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dijous, 23 de febrer del 2017

Nara

Toda visita a Kioto, la ciudad más visitada de Japón, no queda completa sin una escapada en tren a Nara, una pequeña ciudad conocida por albergar al Buda más grande de Japón (y uno de los mayores del mundo) así como por los ciervos en libertad que habitan sus parques y bosques. Nara fue la  primera capital japonesa, solo por 75 años, en el siglo VIII, cuando se empezaba a consolidar un incipiente gobierno central, dando gran prosperidad a la ciudad. Templos  budistas y sintoístas crecieron alrededor del primer palacio imperial en una era de grandes cambios políticos y culturales. Después de Kioto, Nara es la ciudad con más sitios UNESCO de Japón.

Al llegar a la ciudad nos dirigimos a pie a ver a su famoso Gran Buda. Empezamos a atravesar enormes parques plagados de descarados ciervos que me recordaron a los de Miyajima. Suntuosas construcciones de madera se alzaban aquí y allá, recordándonos la grandiosidad pasada de Nara. La ciudad está situada en el extremo norte de una llanura, donde los primeros miembros del clan Yamato tomaron el poder como primeros emperadores de Japón. Las reformas budistas de esos años eliminaron los tabúes sintoístas de cambiar de capital cada vez que el emperador moría, y se decretó construir la primera capital permanente. Se plantearon varias opciones y finalmente se eligió Nara en el año 710 (por aquel entonces se llamaba Heijokyo). Su capitalidad solo duró 75 años debido a los miedos imperiales de que el creciente poder del clero budista acantonado en los espléndidos nuevos templos les arrebatara el poder. El hecho que desencadenó el traslado de la capital a 35km al norte, a Kioto, fueron los intentos del sacerdote Dokyo de usurpar el trono imperial seduciendo a la emperatriz. A pesar del corto periodo de capitalidad de Nara, sus años imperiales fueron fundamentalmente cuando Japón absorbió grandes influencias chinas no sólo en la religión a través del budismo pero también de la lengua, el arte y la arquitectura, estableciendo los cimientos de la civilización japonesa. Perder su capitalidad fue también una inesperada bendición ya que Nara evitó la mayoría de guerras y ataques que sí sufrió Kioto, permitiendole conservar un gran número de templos casi intactos a través de los siglos.

La mayoría de elementos turísticos se encuentran en la zona del Nara-koen, un conjunto de parques y bosques a los pies del monte Wakakusa-yama. Los más de mil ciervos que pueblan esta zona son considerados Tesoro Nacional y datan originalmente de la época pre-budista, cuando eran considerados mensajeros de los dioses. Vendedores ambulantes venden galletas para ciervos que los niños compran compulsivamente para atraer al mayor número posible de estos animales y poder acariciarlos. Sin embargo, el gran protagonista de la ciudad es el Daibutsu, el Gran Buda, alojado en Todai-ji, un gigantesco templo de madera que destaca por su gigantismo en mitad de una amplia pradera.

Antes de llegar al templo, atravesamos el Nandai-mon, una enorme puerta custodiada por guardianes Nio, consideradas de las mejores de Japón. Talladas en madera en el siglo XIII, representan a los musculosos guardianes que viajaron con Buda, protectores de diversos peligros, según la tradición popular japonesa.

El Todai-ji impresiona por ser una enorme mole de madera en mitad de una pradera. De hecho, se trata del mayor edificio de madera del mundo. Al entrar al templo no pude sino alzar los ojos al tremendo buda de bronce que ocupa el centro del amplio espacio. La estatua data del año 746 y sigue siendo una de las más estatuas de bronce grandes del planeta con sus 16 metros de alto y sus 437 toneladas de bronce. También cuenta con elementos de oro puro, que juntos suman 130 kilos. El Daibutsu o Gran Buda representa al Buda cósmico que creó todos los mundos y sus budas respectivos. El emperador mandó crear esta estatua para proteger a su población contra la viruela que en aquella época era una de las principales causas de mortalidad en Japón. A ambos lados encontramos estatuas algo más pequeñas de 

Dimos la vuelta al templo, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, para admirar sus variados tesoros. Casi al final vimos uno de los grandes pilares con un estrecho agujero por la mitad. Las familias con niños pequeños hacían cola para que estos lo pudieran atravesar, en un pequeño ritual muy apreciado entre los japoneses. Este agujero tiene el mismo tamaño que las fosas nasales de la estatua del Gran Buda. Se piensa que quien pueda atravesarlo alcanzará la iluminación.

