tamaño (la población total del país apenas supera el medio millón de personas) los montenegrinos están muy orgullosos de sus diez años de independencia, tras romper en 2006 su asociación con los serbios. Es en este país en el que se basó Hergé cuando escribió uno de mis cómics favoritos de Tintin: el cetro de Ottokar, basado en un pequeño reino balcánico amenazado por una expansionista y dictatorial república balcánica, ambas de nombres inventados.

Esa noche celebramos la Nochevieja en una sala de la ciudad donde una orquesta cantaba turbo-folk, un tipo de música local que es también muy popular en Serbia y Bosnia-Herzegovia. Este género musical mezcla música oriental con ritmos pop, folk y electro, mezclando ritmos electrónicos y rápidas melodías modernas con instrumentos tradicionales. Es entretenido al principio, pero al cabo de unas horas se nos hizo extremadamente pesado, aún con la ayuda de la rakija, un licor local muy bueno y el estupendo vino montenegrino.  

Al día siguiente, Año Nuevo, nos desplazamos a la costa, empezando por Sveti Stefan, playa e islote bellísimos. La antigua aldea amurallada de pescadores de la mini-península está ahora en régimen de concesión a una cadena de hoteles de lujo que ha reformado las casitas en 50 habitaciones y sirve el desayuno en mesas y sillas que ocupan la antigua plaza mayor frente a la iglesia. Lamentablemente, el acceso para no huéspedes solo es posible con guía, así que nos limitamos a admirar su belleza desde lejos. La playa cuenta con posibilidad de acceso en verano por 100 euros por persona. Como estábamos en invierno pudimos pasear gratis. Sveti Stefan se convirtió en los años 60 en uno de los destinos favoritos de las estrellas de Hollywood que buscaban relax y anonimato y desde entonces Montenegro es uno de los destinos favoritos de los multimillonarios. Y se nota.

Seguimos hacia Budva, una ciudad cuyo bello centro histórico, también situado en una península, es totalmente de estilo veneciano, ya que por largos años perteneció a la Serenísima República de Venecia. Aparcamos por los barrios nuevos, llenos de altos y modernos edificios y colapsadas calles hasta cruzar una de las puertas de la muralla, presidida por el escudo veneciano, con el león de San Marcos bien visible. Se considera a Budva capital turística de Montenegro, y su vida nocturna es más bien famosa. La playa del Stari Grad (centro histórico) es una pasada. Y pasear por sus callecitas aún más, aunque la lástima es que casi todos los bajos están hoy ocupados por tiendas de souvenirs o restaurantes. El espíritu original de pueblo de pescadores se ha perdido por completo, algo que logró mantener, a su manera, St. Tropez. Una lástima para Budva. Aún así, guarda la magia de pequeño pueblo con muchísimos rincones y placitas que llenaran vuestra cámara de fotos inolvidables. En la plaza más alta, justo al lado del fuerte, conviven la catedral católica de San Iván, la iglesia ortodoxa de la Santísima Trinidad y la pequeñita de Santa María de Punta. Pasear por sus murallas y disfrutar de las maravillosas vistas del mar y de la montañosa costa no tiene precio. Tras disfrutar de la puesta de sol tomando algo en uno de los abarrotados cafés a los pies de la antigua muralla, enfilamos hacia Porto Montenegro.

Situado en la bahía de Kotor, uno de los mayores fiordos naturales del sur de Europa, esta exclusiva marina tenía varios super yates amarrados en el momento de nuestra visita. Acababa de anochecer y las aguas de la bahía estaban tan tranquilas como las de un estanque de jardín. Porto Montenegro es parcialmente propiedad de Bernard Arnault y de la familia Rothschild. Su paseo marítimo estaba impecable, limpio con una patena, iluminado por modernas farolas y jalonado de perfectas palmeras. Los lujosos edificios de apartamentos tenían modernos restaurantes y tiendas en sus bajos. Era como estar en otro país.

