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dijous, 31 de maig del 2012

NYC: primeras 24 horas.


Nueva York no es la ciudad más poblada del mundo. Hace años le superó Tokio. Actualmente San Pablo o México DF doblan perfectamente en número a la población neoyorquina. Además, Nueva York ni es la capital de los Estados Unidos de América y ni siquiera lo es lde su propio Estado de Nueva York (es la pequeña ciudad de Albany). Pero sin lugar a dudas la Gran Manzana, además de ser la capital oficiosa del mundo, es la ciudad más cosmopolita y vibrante que yo conozca. Aquí hay gentes de todas las nacionalidades, se hablan decenas de lenguas y cualquier tipo de gastronomía deseada se podrá encontrar con más o menos esfuerzo. Incontables películas, series, canciones, anuncios o libros hablan de esta ciudad o la tienen como escenario. Como sede de la Organización de las Naciones Unidas, cuenta con delegaciones de casi todos los Estados del mundo, por lo que el alto personal diplomático que también reside en la ciudad le acaba de dar el toque internacional que la pone en el centro de nuestro pequeño planeta. Siempre ocurre algo, siempre hay algo que hacer, es imposible aburrirse. Su entramado de largas avenidas, calles sin final, puentes gigantescos, líneas de metro confusas, museos inabarcables, parques frondosos, y sobretodo decenas de rascacielos pegados unos a otros, la encumbran a ser la auténtica jungla de cristal, la verdadera Gotham City, la Metrópolis por antonomasia, la ciudad de ciudades,la única ciudad-ciudad como dijo Truman Capote.

La noche en la que llegamos al aeropuerto de La Guardia (el más cercano a Manhattan), tras cuatro horas de retraso gracias a la eficiencia de American Airlines, decidimos ir a ver la famosísima Times Square de noche. La plaza más importante de la ciudad más importante del mundo. La salida de la boca de metro fue espectacular: miles de pantallas gigantes, neones, carteles móviles, luces de todos los colores y relucientes marquesinas convierten esta plaza en un gran teatro en sí misma. En lo más alto de un rascacielos y presidiendo esta “encrucijada del mundo” como muchos la llaman, está la reluciente bola que todas las nocheviejas a las doce en punto cae para recibir el nuevo año.Times Square se encuentra en el centro de Midtown Manhattan, en el cruce de Broadway con la Séptima avenida, y sin duda personifica la quintaesencia de Nueva York. Con más de 27 millones de turistas al año, la plaza se encuentra constantemente abarrotada de gente que acude a sus miles de restaurantes y puestos de comida rápida, tiendas de todo tipo y sobretodo, a las decenas de teatros que se encuentran por aquí y en las calles y avenidas adyacentes. No en vano, Times Square sigue siendo el distrito del teatro de la ciudad. Y la variedad es tan grande que uno desearía tener mucho dinero y tiempo para disfrutar de los diferentes musicales que se anuncian. Desde clásicos como el Fantasma de la Ópera a superéxitos recientes como el Rey León pasando por novedades como el musical Evita, con Ricky Martin como “Che” Guevara. Para poder disfrutarlos sin pagar los altos precios, lo mejor es acercarse unas horas antes del inicio del musical deseado a las taquillas de descuento acristaladas que hay en uno de los extremos de la plaza. Allí encontraremos fácilmente pases a mitad de precio. Además, las escaleras que cubren el techo de estas modernas taquillas son excelentes para observar una buena panorámica del ajetreo de Times Square o tomarse una buena foto.