Continuamos paseando por el bello parque, disfrutando de los colores de otoño que nos ofrecían los frondosos árboles. Como teníamos ya hambre nos dirigimos hacia uno de los barrios cercanos a la estación, y en una de las galerías comerciales cubiertas, la Higashi-muki Shotengai, nos metimos en un restaurante especializado en gastronomía local, decorado de forma elegante pero sobria, donde pedimos un menú de mediodía de kaki-no-ha-sushi, que es un sushi envuelto en hojas de caqui (que no se comen, por cierto), además de otros platos de setas y otros productos frescos del otoño japonés.

Las horas que pasé en Nara no fueron, ni de lejos, suficientes para explorar todo lo que esta pequeña población ofrece, así que tendré que volver en una futura visita a Japón. 

dilluns, 6 de febrer del 2017

Kobe & Okayama

Kobe

Kobe fue una de las primeras ciudades japonesas en abrirse a los extranjeros. Antes del cierre de Japón por parte del shogunato, su puerto ya había sido frecuentemente usado por comerciantes chinos. Tras la apertura de la era Meiji, el puerto de Kobe se convirtió en una de las entradas de todo lo Occidental. Y eso se respira por sus calles. La ciudad es conocida por su abundancia de panaderías que ofrecen recetas francesas y alguna italiana con toques japoneses, ya sea sabores, olores, ingredientes o formas a la japonesa. Además, fue aquí donde vi por primera vez un restaurante austriaco (en toda mi vida vaya). De hecho, para los interesados, se encuentra en la calle paralela a la calle principal del Chinatown de Kobe o Nankinmachi.

Kobe es conocida en todo el mundo por su excelente carne de res. Como entrevistábamos al presidente de su puerto justo antes de que empezaran unos días festivos en Japón, aproveché para quedarme y explorar la costa del mar interior de Japón. En la estación de Shin-Kobe, compré el JR West Pass que por 14,000 yenes permite tomar de forma ilimitada los trenes de JR (incluyendo la línea de Shinkansen) e incluso el ferry a Miyajima de forma ilimitada. Yo con este pase visité Himeji, Okayama, Naoshima, Hiroshima y Miyajima.

La visita empezó en el Sky Lounge del Hotel Kobe Portopia, invitados por nuestro cliente. Como el hotel está en las tierras ganadas al mar donde también se encuentra el nuevo puerto, las vistas de la ciudad eran espectaculares. Desde aquel piso 35 pude admirar la gran cadena montañosa que parecía hacer de muralla gigante, los rascacielos y la costa, presentando la belleza de Kobe en un panorama sin igual.

En mitad del bullicio de la ciudad se encuentra el santuario sintoísta de Ikuta, fundado nada más y nada menos que en el año 201. Este santuario de madera, donde se fabricó sake por siglos, sobrevivió milagrosamente a lo largo del tiempo, siendo lugar de reunión de los habitantes del barrio durante calamidades, bombardeos o terremotos (el último el de 1995). Rodeado de un pequeño bosque de alcanforeros y un estanque, este lugar es un remanso de paz que huele al incienso de las barras ardiendo que dejan los fieles.

Ternera de Kobe y un barrio chino

Me entró el hambre, y como ya había probado la carne buena de Kobe en Tokyo un par de veces (y barata no es), me decanté esta vez por una hamburguesa de Kobe, algo más asequible. Para ello fui a Wanto Burger, en Shimo-Yamate dori. Aunque estaba muy buena, no tiene ni punto de comparación con un buen filete de Kobe , que se deshace en la boca (no hace falta ni masticar). Son muchos los rumores sobre el porqué de la calidad de esta carne. Uno de los más extendidos es que se alimenta a las vacas con cerveza, se les dan masajes y se les pone música clásica en el establo. Pero la asociación de ganaderos de Kobe lo desmiente. En realidad, ellos explican que la calidad es debida a la raza de vaca: la carne de las vacas negras japonesas nacidas, criadas y sacrificadas en esta prefectura son consideradas las de mejor calidad del mundo. 

Tras la comida, decidí quedarme un par de días en Kobe, en un hotel cápsula que contaba con unos baños termales japoneses estupendos. Las aguas, con propiedades medicinales, salen directamente de una fuente termal de la cadena de montañas pegada a la ciudad. Los hoteles cápsula en Japón son muy curiosos: a uno le asignan su cápsula, en la que tiene enchufes, una mini-tele, luz y aire acondicionado, además de un pijama. Luego tienes un gran armario con llave para dejar tus cosas. En esa misma sala hay sofás y teles, además de una ristra de pilas perfectamente limpias con todo tipo de productos de aseo que podamos necesitar: desde cremas y gomina hasta maquinillas de afeitar desechables o cepillos de dientes. Luego están los baños: en general, los hoteles cápsula cuentan con un gran "onsen" donde los clientes pueden relajarse y asearse. En mi pasada entrada sobre Kagoshima expliqué el protocolo a seguir en un onsen japonés. 