Seguimos hacia el último punto de nuestra parada: la magnífica villa de Kotor. Situada en un puerto natural del Adriático, y justo a los pies de una altísima montaña, fue un importante centro comercial de la Edad Media, que acogió afamadas escuelas de albañilería y pintura de iconos. Dentro de sus murallas de 20 metro de altura, la población alberga cuatro iglesias románicas además de varias plazas de gran belleza. La ciudad se fortificó en el siglo XV para defenderse de los ataques del Imperio Otomano. Nos perdimos por su amalgama de calles y elegantes plazas, todas de estilo veneciano, ya que este reino italiano ejerció aquí más de cuatro siglos de influencia. Era ya noche cerrada y el castillo, situado justo encima, lucía iluminado cuál halo sagrado de la ciudad. Sus calles empedradas son tan hermosas que la UNESCO declaró la ciudad y su comarca como Patrimonio de la Humanidad. A la belleza habitual de Kotor se le unía una profusa decoración navideña, con árboles, iluminación y otros elementos que aún hacían más mágico el paseo nocturno.

Cenamos en uno de los restaurantes de Kotor, situado en un antiguo local medieval, donde pedimos un delicioso arroz negro al modo italiano de risotto y una sepia a la parrilla rellena de una masa de verduras con ajos y pimientos, acompañada de blitva, la tradicional guarnición montenegrina de acelgas con patatas hervidas muy jugosas sazonadas por aceite de oliva y ajo. Todo bien regado por un fresquito vino blanco local. Acabamos nuestra visita a la ciudad topándonos por casualidad con un pequeño concierto al aire libre de Perper, una banda montenegrina de rock y jazz, de cuyo directo disfrutamos mientras bebíamos un rico licor del miel local.

La visita al país acabó con el monasterio de Ostrog al día siguiente, uno de los lugares más sagrados de la Iglesia Ortodoxa Serbia. Situado en una enorme roca vertical, este es el lugar de peregrinaje por excelencia de Montenegro. Se supone que uno aparca a los pies de la montaña, en una pequeña iglesia, y desde ahí realiza la subida de 3 kilómetros al monasterio para purificarse. Nosotros, como no teníamos tanto tiempo, aparcamos justo en la cima, para visitar su interior. Hicimos la fila para entrar a la minúscula iglesia de la Presentación, con toda la roca cubierta de frescos e iconos, y besar la cruz que sostiene un sacerdote, así como rezar una pequeña oración a los restos de San Basilio de Ostrog. Este santo del siglo XVII fue un arzobispo de la Iglesia Ortodoxa Serbia que tuvo la suerte de tener a su disposición una pequeña biblioteca durante su infancia. Siguió los estudios de teología, gustándole mucho pasar largas estancias en pequeñas celdas monásticas cavadas en las rocosas montañas. Tras su muerte, se le encerró en una de las rocosas celdas del monasterio de Ostrog, ahora mini iglesia de la Presentación, donde aún se guarda su cuerpo, envuelto en una manta. Al lugar peregrinan miles de ortodoxos pero también católicos y musulmanes. San Basilio de Ostrog es conocido por obrar frecuentes milagros, especialmente en la cura de niños enfermos que pasan una noche en el monasterio. Tras la visita, bajamos por las acentuadas curvas de la empinada carretera y paramos un segundo a comprar deliciosa miel orgánica a un vendedor local.

Montenegro es una pequeña joya a la que quise volver en verano. Y volví, dos años después. En junio de 2019 se casaban mis amigos Nina y Andrea en la bellísima iglesia de Nuestra Señora de las Rocas situada en una minúscula isla de la bahía de Kotor, una zona que no pude conocer en mi primera visita al pequeño país balcánico.

