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dijous, 29 de desembre del 2016

Hiroshima & Miyajima

Hiroshima. La sola mención de esta ciudad japonesa nos lleva a pensar automáticamente en la bomba nuclear. Una explosión con forma de hongo se forma en nuestras cabezas. Cuando supe que iba a pasar una temporada en el país del sol naciente me puse como prioridad visitar Hiroshima. Quería visitar la zona cero, la primera ciudad en la que los estadounidenses lanzaron una bomba nuclear.

Aprovechando que tuve una reunión en Kobe y que justo ese miércoles empezaba un puente largo de vacaciones, me compré el West Rail Pass, que permite tomar de forma ilimitada todos los trenes de JR West incluidos los trenes bala o shinkansen de la línea San-yo. Dediqué un día y medio a Kobe y Himeji y otro a la isla de Naoshima. Pero el día que quiero contar en esta entrada es el que dediqué a Hiroshima y a la vecina isla de Miyajima.

Me levanté temprano en Okayama donde me estaba quedando y tomé el tren bala que en algo más de media hora me dejó en la moderna estación de Hiroshima. Era el puente de julio así que masas de turistas se dirigían hacia la estación del tranvía. Lo primero que me sorprendió es que Hiroshima no es para nada un lugar deprimente, a pesar de su durísimo pasado. La ciudad es muy próspera, cuenta con enormes rascacielos, calles arboladas y una población muy cosmopolita. Varias paradas después me bajaba del abarrotado tranvía en la parada Genbaku-domu-mae, justo al norte de la isla en mitad del río Hon-kawa, antiguo centro de la ciudad y hoy zona enteramente dedicada a la memoria de la s víctimas de la bomba atómica y de la paz.

6 de agosto de 1942: aquel día las puertas del infierno se abrieron en Hiroshima. La aviación estadounidense lanzaba la primera bomba atómica de la historia sobre población civil. Ante mi aparecía el recordatorio más visibile: la cúpula de la bomba atómica. Se trata de un edificio de 1915 que funcionó como pabellón de la promoción industrial hasta que la bomba le explotó justo encima. Todas las personas que se encontraban en su interior murieron al instante, pero al estar justo debajo de la explosión, el edificio se libró de la onda expansiva que arrasó el resto de la ciudad y fue de los pocos que quedó en pie. Se decidió mantener estas ruinas como símbolo de Hiroshima. A continuación, cruzando un puente, se abría ante mí la isla que alberga el conocido como parque conmemorativo de la paz. En el centro, una inmensa pradera tiene en su centro el alargado estanque de la paz que desemboca en el cenotafio, un arco de hormigón con los nombres de todas las víctimas confirmadas de la bomba. En ese estanque también se encuentra la llama de la paz, que arderá hasta que no queden más armas nucleares en el mundo.

En el extremo sur se encuentra el Museo conmemorativo de la paz. Como ya había muchísima fila, me puse también a esperar ya que no quería perderme la visita a este centro. Tenía muchísimo interés en entender mejor lo que allí pasó, sobretodo contado desde el lado japonés. Tras comprar la entrada empecé la visita al lugar, abarrotadísimo de turistas de todo el mundo. Aquí se exponen objetos rescatados tras la explosión de la bomba, como ropa hecha jirones, una fiambrera derretida, algunas fotografías terribles o el famoso reloj que se paró a las 8:15, la hora en la que la bomba explotó. El lugar es sobrecogedor, tanto por las fotografías como por la recreación de los minutos posteriores a la explosión, con el cielo negro, los restos de los edificios en llamas y los supervivientes con la piel derritiéndose y muriéndose de sed. Allí también se explican los cánceres que sufrieron los supervivientes y el estigma que arrastraron así como diversas curiosidades médicas. Por ejemplo, todas las partes de la piel desprotegidas o cubiertas por prendas oscuras sufrieron quemaduras de tercer grado en los supervivientes mientras que las partes cubiertas de prendas claras se libraron de los peores efectos. La última parte del museo se dedica a la iniciativa del gobernador de la prefectura de Hiroshima en sus esfuerzos internacionales por lograr un tratado que libre al mundo de esta mortífera arma de una vez por todas.

