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diumenge, 3 de setembre del 2023

Quebec

La región más francófona de Canadá 

Siempre tuve un interés en Quebec, sobre todo cuando estudiaba sus dos referéndums de independencia. Así que no costó convencerme para descubrir un poco de esta fascinante región canadiense. Se trata de un país dentro de un país, mezcla de lo norteamericano y lo europeo.

Aterricé en Montreal, su gran ciudad y única ciudad bilingüe “de facto” de las Américas. Lo cierto es que sus habitantes suelen ser trilingües, puesto que además de inglés y francés, también hablan sus lenguas maternas, haciendo de esta una de las ciudades más cosmopolitas del mundo.

Montreal se fundó en 1642 por Paul de Chomedey de Maisonneuve con el nombre de Ciudad María. Este francés llegó a través del río San Lorenzo en un barco lleno de misioneros franceses católicos. Podéis ver una estatua suya en la Plaza de Armas, rodeada de la basílica de Notre-Dame, el antiguo Banco de Inglaterra o el primer rascacielos de la ciudad.

En estas tierras vivían pueblos como los iroqueses, que fueron poco a poco expulsados por colonos franceses, que empezaron a enriquecerse con agricultura, maderas y sobre todo, con las pieles. 

La ciudad pasó a llamarse Montreal en 1705, adoptando el nombre del monte que la preside: el Mount Royal. Por cierto, interesante actividad una mañana en la ciudad es pegarse una buena caminata y subir hasta su cima, para disfrutar de un maravilloso bosque urbano y culminar con unas bonitas vistas de la ciudad y el caudaloso río San Lorenzo. Por cierto, este bosque urbano fue diseñado por Frederick Law Olmsted, el mismo que diseñó el Central Park de Nueva York.

En 1763 Francia tuvo que ceder sus territorios norteamericanos al Reino Unido, que se convirtió en nueva potencia. Pero los miles de colonos nunca dejaron de hablar francés hasta hoy. Aún así, la independencia de los Estados Unidos de América poco después atrajo a Montreal a miles de realistas británicos que inundaron la ciudad de anglófonos protestantes, creando tensiones con los francófonos católicos. En a misma plaza de Armas se pueden ver dos simpáticas estatuas que resumen la historia del país: un caballero inglés mira con sorna hacia la basílica (los anglocanadienses siempre se han burlado de la religiosidad de los francocanadienses)  con un bull dog en brazos que mira, sin embargo, a un caniche francés sujetado por una dama francesa que se burla del edificio del Banco de Inglaterra (los francocanadienses nunca han entendido la obsesión por el dinero de los primeros). Los perros simbolizarían a los descendientes de ambos tipos de colonos, deseando entenderse, la voluntad de Canadá de vivir todos juntos, después de todo.

La construcción del canal Rideau, que conectó el río con el lago Ontario, así como el despliegue del ferrocarril, hicieron que la ciudad creciera mucho durante el siglo XIX. En la plaza de Armas, también está la basílica de Notre Dame de Montreal, una maravilla neogótica del siglo XIX de una belleza difícil de describir, símbolo de la opulencia de la época. Vale mucho la pena que paguéis la entrada para verla.

A principios del siglo XX, miles de estadounidenses cruzaban a la ciudad para poder disfrutar de sus bares y clubes, ya que en Estados Unidos se promulgó la Ley Seca. La ciudad continúa siendo muy animada, con alegres bares y terrazas en barrios como Le Plateau o el Quartier Latin, donde mejor que en ningún otro lugar se puede ver la mezcla de eficiencia anglosajona con el joie de vivre francés. El hecho de que la ciudad tenga un alto porcentaje de población joven también ayuda.

Las callejuelas del Viejo Montreal son muy agradables para pasear o tomarse un café, y disfrutar de estatuas tan peculiares como la de Les Chuchoteuses (las murmuradoras). Asimismo, a los bordes del río, el puerto viejo ha sido recuperado como parque y zona de ocio con muelles muy agradables así como el museo de historia de la ciudad al recomiendo acceder a la azotea (es gratuita) para disfrutar de las vistas de esta parte de la ciudad.