Al estar celebrándose en esos días un festival de barcos de guerra, la plaza estaba tomada por decenas de marineros de diversos ejércitos del mundo, que con sus blancos uniformes acababan de convertir en un auténtico circo al conjunto de personajes que iban de acá para allá. Esta plaza se llama así debido a que la sede del famoso periódico The New York Times se encuentra aquí desde hace más de 100 años. Lo cierto es que uno no sabe dónde mirar. Hay tantísimos anuncios en movimiento que cuesta fijar los ojos en alguno. Por ejemplo, en uno de los extremos, diversas pantallas alargadas ofrecen noticias cortas continuadamente, así como las cotizaciones de diversas bolsas. En otros animaciones digitales anuncian desde productos bancarios a viajes, pasando por alta tecnología, ropa o comida.Tras pasear embobados durante un buen rato, con un poco de tortícolis por andar mirando hacia arriba y caminando a la vez, decidimos optar por un clásico, sucumbiendo a la publicidad y a la imagen-marca: cenamos en Hard Rock Café New York, sito en la mismísima plaza. Y además me compré el vaso de recuerdo. Inevitable.

Al día siguiente, viernes laborable, empezamos nuestra ruta por la ciudad con un clásico: el distrito financiero, que se encuentra en la punta sur de la isla de Manhattan. También conocido como Lower Manhattan, este barrio es, junto con Midtown Manhattan, el que más rascacielos agrupa de la ciudad, que ya es decir en la llamada "ciudad de los rascacielos". Imaginad la cantidad de estos altísimos edificios juntos que encontramos aquí. Pero a lo que iba, empezamos bajándonos en Brooklyn Bridge-City Hall (líneas 4,5 y 6). Cruzamos el City Hall Park dejando al puente de Brooklyn a nuestras espaldas. Ya ajustaríamos cuentas pendientes con ese puente más tarde. Y mientras admirábamos el elegante ayuntamiento de la ciudad nos topamos con uno de los edificios más neogóticos de NYC: el Woolworth Builiding. Este es uno de los rascacielos más antiguos de Nueva York y uno de los edificios más altos de Estados Unidos. Su belleza neogótica merece una parada para observar bien sus ventanas y su puntiaguda torre.

Tras acabar el parque y llegar a Fulton Street, la cruzamos rumbo a la capilla de San Pablo, una pequeña iglesia episcopaliana que ahora se conoce como iglesia del milagro, por ser el único edificio de la zona que no sufrió daños el triste 11 de septiembre de 2001. Su cementerio anexo, rodeado de rascacielos, también guarda cierta curiosidad. Siguiendo un poco más hacia el sur en Broadway encontramos la bonita iglesia de la Trinidad, católica esta vez. Giramos en Wall Street, y caminando entre estresados ejecutivos llegamos al edificio de la famosa Bolsa de Nueva York, estilo templo romano. Las subidas y bajadas de este mercado de valores son clave para miles de inversores. Antiguamente se podía visitar, pero desde hace años, las nuevas medidas de seguridad han cancelado la entrada al turismo de forma indefinida. Por cierto, que el nombre de esta conocida calle se debe a la pared de madera que los colonos holandeses construyeron a mitad del siglo XVII en la por entonces Nueva Amsterdam para defenderse de los nativos americanos así como de los ingleses. Estas calles están llenas de los típicos puestos metálicos de perritos calientes, pero además, hay decenas de puestos y camioncitos de todo tipo de comida entre la que destacan la de Próximo Oriente (falafel, kebab, pan de pita) así como los zumos y batidos naturales de decenas de frutas.