Seguí la visita al cercano pabellón nacional de la paz de Hiroshima en recuerdo a las víctimas de la bomba atómica, con su pasarela que desciende hacia un espacio frío que invita a la reflexión. Sus paredes circulares muestran fotos de como era la ciudad antes de su destrucción y en el centro hay una fuente con forma de reloj que representa el momento en el que cayó la bomba, las 8:15. Testimonios de los supervivientes y fotos de las víctimas acompañan el resto del complejo. Seguí paseando por el parque, acercándome al monumento a la paz de los niños, donde se representa a Sadako Sasaki, una niña que tenía dos años cuando lanzaron la bomba y que como resultado de su exposición a las radiaciones desarrolló leucemia a los 11 años. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Sadako decidió hacer 1000 grullas de papel, ya que en Japón son el símbolo de la longevidad y la felicidad. Creyó que si alcanzaba ese objetivo, se recuperaría. Tristemente, Sadako murió antes de alcanzar su meta, pero sus compañeros de clase lo terminaron. La historia de esta niña desencadenó en todo el país una fiebre por las grullas de papel que aún sigue. Miles de guirnaldas con grullas cuelgan alrededor de este monumento, enviadas por escolares de Japón y de todo el mundo. Como hay tantísimas y se siguen recibiendo, de tanto en tanto el museo recicla varias miles y fabrica postales que se reparten con cada entrada a cada uno de los visitantes.

El parque también cuenta con un monumento a las víctimas coreanas de la bomba atómica, ya que fueron centenares los coreanos que se encontraban en Hiroshima como esclavos y murieron como consecuencia del ataque. Como hacía muchísimo calor, me dirigí hacia el lugar donde quería comerme un okonomiyaki, las tortitas de col china cubiertas de marisco y carne tan famosas de la ciudad. Son una especie de tortillas de huevo con cosas a la plancha. La versión local, las Hiroshima-yaki, llevan fideos como ingrediente principal. Muchos amigos me recomendaron Okonomi-mura, un lugar situado en tres plantas de un insulso edificio de los años 50, a los que se accede por un cutrísimo ascensor. 26 puestos que preparan la versión local del okonomiyaki presentan sus planchas calientes preparadas para cocinar nuestra orden al momento. Me senté en uno de los taburetes observando como la cocinera preparaba mi especialidad. Tras disfrutar del exquisito sabor de este plato, me dirigí de vuelta a la estación para tomar un tren local hacia la estación de Miyajima-guchi. Caminando unos minutos llegué a la estación del ferri de JR que me llevó hasta la bellísima isla de Miyajima, una excursión perfecta para combinar con la visita a Hiroshima. A medida que me acercaba vi la famosa puerta torii flotante, emblema de esta isla y uno de los lugares más bellos de Japón.

Miyajima está también catalogada como patrimonio de la UNESCO. El famoso torii color bermellón no es más que la entrada al santuario sintoísta de Itsukishima-jinja, construído a modo de muelle. Nada más llegar en ferri al puerto, atravesé Omotesando, la calle principal, donde se encuentran la mayoría de comercios y restaurantes de la isla, así como la pequeña comisaría de policía y la estafeta de correos. Paseando por el parque al lado del mar, se me acercaron varios de los famosos ciervos de la isla en busca de comida. Son bastante descarados y si os despistáis os robarán folletos y mapas de vuestros bolsillos para comérselos. En pocos minutos llegué a la entrada del antiguo santuario. Construido en el siglo VI, Itsukishima-jinja se hizo como un muelle ya que Miyajima era una isla enteramente sagrada. Para permitir la llegada de devotos, estos solo podían pisar el templo y llegar en barco directamente a él. Aún hoy en día no se permiten muertes ni nacimientos en la isla para conservar su carácter sagrado. La apariencia actual del santuario es de 1168, cuando fue reconstruido por el jefe del clan Heike. El templo está consagrado a las tres diosas hijas de Susano-o no Mikoto, dios sintoísta de los mares y las tormentas, hermano de la diosa Amaterasu, diosa del sol y protectora de la familia imperial.

En mitad del templo hay un bello escenario de no, uno de los estilos de teatro japonés, que incluye danzas. Mi visita al templo transcurrió durante la puesta de sol, con lo que pude admirar la belleza de las diferentes tonalidades del cielo en contraste con el fuerte rojo de los pilares y vallas del templo, el verde de las montañas y el azul del mar. Ver el sol desaparecer tras las montañas enmarcado por la bellísima puerta torii en mitad el agua es sobrecogedor. Lástima que las masas de turistas estropean un poco el momento zen.

Antes de dejar la isla volví a Omotesando a comer algunas ostras, la especialidad insular, que se preparan en parrillas exteriores y están deliciosas. También me zampé un par de bollos al vapor rellenos de anguila, muy populares también. Tras la puesta de sol las masas de turistas desaparecieron como por arte de magia y pude disfrutar de un momento de tranquilidad antes de tomar el ferri de vuelta.