Tras instalarme, me fui a dar una vuelta por la agradable ciudad. En una de las calles había una especie de imitación de una serie de fachadas de una ciudad francesa del sur, aunque algo mal hecha ya que parecía más bien sacado de un parque de atracciones barato. En cualquier caso, el resto de la ciudad era muy agradable, una especie de fusión entre ciudad europea y japonesa. Acabé el paseo por Nankinmachi, el barrio en el que se asentaron decenas de comerciantes chinos cuando Japón se abrió al mundo. Es parecido a otros barrios chinos de grandes ciudades aunque este es particularmente colorido y ordenado. Las decoraciones meticulosas llaman la atención, especialmente la plaza central, con estatuas de los diferentes signos del horóscopo chino. Restaurantes chinos se alinean uno tras otro, solo interrumpidos por tiendas de baratijas así como herboristerías. También hay numerosos puesto de comida callejera que ofrecen diversas especialidades chinas. Yo piqué de allí y allá mientras disfrutaba de un barullo diferente al del Japón habitual.  

Volví a mi hotel paseando, cruzando media ciudad. Me sorprendió el cosmopolitismo de Kobe a pesar de su pequeño tamaño. Boutiques enormes de Louis Vuitton, de Hermes, de Prada, de Gucci, enormes rascacielos de oficinas, elegantes tiendas de grandes almacenes, restaurantes de las más variadas nacionalidades... mientras, en lo alto de la montaña, habían iluminada una forma de ancla, símbolo de la ciudad.

Okayama

El día después, para estar más cerca de mis otros destinos (Hiroshima, Miyajima y Naoshima) me trasladé a la ciudad de Okayama, a mitad camino de todo, y convenientemente conectada al Shinkansen. Como era temporada alta (la conocida en Japón como silver week), la mayoría de alojamientos de los grandes puntos turísticos estaban completos. Okayama, al ser menos concida, contaba con algunos hoteles de gama media que tenían habitaciones disponibles. Escogí uno que estaba en el bonito canal que atraviesa la ciudad de norte a sur, jalonado de puentecitos y restaurantes a ambos lados. 

Okayama es conocida en Japón como la ciudad de Momotaro, un niño héroe que mató a un demonio en una de las leyendas más conocidas del país. Se cuenta que Momotaro nació del hueso de un melocotón. Con la ayuda de un mono, un faisán y un perro venció a un demonio de tres ojos y tres dedos que devoraba a la gente. Una estatua del niño melocotón recibe a todos los viajeros en la estación de Okayama. Además, su cara sonriente está en todas las alcantarillas de la ciudad.

Aunque mi idea era de estar en Okayama solo para dormir, acabé dedicándole una mañana de mis mini-vacaciones para visitar Koraku-en, que es el gran jardín de la ciudad, considerado uno de los tres más bellos de Japón. Tomé uno de los tranvías vintage que aún recorren sus calles hasta la parada de Shiroshita y allí crucé el amplio cauce del río Asahi por la estrecha pasarela bajo el castillo de Okayama para entrar en Koraku-en. Originalmente, este jardín se construyó por orden del daimio (jefe de samurais) Ikeda Tsunemasa, terminándose en el año 1700. Con la revolución Meiji y el fin del feudalismo japonés y de los samurais, el jardín abrió sus puertas al público en 1884. Me sorprendieron sus enormes extensiones de césped, salpicadas de tanto en tanto por estanques, casas de té y otros edificios del periodo Edo. El jardín mantiene las plantaciones de diversos comestibles que tenían los antiguos daimios por lo que aún se pueden disfrutar sus plantaciones de té, arrozales así como los diferentes huertos de árboles frutales, donde destacaban los de ume, conocido como el albaricoque japonés. También hay un gran depósito de agua lleno de lotos. Como era pleno verano, sus flores blancas lucían radiantes, casi todas totalmente abiertas.

Curioseando por los puestecitos del parque vi que en uno vendían el recuerdo más típico de Okayama, que son los kibi-dango, unas bolas blancas parecidas a las de mochi y elaboradas con harina de mijo, que aún hoy se comen en recuerdo de Momotaro, el niño melocotón que antes mencioné. Tenían tanto las clásicas blancas con sabor original como las que tienen una esencia a melocotón. Compré dos paquetitos antes de dejar el parque.