Montreal tuvo un alcalde que la cambió de arriba abajo: Jean Drapeau gobernó la ciudad 29 años durante los que se construyó la red de metro y la ciudad acogió dos grandes eventos mundiales: la Expo de 1967 y las Olimpiadas de 1976, y esto se puede ver en su impresionante estadio olímpico o en los pabellones reutilizados de las islas de Sainte-Hélène y Notre-Dame, como por ejemplo el antiguo pabellón de Estados Unidos, una enorme esfera metálica ahora reconvertida en el Museo de la Biosfera de la ciudad.

Comer en Montreal

Para comer local, empezad desayunando una bagel local en St. Viateur (hecha a mano, fina, cocida en horno de leña y más densa y dulce que las neoyorquinas). Son las más famosas y están fenomenal, siendo el horno más antiguo de la ciudad. Las rellenan de muchas cosas, el roast-beef es una buena opción. Si preferís algo más francófono, las chocolatines (pains au chocolat de toda la vida) de Olive et Gourmando son de diez.

Tampoco podemos olvidar a la gran comunidad judía de la ciudad: comeos un sándwich de carne ahumada acompañado de un pepinillo en vinagre en Schwartz´s Deli, la charcutería hebrea más famosa de Montreal, donde tienen fotos de visitas de vecinas tan icónicas como Céline Dion.

Y el plato estrella: poutine. Son patatas fritas con trozos de queso local cubiertos de gravy caliente que lo reblandecen todo y que se popularizó en los años 50. Ahora es un snack común para acompañar comidas aunque lo mejor es tomárselo tras una noche de fiesta para absorber bien el alcohol del cuerpo. Poutineville es un buen sitio para probar las diferentes variedades.

Si uno busca buenos ingredientes, dirigíos a la Petite Italie, al mercado Jean Talón, con puestos que venden la mejor fruta quebequesa, quesos regionales, todo tipo de productos con sirope de arce, carnes, pescados… de hecho hay un puesto de ostras espectacular, que te las sirven también en el momento (“La Boîte aux Huitres”) además de otros puestos como el de galettes bretonas.

Y para ver que se cuece en los mejores fogones quebequeses, “Toqué!” es una buena opción, sobre todo su menú almuerzo, mucho más accesible que las cenas. El chef utiliza ingredientes quebequeses con un toque contemporáneo, como el pez mantequilla con puré de arándanos o el vacuno angus con frambuesas lacto-fermentadas.

Aunque para adentrarse en el multiculturalismo de la ciudad, podéis explorar algunos restaurantes étnicos de Le Plateau como “Khyber Pass”, el primer restaurante afgano en el que he estado en mi vida. Decorado con objetos típicos, aquí sirven un menú que empieza con sopa de lentejas rojas y cilantro, borani de calabaza (una receta con tomates naturales que está de cine), brochetas de cordero y ternera con tres arroces y ensalada afgana, y de postre: pudding de rosas con pistachos. 


La capital quebequesa

Tras un trayecto en tren llegamos a Quebec ciudad, la capital de la provincia, y el corazón de la francofonía canadiense. Como buenos politólogos, lo primero que hicimos fue visitar la elegante sede de su Parlamento Nacional, estilo Segundo Imperio, con la preciosa sala de plenos y las bonitas salas de comisiones. También explican la historia de su bandera, la “fleurdelisé”, adoptada en 1948; o la plena oficialidad del francés, consolidada en 1974. O los intentos de independizarse del Québec, con sendos referéndums que ganaron los unionistas por la mínima.

Aunque lo cierto es que Quebec estaba originalmente habitado por las “primeras naciones”, como por ejemplo los inuit, que tienen una estatua muy curiosa en los jardines del parlamento, con su lengua escrita, alfabeto adoptado recientemente, que me recordó al de los alienígenas.

La cosa es que en 1534, Jacques Cartier quiso emular a Colón y buscar una ruta a China y la India para el rey de Francia. Tras dejar Saint-Malo, se encontró con estas tierras, que fueron luego colonizadas por Champlain, fundador de la ciudad de Quebec. Por cierto, “Kebec” es una palabra del pueblo Algonquino, que significa “donde el río se estrecha” por ser en esta parte del río San Lorenzo donde se fundó. Los franceses fortificaron la ciudad (es muy agradable pasear por sus murallas actualmente que aún rodean su casco antiguo) pero aún así, el Reino Unido la tomó en 1759 tras la batalla de los llanos de Abraham, a las afueras de la ciudad, donde aún hoy los juegos de guerras entre amigos son populares.