Tendré que volver a Miyajima. Estoy seguro que vale la pena pasar la noche en un lugar tan mágico y de una belleza tan impactante. Me reconfortó mucho sobretodo tras la triste visita a Hiroshima. Me dejé muchos otros templos por visitar, así como el teleférico y los diversos senderos. Espero poder hacerlo en otoño, para disfrutar del follaje anaranjado, o en primavera, para ver los cerezos en flor. Mi visita fue en julio y pasé un calor agobiante, además de las masas ruidosas de turistas. No lo recomiendo en absoluto.

divendres, 23 de desembre del 2016

Freetown

Sierra Leona no es un país al que uno vaya por turismo. Al menos no en este momento. Hace menos de un año que se declaró al país totalmente libre de ébola y eso asusta a mucha gente. Sin embargo, por motivos laborales, pasé un mes y medio en el país de la costa oeste africana. Eso sí, no salí de la península de Freetown, que ya de por sí es un territorio muy grande y de lejos la parte más desarrollada del país. A pesar de su fama, Sierra Leona es probablemente uno de los destinos más seguros en África, como república democrática y pacífica, con altos niveles de libertad de expresión. De mayoría musulmana, la coexistencia religiosa con la minoría cristiana es ejemplar, con habituales matrimonios mixtos y rezos de diferentes cultos en todo evento público. Yo mismo fui por primera vez al rezo de los viernes en una mezquita de Freetown. 

Sierra Leona es uno de los países más calurosos y húmedos del planeta, con lo que la sensación de agobio es bastante insoportable en general excepto desde mitad de noviembre hasta mitad de enero. Estos son los mejores meses para visitar el país, secos y con temperaturas no tan altas, que es cuando tuve la suerte de ir. La llegada es a través del aeropuerto internacional de Lungi, situado justo al lado opuesto del puerto natural de Freetown. Para llegar a la ciudad hace falta atravesar la bahía con una lancha rápida cubierta, lo cual incrementa la sensación de aventura cuando se llega al país. El puerto para tomar la lancha es un pequeño muelle de madera en mitad de una bellísima playa tropical con palmeras mecidas por el viento. En el momento en que íbamos a tomar el barco estaba saliendo el sol. 

Hay varias cosas que visitar en la península de Freetown. En el número uno están las playas, probablemente de las mejores de África occidental. Mi favorita es la de Bureh, muy conocida por los aficionados al surf, ya que las olas son de las más sencillas para practicar este deporte. De hecho, allí hay una rústica escuela de surf donde poder alquilar tablas y contratar lecciones con profesores locales a precios muy asequibles. Fue la primera vez que hice surf. Al final de una larga tarde de apredizaje fui capaz de ponerme de pie en la tabla tres veces, minutos antes de que se empezara a poner el sol. Además del surf, la playa de por sí es bastante limpia, y su panorama montañoso bellísimo. Al amanecer, cientos de garzas blancas se posaban en diferentes franjas de arena, levantando el vuelo todas a la vez y creando un espectáculo digno de cualquier reportaje de National Geographic.

Siguiendo con playas, también me encantó River Number Two, una playa de aguas limpias, palmeras y montañas muy cercanas aunque demasiado concurrida a mi gusto los fines de semana, en especial por familias de libaneses, la comunidad extranjera más grande del país. Aquí se puede comer langosta recién pescada a la parrilla por un buen precio sentado en la playa. Para pasear, Lumley beach, en Freetown, recuerda salvando las distancias, a Copacabana, obviamente sin los grandes edificios. El atardecer es especialmente impresionante en este paseo marítimo. El único problema es que la playa no está especialmente limpia y las botellas y bolsas de plástico abundan. El gobierno está iniciando un plan de limpieza bastante estricto.

Freetown no es una capital bonita. Poco iluminada de noche y con gigantescos atascos durante el día, la capital de Sierra Leona cuenta con pocos puntos propiamente bonitos. Las calles de la ciudad suelen estar abarrotadas de mujeres vestidas con alegres colores cargando todo tipo de mercancías es sus cabezas. El símbolo de la ciudad es el famoso árbol de algodón, una Ceiba Pentandra de más de 500 años del tamaño de un edificio de cuatro plantas. A sus pies se fundó la ciudad en 1792 cuando un grupo de antiguos esclavos afroamericanos fueron liberados en estas tierras por los británicos, en agradecimiento a su lucha a favor de la Corona británica contra los independentistas estadounidenses. Alrededor de este árbol, que ya era enorme por aquel entonces, los antiguos esclavos cantaron, bailaron y rezaron en acción de gracias por su libertad. Justo al lado se encuentra el palacio de justicia, un edificio de estilo neoclásico colonial de colores blanco y amarillo. Al anochecer, miles de murciélagos dejan el árbol en masa, volando hacia las colinas cercanas.

Al lado del Palacio de Justicia se encuentra el Museo Nacional de Sierra Leona, pequeño pero con algunas piezas interesantes. Allí hay trajes usados por las diferentes etnias en sus ceremonias: desde el traje que usan las mujeres mayores en las ceremonias de entrada de las niñas a las sociedades secretas (donde se les extirpará el clítoris) hasta otras para alejar a los espíritus malignos, como la Matorma que usan la etnia Limba, ahora incluso usada en manifestaciones contra la corrupción. Las piezas del museo también incluyen máscaras, herramientas de cultivo y guerra además de antigüedades de la época colonial.