Justo enfrente de la Bolsa se encuentra el Federal Hall, antiguo ayuntamiento de la ciudad y lugar donde se reunió el primer Congreso de los Estados Unidos de América. De hecho, en ese mismo lugar fue donde George Washington tomó juramento como primer presidente del país y lanzó su primer discurso a la nación. Allí, bajo la cúpula, pudimos ver una improvisada exposición sobre el papel de la presidencia de los Estados Unidos y algunas fotos curiosas de todos los presidentes del país. En las escalinatas de este edificio neoclásico se encuentra una gigantesca estatua de Washington que mira hacia la bolsa neoyorquina, al otro extremo de la calle. Volvimos a Broadway y continuando para el sur nos topamos con el famoso toro de la Bolsa, dorado y en posición agresiva. La historia de esta escultura es curiosa. En 1989, Arturo Di Modica gastó todos sus ahorros (360.000 dólares) en esculpir e instalar esta gran estatua enfrente de la Bolsa, para mostrar el optimismo y agresividad financiera especialmente en aquellos tiempos de crisis bursátil. Fue su regalo de navidad a los habitantes de Nueva York. La presión popular hizo que se trasladara a su actual emplazamiento, en pleno Broadway. La estatua sigue siendo de Di Modica aunque el ayuntamiento le cede ese espacio para exhibirla permanentemente. El tal señor se está forrando con los derechos de la estatua, que ya aparece en decenas de libros. El dichoso toro estaba vallado y con vigilancia policial por la aglomeración de turistas. De hecho, para hacerse una foto había que guardar una fila. Obviamente no iba a perder mi tiempo esperando para fotografiarme con un toro metálico, así que le hice una foto por detrás a sus enormes huevos y continuamos la visita.

Llegamos al parque más antiguo de la ciudad, el Bowling Green, donde antes los ingleses jugaban a los bolos fijamente observados por una estatua del rey Jorge que fue destruida durante la revolución. Siguiendo para el sur se encuentra el imponente Museo de los Indios Americanos, antigua aduana de la ciudad. Continuamos avanzando y tomamos el famoso ferry a Staten Island desde el moderno muelle. Es gratuito y desde el mismo se tienen unas vistas estupendas del sur de Manhattan y de la Estatua de la Libertad. Lástima que se vea un poco lejana. Pero a la vuelta, la imagen de la estatua frente a los rascacielos de Manhattan recordará a más de uno a varias películas. Al desembarcar nos acercamos un momento al Battery Park para ver la esfera metálica que sobrevivió al hundimiento de las Torres Gemelas.

Allí fue precisamente donde nos dirigimos, a la conocida como Zona Cero. Por el momento, las obras de reconstrucción del barrio siguen viento en popa, de hecho la mayoría de torres de oficinas nuevas ya están casi terminadas y la gran torre nueva conocida como One World Trade Center (que a punto estuvo de llamarse Freedom Tower) estará lista en un año, y ya casi está totalmente acristalada. En breve se convertirá en el edificio más alto de los Estados Unidos. En los huecos donde estaban las Torres Gemelas hay ahora dos gigantescas fuentes cuadradas por las que caen unas cascadas enormes hacia un gigantesco sumidero también cuadrado. Alrededor de ambas fuentes están escritos en metal los nombres de todas las víctimas de aquel terrible 11 de septiembre, así como las del atentado con coche bomba en un parking de las torres en el año 1993. Para poder entrar al memorial, tuvimos que hacer una pequeña cola con la que tomar entradas gratuitas y otra más larga para acceder, tras pasar diferentes controles de seguridad. El museo del memorial aún no está acabado y la gran estación de metro diseñada por Calatrava tampoco. Por eso, el trasiego de hormigoneras y obreros sigue siendo constante por la zona. Además del impresionante monumento a las víctimas, algo que me sorprendió fue la comercialización de un acto terrorista. Me parece algo bochornoso y repugnante. Que los tickets se tomen en un local dedicado a vender tazas con las torres humeantes o llaveros del 9/11 es, en mi opinión, execrable.

Continuamos de nuevo por Broadway asomándonos al McDonald’s donde los ejecutivos se toman su BigMac de la semana, que tiene a un pianista tocando y todo. Atravesando las calles no podía dejar de sonreír cuando veía alguna alcantarilla humeante. Es algo tan típico de esta ciudad, y que hemos visto tantas veces, que es inevitable que llame la atención. Ya era la tarde y llegaba el momento de realizar un ritual que todo turista en esta gran ciudad debe cumplir: atravesar a pie el mítico puente de Brooklyn. Así que volvimos al punto donde salimos por la mañana.