Paseando de vuelta de vuelta al hotel admiré desde lejos el gran castillo negro de la ciudad, donde destacan sus doradas gárgolas, en forma de peces que agitan sus colas. Decidí no entrar al castillo, no sólo porque después del de Himeji se me quedan cortos el resto de castillos japoneses, sino porque este es una reconstrucción de 1966, ya que el original fue destruido en el Segunda Guerra Mundial. Aquella noche cené en el Ajitsukasa Nomura, un tranquilo restaurante decorado en bambú donde solo sirven la especialidad local: el demi-katsudon, que son chuletas de cerdo fritas con salsa semi-glaseada, guisantes y arroz. Simplemente meted el dinero en la máquina, apretad el botón del menú elegido y dad el tique a uno de los camareros. La comida no tardará. La salsa semi-glaseada es de color marrón oscuro, muy espesa y con un regusto final a chocolate. Originalmente de la gastronomía francesa, los japoneses la adaptaron a su gusto y en Okayama acabó formando parte de la tradición culinaria local. 

Tanto Kobe como Okayama son ciudades que no suelen formar parte de una visita típica a Japón. Sin embargo, tuve la suerte de poder visitarlas debido a las circunstancias, de dormir en ellas. Es por eso que pude descubrir parte de su gastronomía y de algunos de sus tesoros escondidos. Sin embargo, si estáis en Japón solo por una semana o dos, no recomendaría en ningún caso incluirlas en vuestra ruta. 

dijous, 2 de febrer del 2017

Lomé y Abiyán

Lomé

Por motivos laborales, pasé siete días pasé entre las capitales de Togo y Costa de Marfil, dos calurosos y húmedos países costeros de África del Oeste.

Por un lado, estuve en Lomé, una capital extremedamente llana, como mi natal Valencia. Sus bulevares principales están bien asfaltados, a diferencia de las calles secundarias, arenosas o pedregosas, dependiendo de lo lejos que estén de la larga franja costera de la ciudad. Sus calles rectas llaman la atención por el orden general que imprimen a esta calmada ciudad.

La mayoría de los puntos de interés se sitúan alrededor de la Plaza de la Independencia, con los rascacielos de varios ministerios y organismos internacionales como la Comunidad Económica de los Estados del África Occidental (CEEAO). Estos edificios acristalados de los años 70 muestran cierta decadencia amable que en cualquier caso destaca frente a las bajas construcciones del resto de la ciudad. El edificio más alto de la ciudad es el Radisson Blu Hotel 2 Février 1947, fecha en la que un general que gobernaba Togo nacionalizó las minas de fosfatos. Sus interiores son muy elegantes y equivalentes a cualquier hotel de lujo de una capital occidental. Está situado en la propia Plaza de la Independencia, frente al deteriorado Palacio de Congresos de la ciudad. En mitad de la plaza se encuentra el monumento que celebra la independencia togolesa de los franceses en abril de 1960, con una silueta humana alzando los brazos en señal de victoria esculpida en la roca con una estatua femenina levantando un bol en el medio. 

Una de las comidas tradicionales que probé fue el fufú de ñame, una raíz que se tiene que moler hasta que adquiere una consistencia parecida a la de la plastelina. De color blanco, lo sirven acompañado de una salsa de tomate ligeramente picante y pescado o cabra. Lo primero es lavarse las manos con la jarra de agua que te sirven, el jabón y un balde. Luego, se sirve el ñame en un plato y el pescado con la salsa de tomate en otro. Con las manos se coge un trozo de ñame haciendo una bola y mojándolo con la salsa. Luego se toma un trozo del pescado y se come. No me atreví a probar la cabra, que era la otra opción.

Muchas de las rotondas de la ciudad están decoradas con diferentes estatuas, llamando la atención la del monumento a la paz, con una paloma gigante que se ilumina con centenas de bombillas cada noche. Por otro lado, mi hotel, un modesto Ibis, tenía un bellísimo jardín y piscina en primera línea de playa y ofrecía un panorama bastante paradisíaco.

Abiyán

Tras cuatro días en la capital togolesa, me dirigí al aeropuerto para dejar el país. Por cierto, el aeropuerto de Lomé es muy moderno y funcional, mejor de muchos de los que he visto en Europa. En un corto vuelo de Air Cote d´Ivoire llegué a Abiyán, la auténtica capital y hub del África del Oeste, una gran ciudad cuyo centro es Le Plateau. Este el barrio financiero donde se encuentran las sedes de las principales empresas nacionales y extranjeras. Las gigantescas autopistas de la capital están flanqueadas de centros comerciales, hipermercados y grandes tiendas como Carrefour o Fnac. Una gran ciudad en toda regla. Por cierto, no tuve que cambiar de moneda ya que, al igual que los europeos logramos con el euro, ocho países de la CEEAO comparten moneda común: el franco del África del Oeste.