Finalmente, es bonito también dar una vuelta en coche por Tower Hill, una colina donde se agrupan varias de las casas de madera del siglo XIX que construyeron los Krio, la tribu a la que pertenece la mayoría de la élite del país, caracterizadas por sus escaleras exteriores techadas. Las vistas de la ciudad desde aquí son especialmente bellas.

Una de las excursiones obligadas es acercarse a Regent y ver algunas de las casas Krio que aún quedan en pie, así como la antigua comisaría de policía, en uno de sus cruces. Pero lo mejor de esta ciudad es el santuario de chimpancés de Tacugama, hogar de cerca de 100 chimpancés rescatados o confiscados a los que se les prepara para una futura liberación. Los que se encuentran en el estadio más avanzado del entrenamiento y re-adaptación viven en estado de semi-libertad, en gigantescas áreas selváticas valladas. A estos solo se les da de comer al mediodía, para que el resto del tiempo se esfuercen en buscar su sustento en las plantas y animales salvajes, con el fin de prepararlos para una liberación total. Es muy interesante ver a estos animales de cerca y atender a las explicaciones de los guías acerca de las relaciones sociales y protocolo de los chimpancés. Verlos tan de cerca impacta por lo sorprendentemente similares a los humanos que son. Los menos preparados para volver a la libertad, bien porque nacieron en cautividad o bien porque sufrieron maltratos, se encuentran en espacios algo más acotados donde tienen juguetes e instalaciones para divertirse. En una de las grandes áreas valladas un par de chimpancés jóvenes saltaban de un pilar a otro de forma impresionante. En Sierra Leona aún existe el grave problema de la caza furtiva, los occidentales que compran bebés chimpancé como mascota o incluso determinadas tribus que los cazan para comerse su carne. Este centro se esfuerza en poder proteger a los que hay en libertad y en tratar de reinsertar a los que han sufrido la cautividad. El territorio de Sierra Leona acoge una de las mayores poblaciones de chimpancés del mundo, un animal en alto riesgo de extinción.

Al sur de la península se encuentran las islas Banana, que a pesar de estar relativamente cerca (tres horas en coche más media hora en lancha) nos dará la sensación de estar alejadísimos de la civilización. Ocupadas primero por los portugueses y luego por los británicos, estas islas se usaron para combatir la creciente piratería de la región. Actualmente es habitada por un pequeño grupo de Krios que se mudaron aquí justo después de la independencia. Dublín, en el norte de la isla más grande, conserva aún algunas de las farolas que iluminaban sus calles en el siglo XVIII, todas rotas. Las calles de hecho están cubiertas de hierba y la mayoría de edificios están en ruinas, excepto algunas casas coloniales de madera, unos cañones y un par de iglesias. Llama la atención una campana de varios siglos de antigüedad que se trajo de Inglaterra y que ahora mismo están colgada de un árbol por haberse derrumbado el campanario de la iglesia de San Lucas. Nosotros nos quedamos a dormir en Dalton´s Banana Guest House que está al lado de la playa más bonita de las islas, aunque esté algo sucia con demasiadas botellas y bolsas de plástico. Las cabañas de cemento son simples en exceso, sin ningún tipo de comodidad, y los baños solo son aceptables para una noche. Sin embargo, la comida que sirven, aunque simple, está deliciosa, especialmente el pescado fresco ahumado por ellos mismos, que es exquisito. Lo mejor de este lugar es la gran terraza de madera cubierta con vistas al mar, perfecta para relajarse entre sus gigantes almohadones y leer o jugar a las cartas acariciados por la brisa marina mientras el sonido de las olas nos relaja combinado con el susurrar de las palmeras.

Para probar la gastronomía local, tres lugares son buenos: el primero es Jam Lodge, en Motor Main road, un hotel. Son extremadamente lentos en la cocina ya que todos los platos son caseros, por lo que armaos de paciencia (al menos una hora) desde que pedís hasta que os llegue a la mesa. Allí comeréis como si os hubiera invitado una familia local. Especialmente delicioso hacen el groundnut stew, uno de los platos estrella del país, un guiso que puede  o no llevar pollo y se hace a base de una salsa picante de cacahuetes. El segundo local es Balmaya Arts Restaurant, un agradable restaurante, además de una galería de arte del África Occidental, cerca de Congo Cross, que sirve agua de coco fría (dentro del coco) y una selección de platos locales. Por ejemplo, el arroz jollof, que lleva carne de res, de pollo, trozos de pescado, gambas y varias verduras en una sazón picante. La salsa de okra también es muy tradicional así como los guisos picantes con hojas de cassava. El plátano maduro guisado y frito también es habitual. Finalmente, The Deck by Radisson Blu sirve una combinación de platos tradicionales, como su abundante arroz jollof o su jugoso pollo peri-peri así como platos fusión como la lasagna de hojas de cassava picantes buenísima junto con una selección de platos italianos. Además de estos restaurantes, la mayoría de mejores lugares para comer en la ciudad son libaneses como The Hub (que también sirve un excelente sushi), Crown Xpress o Basha Bakery. Finalmente, un postre curioso es el helado casero de groundnut (cacahuete) que preparan en el Radisson Blu. Finalmente, la comunidad china creciente, sobretodo de expatriados, ha hecho que surjan restaurantes chinos especialmente al final de Lumley Beach, aunque el mejor de todos sea en que se encuentra en el interior de Hotel Bintumani, que sigue siendo el hotel más grande del país.