Inaugurado en 1883, este puente colgante es una de las grandes gemas arquitectónicas de la ciudad. No en vano, muchos neoyorquinos apuestan por él como auténtico símbolo de Nueva York. El puente conecta Lower Manhattan con el bonito barrio de Brooklyn Heights. Nos encaminamos a través de su pasarela peatonal central, admirando los enormes pilones de piedra que sujetan el cableado metálico en el que están suspendidos los tableros del puente. Atravesando el East River, cumplimos con el rito de paso obligado, admirando el estupendo panorama de la ciudad.

Brooklyn Heigths y Dumbo, a los pies del puente, son unos agradables barrios de calles empedradas y casas pegadas unas a otras con escaleritas de estilo inglés y holandés. Tiene mucho encanto y sin duda es un oasis de tranquilidad en este bullicio urbano. Hasta conserva varias calles con farolas a gas, guardando el estilo antiguo general, con aquellas llamitas. Como ya estaba anocheciendo, nos pusimos en la larga fila de Grimaldi’s, una de las mejores pizzerías de la ciudad. La reciente fama que ha bendecido al local hace que neoyorquinos y forasteros esperen hasta una hora para cenar aquí, en una ordenada fila en el exterior del antiguo edificio blanco a los pies del puente. Tras la espera, manteles de cuadros rojos y blancos nos esperaban en un bonito local de ladrillos y madera. Cada mesa cuenta con una estructura metálica en la que la pizza se coloca para disfrute de los comensales. Tras leer la escueta carta, elegimos una pizza grande básica a la que añadimos salchicha italiana. Las pizzas de Nueva York son muy típicas, ya que la enorme migración italiana a la ciudad convirtió este plato en una especialidad local. La manera de prepararlo cambió, utilizando hornos de carbón en vez de leña, y haciendo las pizzas básicas de tomate triturado, círculos de queso mozzarella y albahaca. A partir de aquí, se le suelen añadir uno o dos ingredientes. Deliciosa.

Estábamos agotados. En Nueva York se camina muchísimo y las distancias son enormes. Y no sólo las piernas sufren, sino que normalmente acabaremos con ligera tortícolis de tanto mirar hacia arriba. Pero vale la pena, sin ninguna duda. Nunca te cansas de mirar a todo lado, porque todo te recuerda a algo, hemos visto Nueva York tantas veces en pantallas, revistas o carteles que se tiene la constante sensación de ya haberlo visto todo.

Para volver a Manhattan, decidimos cruzar de nuevo el puente a pie, esta vez para disfrutar de la ciudad iluminada, así como de las cientos de bombillas grandes que cuelgan de los hilos de acero que sujetan el puente. En mitad del mismo, nos encontramos a una pareja que cenaba en una elegante mesa con mantel y vajilla, y que tenían una nevera portátil gigante que se habían llevado hasta allí. Los turistas les hacían fotos, sorprendidos. Y es que en Nueva York uno puede ver cualquier cosa.

dimecres, 23 de maig del 2012

2 noches en Trinidad + 4 horas en Cienfuegos


Tras tres días en La Habana después del viaje a la provincia de Pinar del Río, nos fuimos esta vez de excursión hacia el este de la isla, concretamente a las provincias de Sancti Spiritus y Cienfuegos. Nuestra primera parada sería Trinidad.