Los rascacielos del Plateau son todos de los años 70 y 80, cuando se produjo el conocido como milagro marfileño. Son edificios modernos de estilo brutalista, donde dominan las líneas rectas y uno de los materiales domina las fachadas (sea cemento o cristal). Habían torres de cristales morados, otras de cristales amarillos, otras de puro cemento y sin duda, la que más llama la atención es la Pirámide, un rascacielos de cemento puro con forma triangular que recuerda a una colmena y que por desgracia se encuentra actualmente abandonado, con árboles que crecen en muchos de sus balcones. Uno de los edificios alberga también la Delegación de la Unión Europe en Costa de Marfil, con cientos de banderas europeas en mástiles delante del edificio. Me hubiera gustado visitar mejor el barrio, especialmente la moderna catedral de San Pablo, pero justo esos días se estaban produciendo motines de sectores descontentos del ejército, que protestaban por por impagos de sueldo y ascensos injustos, así que me quedé en la habitación del hotel para evitar riesgos. Una de las noches llegué a oír tiros desde mi habitación y todo.

El Grand-Bassam

El sábado lo dediqué a visitar el Grand-Bassam, que fue capital colonial fracesa de Costa de Marfil durante tres años y que ahora es considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Es todo un ejemplo urbanístico de ciudad de finales del XIX con barrios especializados en comercio, administración, vivienda para europeos y vivienda para africanos. La capital se ensanchó a partir del antiguo puesto de pescadores de N´zima. Sin embargo, tuvo que abandonarse por un brote de fiebre amarilla y ya nunca se volvió a instalar aquí. Sin embargo, las diferencias entre el Antiguo Bassam (barrio francés) y Nuevo Bassam (barrio africano), separados por una laguna y conectados por un puente, aún persisten. La ciudad es un testimonio urbanístico de las complejas relaciones sociales entre europeos y africanos. Decenas de edificios coloniales abandonados le dan un encanto especial, alternándose con tiendas de recuerdos de muy buen gusto y excelentes galerías de arte, como la Maison des Artistes.

Hay un edificio que se conserva en excelente estado: se trata del antiguo mercado, de estilo art-decó, que es ahora un salón de eventos y congresos que se usa sobretodo para bodas. Nos encantó también un edificio amarillo que una vez albergó un hotel, ahora totalmente abandonado, en cuyo bajo un comerciante expone excelentes telas africanas hechas a mano. El edificio más importante del barrio es el antiguo palacio del gobernador, ahora dedicado al museo del traje, donde se muestran diferentes tipos de vestimentas típicas del país, destacando las del rey del Grand Bassam, poder tribal paralelo al gobierno de Costa de Marfil que sigue existiendo aún hoy en día. Allí se muestran las vestimentas típicas de este rey así como su corona. Siempre aparece acompañado de su hermana en todos los actos públicos, mientras que su esposa nunca sale a la luz.

En el museo también se muestran una serie de maquetas de poblados de las diferentes tribus de Costa de Marfil. El amable guía nos fue explicando las costumbres polígamas de la mayoría de ellas, excepto de una en la que las mujeres eran las que tenían el poder real. Además del contenido del museo, también nos fue explicando las diferentes estancias del palacio, como el moderno cuarto de baño o las escaleras secretas, escondidas en una falsa contraventana, que servían para que el gobernador se ocultara en pequeñas estancias secretas situadas entre los muros, en caso de revueltas.

Acabamos la visita en uno de los modestos restaurantes de la playa, donde no se recomienda el baño por las fortísimas corrientes. Disfrutamos de las fuertes olas sentados mientras comíamos unos gambones del Atlántico acompañados del plátanos maduros fritos. El panorama era de lo más variopinto: jóvenes montadas a caballo mientras otras cargaban sobre sus cabezas, en un ejercicio único de equilibrismo, botellas llenas de coco rallado y tostado que sabe a gloria.

Me quedé sin visitar la iglesia más grande del mundo, la Basílica de Nuestra Señora de la Paz, pero es que se encuentra en Yamusukro, a tres horas en coche de Abiyán, y me venía muy justo. Sobretodo con los motines en marcha no quería alejarme mucho del aeropuerto internacional.