Para comprar souvenirs lo mejor es ir al mercado a dos calles abajo del Ministerio de Finanzas. Yo tuve la suerte que en nuestro hotel se celebró un festival de cultura de Sierra Leona que incluía varias casetas con productos típicos a la venta. Las telas de algodón de vivos colores son de lo más populares aunque las máscaras rituales, muchas veces utilizadas en las ceremonias para acceder a diferentes grupos secretos son preciosas, especialmente las de los Tenme. Sierra Leona es uno de los pocos países africanos en los que también las mujeres utilizan máscaras durante algunas ceremonias sagradas.

Sierra Leona es un país al que le quedan un par de años para recibir turismo. Pero los que tengáis la oportunidad de visitarlo, tratad de tomaros algún día libre para disfrutar de este país tan auténtico,  de sus impresionantes playas, de sus amables gentes, de su naturaleza y de la sensación de estar en un país limpio de las masas de visitantes que ya abarrotan gran parte del planeta.

diumenge, 11 de desembre del 2016

Cuenca

La ciudad de las casas colgadas

Siempre había tenido ganas de visitar Cuenca, una ciudad que he pasado de largo muchísimas veces, en mis múltiples idas y venidas entre Madrid Valencia. Así que, aprovechando la visita de un amigo panameño a Europa, decidimos parar en nuestro trayecto desde Valencia a la capital española, llegando en AVE a Cuenca. Praderas tapizadas de trigo de amarillo brillante nos recibieron. La estación, casi fantasma, está en mitad de la nada. Nos montamos en el bus urbano que conecta con la ciudad, bastante alejada. Paramos en la estación central de autobuses para dejar nuestro equipaje en las taquillas y nos dispusimos a subir hasta el centro histórico, la llamada ciudad histórica amurallada, toda ella declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

Pasamos por el tranquilo parque de San Julián, dejando atrás el elegante Palacio de la Diputación hasta llegar al río Huécar, cruzarlo y penetrar la muralla de Cuenca por la empinada calle Alonso de Ojeda. Aunque hacía mucho calor, la belleza de las calles de la zona antigua de la ciudad compensaba el gran esfuerzo que suponen las enormes cuestas en verano. Subimos las escaleras de la calle Caballeros y siguiendo para arriba admiramos las coloridas fachadas de la calle Alfonso VIII hasta pasar los bonitos arcos y entrar a la bella Plaza Mayor, con la fachada de la Catedral de Santa María y San Julián presidiéndola, una de las primeras catedrales góticas de Castilla. Seguimos caminado por la calle Obispo Valero, bajando por la calle Canónigos hasta toparnos con la entrada al museo de arte abstracto que albergan las casas colgadas. Seguimos bajando para ver las bonitas fachadas de las mismas, auténtico símbolo de la ciudad, que presiden la increíble hoz del Huécar. Datan del siglo XV y hoy en día apenas quedan tres, que están restauradas.

Cruzamos el metálico puente de San Pablo, desde el cual se toman las mejores fotos de las casas colgadas. En este puente lo pasarán ligeramente mal aquellos que sufran de vértigo. Instalado en 1903, substituyó al antiguo puente de piedra, que se vino abajo en 1895. Seguimos paseando hasta el bonito parador de Cuenca, situado en el antiguo convento de San Pablo. La modernidad se fusiona con la historia de este antiguo edificio creando diferentes salas de gran belleza, en especial el antiguo claustro de estilo renacentista plateresco, ahora acristalado. 

Volvimos a cruzar el puente y remontamos hasta la torre Mangana, pasando el moderno Museo de la Ciencia. La susodicha torre parece más propia de la Toscana que de la meseta castellana. Está construida sobre el solar del antiguo alcázar árabe. Es aquí donde empezó la historia de Cuenca, ya que la fundaron los árabes como ciudad fortificada con fines defensivos durante el Califato de Córdoba. Una vez conquistada por el Reino de Castilla en el siglo XIII, Cuenca se convirtió en ciudad real y sede episcopal.