De la época francesa es imprescindible hacer un recorrido por el Vieux Québec, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1985 por ser la única ciudad de América del Norte que ha conservado intacta su muralla. La Ciudad Alta, edificada en la cima del acantilado, es aún el centro religioso y administrativo y posee numerosas iglesias, conventos y otros monumentos como el reducto Dauphine, la ciudadela y el castillo Frontenac. Junto con los barrios viejos de la Ciudad Baja, forma un conjunto urbano que es un excelente ejemplo una ciudad colonial fortificada. No por casualidad, sus callejuelas y casitas recuerdan a los pueblos bretones de la costa (la mayoría de los primeros colonizadores fueron bretones).

Del Viejo Quebec me impresionó especialmente el campus de la Université de Laval o las iglesias transformadas en bibliotecas o centros culturales, como la Maison de la Littérature o la Bibliothèque Claire-Martin. Pero si hay un símbolo de la ciudad es el gigantesco chateau Frontenac, inaugurado en 1893 como un hotel de lujo de la Canadian Pacific Railway. Aquí se han alojado reinas, presidentes y famosos de todo tipo. Sus salones vieron nacer a la FAO. Y aún hoy se respira la grandeza del lugar, y su perfil domina el agradable paseo entablado elevado junto al río: la terrasse Dufferin.

Y respecto a las comidas: una tradicional cena quebequesa se puede disfrutar en “La Buche” con orejas de cerdo fritas en salsa de remolacha local, trucha ahumada en madera de arce, carne de alce salvaje o la famosa Tourtière, un contundente pastel de carne de venado, vacuno y cerdo. Y de postre, pastel de sirope de arce o el delicioso pudin de chômeur (un bizcocho bañado en sirope muy contundente creado en los años de la Gran Depresión). 

Para un buen brunch local: el café bistro “Au Bonet d´âne” es estupendo, con raciones enormes. Podéis pedir las tradicionales fèves au lard, habichuelas cocinadas con trozos de beicon y sirope de arce, acompañadas de pain doré, una torrija de toda la vida vamos, tortilla y patatas salteadas, con una tarte au sucre de postre.

Finalmente, para comprar recuerdos o comer algo más sano, con ensaladas locales, en el "comptoir" de Chez Boulay tienen siropes de arce envejecidos o con sabores de ingredientes “boreales” o helado de pino buenísimos. 

El consejo es que reservéis con antelación, ya que nos costó horrores encontrar mesas en la ciudad, una noche acabamos de casualidad en una excelente crepería bretona, porque todas nuestras opciones estaban llenas.

Chute Montmorency

Finalmente, hicimos una pequeña excursión a la famosa cascada Montmorency, más alta que las del Niágara (aunque con mucha menos agua, claro). El recorrido por la montaña, cruzando el puente encima, y luego descendiendo y viéndola de cerca (y mojándote bastante) es muy agradable para pasar una mañana de naturaleza y disfrutar de las maravillas del paisaje quebequés.

Si se está muy cansado se puede tomar un teleférico de vuelta a lo alto de la montaña, de donde llegan y salen los buses a la ciudad.

En definitiva, Quebec es un destino perfecto para unos días, porque tiene grandes ciudades a nivel global, gastronomía cosmopolita y gentes muy amables. Si vuelvo, dedicaré más tiempo a sus maravillas naturales, porque les dediqué poco tiempo y me consta que hay muchas impresionantes. Además, me gustaría ver el fabuloso hotel de hielo que abre durante los meses de invierno o experimentar la primavera con la recolección del sirope de arce y las visitas a las famosas "cabanes au sucre".


IMPRESCINDIBLE


Comer

Poutine en Poutineville 

Bagel Montreal-style en St. Viateur

Tourtière en La Buche 

Fèves au lard en Au Bonet d´âne


Canción

Ne partez pas sans moi - Céline Dion


Libro

Menaud, maître draveur - Félix-Antoine Savard

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