Esta ciudad fue una de las siete primeras que estableció el conquistador español Diego Velázquez de Cuéllar en Cuba en el año 1515. Y es la que mejor se preserva. Paralizada en el tiempo, conserva monumentos sobretodo de los siglos XVIII y XIX, cuando creció como centro azucarero. En efecto, tras un siglo XVII decandente, sin casi comunicaciones con La Habana y siendo asaltada por piratas de todo tipo, Trinidad alcanzó una nueva gloria a finales del XVIII cuando decenas de refugiados franceses comenzaron a llegar en masa huyendo de la revolución en Haití. Estos instalaron más de 50 molinos de azúcar en el cercano valle de los Ingenios, llegando a producir un tercio de todo el azúcar cubano. Con todos esos ingresos se construyeron los bellos edificios que hoy forman el casco histórico de Trinidad. Tras las guerras de independencia contra España de finales del XIX, las quemas de los campos de azúcar llevaron a una decadencia de la ciudad que entró prácticamente en coma, dejando intactos los edificios de la era dorada. Esta parálisis económica contribuyó a que ningún nuevo edificio fuera construido por lo que el centro histórico se conservó tal cual. De hecho,  en 1965 la ciudad entera fue declarada monumento nacional. 28 años más tarde, la UNESCO la declaraba Patrimonio de la Humanidad, y llegaron las primeras ayudas para restaurar edificios históricos. Además, el turismo empezó a interesarse por esta joya colonial, por lo que siguieron entrando divisas.


Actualmente hay más de 300 casas particulares ofreciendo alojamiento, además de tres hoteles. El encanto que guarda Trinidad, además de estar intacta, es que todas las casas del casco histórico están habitadas, con lo que turistas y locales se mezclan, y la vida en Trinidad es totalmente normal. Las calles empedradas ven pasar Chevrolets de hace 50 años juntos con carros a caballo y tractores que llegan de los campos cercanos. La grandiosidad pasada de Trinidad también se ve en las cantidad de vías que hay tendidas y las locomotoras y vagones que se usaban antiguamente. 

Decidimos por tanto alojarnos en alguna de esas casas particulares y topamos con la de Araceli Reboso Miranda, en la calle Lino Pérez nº 207. Además de servir deliciosa langosta (eso sí, algo más cara que la que nos sirvieron en Viñales), la casa cuenta con un terrado precioso donde tomar el sol o disfrutar con las vistas de la ciudad. La habitación cuesta 25 CUC por noche y caben hasta cuatro personas. Dispone de dos habitaciones. Tras nuestra llegada a la estación de autobuses (llegamos en bus desde La Habana), nos dirigimos directamente a la casa particular a dejar las bolsas. Araceli y su marido nos recibieron amablemente. Tras una refrescante ducha, nos dispusimos a descubrir  Trinidad. Situada sobre una colina frente al mar Caribe, la brisa ayuda a combatir el terrible sol tropical. Tras pasar una colección de callejuelas bordeadas de coloridas casas coloniales, de techos altos y grandes portones de madera, llegamos a la plaza mayor. En esta plaza ofició Fray Bartolomé de las Casas la primera misa de la ciudad. Y Hernán Cortés, en aquella época secretario de Velázquez, recrutó por aquí a mercenarios para su aventura en México. 


De la preciosa plaza, nos quedamos con la bonita portada de la iglesia parroquial de la Santístima Trinidad. En uno de los extremos se encuentra la antigua mansión de la familia Borrell, que luego fue propiedad de un terrateniente alemán llamado Cantero y que actualemente alberga el Museo Histórico Municipal. Nos decidimos a entrar para ver las maravillosas y frescas estancias, de altísimos techos y enormes ventanales y puertas que facilitan que corra el aire. Muchas de los cuartos están ambueblados recreando el estilo de la casa en la época en la que estaba habitada. El bonito patio cuenta con una torre alta desde la que el señor de la casa veía cuando llegaban los barcos al puerto. Vale la pena pagar los 2 CUC de entrada sólo por subir a esta torre, desde la que disfrutamos de unas preciosas perspectivas de la ciudad.

A pesar de que Trinidad cuenta con muchísimos más museos, decidimos mejor pasearpor sus calles, disfrutar de sus mercaditos y curiosear por las casas. En una de las ventanas a las que nos asomamos vimos una pequeña fábrica de tabacos así como unos cuantos trabajadores que enrollaban las hojas para formar puros. Cuando ya empezaba a oscurecer, volvimos a la casa particular donde cenamos una deliciosa langosta con los acompañantes correspodientes: arroz, frijoles, ensalada y como entrante una humeante sopa criolla.