El Museo de Arte Abstracto Español

Como se acercaba la hora de comer, bajamos por el paseo del Huécar hasta la calle de los Tintes otra vez para comer en la Posada Tintes, recomendados por una amiga. Entre semana os intentarán colar el menú degustación pero no merece la pena. Preguntad por el menú del día, que por muy buen precio podréis degustar platos conquenses caseros como el ajoarriero que pedimos de entrante, una especie de puré cremoso a base de bacalao, patata, huevo, aceite y ajo que se come untando en pan. Después nos llegó una jugosa y tierna ternera asada y de postre un casero flan de huevo.

Remontamos de nuevo hasta llegar a las casas colgadas, pasando un terrible calor, típico de la meseta castellana en verano, hasta alcanzarlas. Actualmente albergan el Museo de Arte Abstracto Español. Agradecimos mucho el aire acondicionado. A través de las diferentes estancias de las antiguas casas, podremos admirar obras que recorren los principales artistas abstractos españoles. Este museo se fundó gracias a la iniciativa conjunta del pintor abstracto filipino Fernando Zóbel de Ayala, miembro de la poderosa familia Ayala y de Gustavo Torner, artiste conquense. A finales de los años 60 el museo abrió sus puertas exponiendo una docena de obras. En 1980, la Fundación Juan March se hizo cargo de los fondos y de la gestión del museo, que se amplió notablemente. Actualmente acoge desde esculturas, pinturas y grabados hasta creaciones audiovisuales y grabaciones abstractas, acogiendo la exposición permanente a más de treinta artistas españoles entre los que destacan Eduardo Chillida o Antoni Tàpies.

Dejamos Cuenca con muy buen sabor de boca. Me gustó mucho más de lo que esperaba y me gustaría volver, quizá en primavera o en otoño, ya que el calor de principios de julio se hizo un poco pesado. La ciudad combina gran belleza medieval con rincones muy cosmopolitas, como el interior de las casas colgadas, además de estar rodeada por un paraje natural de gran belleza, como las hoces de los ríos Júcar (para los valencianos Xúquer) y Huécar. Espero poder volver para entrar a la catedral y explorar sus alrededores, especialmente la Ciudad Encantada.

divendres, 2 de desembre del 2016

De cafés por... Tokyo

Sin duda, es un pecado que no haya publicado ya un "De restaurantes por... Tokyo". Pero es que la variedad de lugares buenos donde comer en la capital japonesa es tal, que me faltaron días para poder hacer una entrada en condiciones con sitios que destaquen entre el resto. Creo que en cualquier barrio tokyota es sencillo encontrar lugares con deliciosos platos de la variadísima gastronomía japonesa. En cambio, lo que si puedo hacer es detallar los cafés más raros en los que pasé algunas de mis tardes en Tokyo y que se deben visitar para entender un poco mejor la manera de ser de los japoneses. 

Café Peloringa

Encontramos este café de pura casualidad, caminando de Ebisu a Shibuya, en la calle pegada a las vías de la línea Yamanote. Traspasar su puerta es volver a los 80: muebles kitsch, música de videojuegos de la época, máquinas para jugar a los invasores del espacio, luces y espejos psicodélicos, complementos que podremos usar para sacarnos selfies (uno de los deportes nacionales de la juventud japonesa)... el dueño es un japonés de estética hippie que vive con su amable y anciana madre, lo cual hace todo aún más curioso y entrañable a la vez.

En el corto menú las cosas tienen nombres extraños, ya que el dueño se dice llegado del planeta Peloringa, de donde se ha traído los muebles y las extrañas gafas y otros complementos ofrecidos. Todo se sirve en platos y vasos muy retro. Recomiendo las tartas de queso o de queso con chocolate. Para beber nos pedimos un gin-tonic cada uno: solo el alcohol nos podía ayudar a meternos en el mundo sideral de aquella mini-familia nipona.

Mientras esperábamos las tartas y las copas nos probamos algunas de las curiosas gafas y jugamos al juego "Space-Invaders" que además hacía las veces de mesa. La música electrónica de videojuego del local hace que la experiencia sea redonda. 

Fukuro No Mise (Café de los búhos)

Había oído hablar mucho de estos cafés (hay varios en Tokyo) por lo que no pude resistirme visitar uno de ellos. Hay que pagar una entrada de alrededor 20 euros, que incluye estar allí alrededor de una hora, además de una desabrida bebida (café de máquina, té de sobre o un batido de polvos de chocolate o fresa). Uno no viene a este café a relajarse, sino a disfrazarse de Harry Potter con capa, bufanda y gafas (disponibles para los clientes) y poder sostener y acariciar a los diferentes búhos y lechuzas domésticas del local. Y sacarse las correspondientes fotos.