Me enamoró su costa, la que Lord Byron describió como el más bello encuentro entre la tierra y el mar. Aproveché para empezar a descubrir la bahía por el bello pueblo de Herceg Novi, o Nuevo Duque en serbocroata. Antiguamente Castelnuovo, fue ocupada por los tercios del emperador Carlos V en el siglo XVI para frenar la expansión otomana en el Mediterráneo y fue controlada también por venecianos, rusos, austriacos, franceses e italianos. Su posición de control de la entrada de l bahía de Kotor la convirtió en estratégica. Actualmente ciudad montenegrina, su casco histórico atrae a decenas de visitantes. La pequeña ciudad es un balcón al mar, construida en las laderas de un monte. Vale la pena recorrer sus placitas y calles estrechas, con la torre almenada del reloj o las iglesias del Arcángel San Miguel (ortodoxa) o de San Jerónimo (católica), con terrazas apacibles aquí y allá. Pero sobretodo, las vistas desde su fortaleza son espectaculares.

Es cierto que las playas por este lado de Montenegro no son las mejores, pero los restaurantes lo compensan  construyendo confortables muelles en los que poder broncearse después de un chapuzón en las cristalinas aguas de la bahía.

Vale la pena visitar la bellísima población de Perast y también admirarla desde lejos, especialmente si tomamos un bote para descubrir la iglesia de Nuestra Señora de las Rocas, donde se casaron mis amigos. Vale la pena visitar esta isla y su iglesia, cuya historia es cuanto menos, curiosa. La isla es artificial y se creó a partir de una promesa hecha a la Virgen por los pescadores locales tras encontrar un icono de la Virgen y el Niño en una roca de la bahía el 22 de julio de 1452. Tras cada viaje al mar exitoso, lanzaban una roca junto a la roca original en la que encontraron el icono, y poco a poco se fue formando una isla artificial. Aún hoy, todos los 22 de julio, los habitantes de Perast acuden a lanzar una roca desde la isla, aumentando progresivamente el tamaño de la misma. Dentro de la iglesia es famoso su tapiz bordado por Jacinta Kunic-Mijovic, aristócrata de Perast, que tardó 25 años en acabarlo, mientras esperaba a su amado que nunca regresó. Además de utilizar oro y plata en el bordado, el tapiz es famoso porque la artista incluyó su propio cabello en el mismo. No hace falta decir que la ceremonia fue preciosa.

Finalmente, también tuve la oportunidad de volver a pasear por las calles de Kotor, esta vez con luz de sol, y la ciudad es simplemente espectacular. Las murallas medievales se encuentran en su estado original, y rodean la ciudad tanto por mar como un buen trozo de montaña, creando un aspecto de triángulo gigante de jardines colgantes a lo largo de la montaña anexa. Tras tomarnos un helado en su animada plaza de armas, volvimos a callejear descubriendo sus decenas de palacios e iglesias, con sus calles mucho más animadas que aquella noche del primero de enero de 2017. Su pasado veneciano se refleja en los palacios barrocos y el León de San Marcos esculpido por todo lado. Me encantó el relajado ambiente del Kotor Bazaar, ahora mercadillo de souvenirs pero antiguo claustro del monasterio de los Dominicos. Me gustó mucho Dubrovnik si, pero Kotor es muchísimo más bella y sin las aglomeraciones que acaban por destrozar el encanto por la ciudad croata. Kotor la visitamos el día antes de la boda, y esa noche nos invitaron a un buffet informal en un restaurante a la orilla de la bahía, frente a Kotor, donde degustamos el famoso njeguski (una especie de prosciutto ahumado con madera de haya y desecado por un año), además de los cevapi, las salchichas balcánicas, deliciosas. Y todo ello con la salsa ajvar, a base de pimientos rojos, berenjena, ajo, aceite y pimienta.

Esta vez llegué a Montenegro través del cercano aeropuerto de Dubrovnik, pero también podéis utilizar el aeropuerto de Tivat si venís desde Belgrado o Moscú, o el de Podgorica, donde llegan muchas aerolíneas low cost de toda Europa.

Ahora me queda volver otro verano para vivir la experiencia de disfrutar del ambiente de Budva una fresca noche de verano tras un día en las playas de aguas cristalinas. Seguro que debe ser una experiencia única. En cualquier caso, si estáis pensando ir a Croacia de vacaciones, pensad dos veces en descubrir mejor el pequeño país de Montenegro, con menos turistas y de una belleza incomparable. 

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