Uno llega y se apunta en la lista de espera, escogiendo uno de los diferentes turnos. En grupo, nos harán entrar al destartalado local y tras servirnos nuestra bebida, la dueña nos explicará las reglas a seguir. No hay que mezclar a las lechuzas y búhos pequeños con las grandes, ya que por reflejo salvaje las grandes tienden a cazar todo lo que vuele y podrían herir a las peques. También nos enseñan a como acariciarlas sin hacerles daño. Se pueden posar en el brazo, en el hombro o en la cabeza, al gusto del cliente. Hay muchas muy bonitas, alguno que asusta, pequeñitas, medianos y búhos enormes, sobretodo cuando despliegan sus alas.

Es una experiencia única y curiosa tener a un animal tan fascinante a pocos centímetros de tu cara, y poder observar su plumaje, pico y profundos ojos negros tan de cerca. Intentad no asustarlas o se os cagarán encima. Si las tenéis en la cabeza, mala suerte. Si las tenéis en el brazo, como sabiamente decidí yo, poneros la capa de Harry Potter nada más llegar y así os ahorráis mancharos la ropa. Consejo de mago.

maidreamin (Maid Café)

Los maid cafés son toda una experiencia también, muy bizarra y muy tokyota. Hay varios por toda la ciudad, aunque la mayoría se concentran en Akihabara. La cadena maidreamin es una buena elección ya que las camareras hablan inglés.

Nosotros fuimos a la surcursal Akihabara Electric Town-exit store. Todo decorado en colores pastel, cuando se abren las puertas del estrecho ascensor, uno tiene la impresión de entrar al cuarto de un niña cursi de diez años. Una "maid" nos recibe, vestida en el peculiar uniforme, de forma muy infantil. El menú está atiborrado de platos empalagosos, dignos, otra de vez, de una niñata cursi y consentida. La hamburguesa "osito" es una de las mejores opciones, aunque tienen unas copas de helado buenísimas, eso sí, con el azúcar de una semana allí concentrado.

Para pedir, hay que imitar el sonido de un gato y mover las manitas como tal. Solo así se acercará una de las "maids" a tomaros nota. Luego, cuando traen los platos, otro pequeño ritual ultracursi aparece, acabando haciendo el símbolo del corazón con las manos. Os lo harán repetir antes de entregaros los platos. Personajes de todo pelaje ocupan el local, desde jubilados faltos de atención, grupos de extranjeros, adolescentes locales vestidas de rosa o travestis con maquillajes, tacones y pelucas imposibles. Por algo más de dinero se puede uno hacer fotos con las maid o incluso marcarse algún play-back garrulo con ellas en el mini escenario del local. Nosotros decidimos no hacerlo, ya que era demasiado. No repetiría pero estoy contento de hacer tenido esta experiencia tan rara.

Starbucks

Sí, no me he vuelto loco. La icónica cadena de cafés presente en casi todo el mundo tiene también decenas de locales en Tokyo. Sin embargo, en el famoso cruce de Shibuya hay un Starbucks acristalado en el segundo piso de uno de los edificios que nos permitirá disfrutar de una vista única de los pasos de cebra, pudiendo ver como los millones de japoneses que cada día cruzan por aquí se preparan para pasar por todo lado una vez los semáforos de peatones se ponen en verde.


El menú es el mismo que en el Starbucks de vuestra ciudad, con algunos productos adaptados a Japón o de la estación correspondiente (a los japoneses les encanta celebrar las cuatro estaciones con comidas y bebidas diferentes). Por ejemplo, este otoño se estaba sirviendo una especie de chai-latte de melocotón con trozos de esa fruta que estaba muy bueno pero algo empalagoso. Coged vuestra orden y sentaos en la barra de madera alrededor del enorme ventanal que da al cruce de Shibuya. Es un espectáculo urbano único.

Nyafe Melange (Café de los gatos)

Los cafés de los gatos de Japón son famosos en el mundo entero. En Tokyo abundan. Personalmente fui a uno cerca de mi casa, en Ebisu. Se trata del Nyafe Melange, muy tranquilo y poco frecuentado por turistas. Se paga por tramos de media hora, bebida aparte. Entramos con cuidado, ya que algunos gatos son propensos a querer escaparse. Una vez dentro, más de una veintena de gatos nos esperaban, algunos paseándose o saltando de sofá en sofá y la mayoría durmiendo en las decenas de recovecos que tienen: cajas, cestas, estanterías, mullidos colchones y hasta mini-hamacas. Los cajones del local están llenos de juguetes para gatos, desde ratones falsos a pelotas y peines. Los gatos cuentan además con decenas de instalaciones para escalar o afilarse las uñas.

Cuando planeé esta visita, me imaginaba sentado en uno de los sofás, con un té humeante en una mano y uno de los gordos gatos en mi regazo, ronroneando plácidamente. Sin embargo, los gatos no son lechuzas. Son más listos, más malos y más egoístas. Básicamente la mayoría pasaron ampliamente de nosotros. Como si no existiéramos. Para ganarse la confianza de alguno de estos gatos hay que ser cliente frecuente, venir a menudo, y tener paciencia con alguno de los felinos que aquí viven.

Al finalizar la experiencia gatuna, en el exterior hay algunas estanterías con bonitos recuerdos para regalar a amigos y familiares amantes de los gatos. Todos conocemos a alguien con especial aprecio gatuno. A mí me llamó mucho la atención unos post-its de gatos muy serios que se podían guardar en una mini cajita de cartón plegable.

Dog Heart from Aquamarine (Café de los perros)

Para resarcirme del desprecio gatuno decidí probar uno de los cafés perrunos que hay en la capital japonesa. Y la verdad es que Dog Heart me encantó. Para ser honestos, este local se podría definir de muchas maneras pero no como un café. De hecho cuando fuimos solo tenían bebidas frías embotelladas y ninguna era café. El lugar es más una amplia sala acristalada en la cual los clientes se sientan en círculo y decenas de cachorros de varias razas inundan la habitación.

Lo mejor es que, a diferencia de los gatos, estos cachorritos están deseando cariño y compañía. De hecho, varios de ellos se me ponían en el regazo a dormitar o pidiendo caricias. De vez en cuando surgían pequeñas peleas y varios de los perros empezaban a revolcarse unos con otros pero sin ningún peligro. Hubo uno que se pasó un buen rato lamiéndome el brazo. En general muchos hacen sus cosas en unas esquinas en salas diferentes a la principal pero de tanto en tanto alguno se mea en mitad de la gran sala, corriendo la cuidadora a limpiar el estropicio.

La verdad es que fue una experiencia muy relajante, muy diferente a cualquier local que haya visitado antes. Es muy útil para desconectar un rato del bullicio japonés. Se paga por tiempo en el local, existiendo la posibilidad de sacar a uno de ellos un rato para pasear por el cercano parque de Yoyogi.

Nakajima no Ochaya en los jardines Hama-rikyu

Por último, no podría faltar la tradicional casa de té japonesa. Es cierto que en lugares rurales o en Kyoto suelen ser más auténticas, pero también en Tokyo hay varias buenas. Una de las más bonitas es la que está en un pabellón de madera en una isla en mitad del lago artificial de los jardines Hama-rikyu. Quitaos los zapatos antes de entrar al tatami y sentaos en el suelo, frente a una de las tradicionales mesas bajas, mirando hacia el lago. En menos de lo esperado os servirán la bandeja con el tradicional té matcha en su cuenco de cerámica acompañado de un delicioso dulce típico, que se debe comer antes de beber el té, según el ritual.

Antes y después de disfrutar de la mini-ceremonia del té, daos un paseo por estos hermosos jardines, que una vez fueron de la residencia de sogunes Tokugawa, gobernantesb de Japón en nombre del Emperador durante el periodo Edo. El lago artificial se provee de agua de la bahía de Tokyo a través de un ingenioso sistema de esclusas diseñado en el siglo XVII. Tras la Revolución Meiji, el jardín pasó a ser propiedad de la Familia Imperial, como una residencia más, donde iban los miembros de la realeza a cazar patos.

La mayoría de pabellones de madera fueron destruidos en los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial, así como numerosos árboles. En 1945, la Familia Imperial donó los jardines a la ciudad de Tokyo que lo reabrió en 1946, totalmente renovado. Este jardín es el perfecto ejemplo de la estética del periodo Edo. Los pinos negros y albaricoqueros japoneses que lo pueblan son tan perfectos, que uno diría que son bonsais gigantes. Los ultramodernos rascacielos que rodean el jardín dan ese contraste tan brusco entre tradiciones milenarias y futurismo tan habitual en el país del sol naciente. El lugar perfecto para acabar en paz un recorrido por los diferentes tipos de café de Tokyo.

Café Peloringa
Sucursal #1 en la Tierra
Sakuragaoka 3-7, Shibuya-ku
Metro Shibuya

Fukuro No Mise (Café de los búhos)
Chuo-ku, Tsukishima, 1 Chome-1-27-9
Metro Tsukishima


maidreamin (Maid Café)
Sucursal en Akihabara Electric Town-exit store
1-14-1 Sotokanda, Chiyoda-ku, Tokyo
Edificio Takarada-chuodori, piso 3.
Metro Akihabara

Starbucks
Sucursal Shibuya Tsutaya
Udagawacho 21-6 Shibuya-ku
Edificio Q Front
Metro Shibuya

Nyafe Melange (Café de los gatos)
Yubinbango 150-0013, Ebisu, Shibuya-ku
Edificio AsaHitoshi Ebisu, piso 3.
Metro Ebisu

Dog Heart from Aquamarine (Café de los perros)
1-45-2 Tomigaya, Shibuya-ku
Metro Yoyogi-Koen o Yoyogi-Hachiman

Nakajima no Ochaya en los jardines Hama-rikyu
1-1, Hama Rikyu-teien, Chuo-ku
Metro Shiodome o Tsukijishijo