Es curioso que el aspecto general de la ciudad durante el día es como si estuviera paralizada en el tiempo, adormecida, con toda su arquitectura, su silencio y el calor que hace. Sin embargo, por las noches, el ambiente es increíble. Cuando salimos después de la cena, el parque Manuel Céspedes estaba a rebosar de jóvenes y viejos, sentados o paseando. En las callejuelas grupos de cubanos y turistas por igual iban y venían. Diversas casas de trova, son y salsa ofrecían múisca en directo en sus ajardinados patios. Y en las escaleras de piedra de la plaza mayor decenas de personas se apretujaban para escuhar al conjunto que tocaba salsa en directo frente a la Casa de la Música. Decidimos sentarnos a disfrutar de las canciones y ver como los locales bailaban con los turistas mientras degustábamos unos mojitos. Allí tuvimos oportunidad de hablar con varios cubanos muy simpáticos que nos contaron sus opiniones sobre la situación de Cuba. En general eran bastante críticos.


Al día siguiente nos pusimos en modo playa y tras desayunar tomamos un gracioso Coco Taxi poniendo rumbo a la cercanísima playa Ancón. Por primera vez en mi vida iba a bañarme en el mar Caribe. Tras bajar la colina en la que se encuentra Trinidad, llegamos a una playa de arena blanca y aguas turquesas en la que el mar estaba a una tempertura perfecta. Nunca me había bañado en un mar donde el agua estuviera templada. Tras una mañana en el paraíso, volvimos a Trinidad para cojer el tren que hace el recorrido Trinidad-Meyer. Aunque "tren" sería una manera bonita de llamar al cajón metálico motorizado que tomamos, con ventanitas pequeñas y calor asfixiante. Eramos los únicos no locales del tren. Tras media hora de recorrido por el precioso valle de los Ingenios, nos apeamos en la parada llamada “Manaca Iznaga”. Aquí, en 1750, uno de los hombres más ricos de Cuba, el esclavista Pedro Iznaga, compró una gran cantidad de terrenos. En mitad de ellos construyó su casa y al lado una torre de más de 44 metros de altura desde la que controlaba que los esclavos trabajaran bien en los cañares de azúcar. Cuando los quería convocar, tocaba una enorme campana. La torre, en medio de aquel villorrio, es impresionante. Por un CUC nos subimos a ver las maravillosas vistas del valle, rodeado de la sierra del Escambray, con una vía de tren que lo recorre, y sus palmeras y cultivos... y el pueblecito de la torre en medio. 

Al bajar, dimos una vuelta por el pueblecito, teniendo la sensación de estar muy lejos de la civilización. También vimos uno de los famosos ingenios (molinos de azúcar). Cogimos de nuevo el tren, cuando ya anochecía, y tras un trayecto con murciélago en el vagón incluído, nos dispusimos a cenar en Trinidad. Escogimos el mejor local: el paladar Sol y Son, en la calle Simón Bolívar nº 283. Situada en otra de las antiguas mansiones, este paladar pone sus elegantes mesas alrededor del bonito patio, rodeando la fuente  central. Aquí, un grupo local toca y canta son cubano en directo. Los cubiertos son de plata, como los que usaban las antiguas familias adineradas de la ciudad. Y las botellas de agua son antiguos frascos de perfumes parisinos de la casa Guérlain del siglo XIX. Eso demuestra el alto nivel adquisitivo y cosmopolistismo en el que vivían las grandes familias de Trinidad. Con luz de velas podremos escoger entre una amplia carta de la que recomiendo el cerdo al ron Havana Club. Delicioso. La elegancia y calidad de los platos en este local destacan como un oasis dentro de un país al que aún le queda mucho que mejorar en matería de restauración.

Una excursión a Trinidad nunca falla. Hay de todo y para todos: arquitectura colonial, buena comida, museos, fiesta cubana, playas paradisíacas, excursiones al campo, trenes del siglo pasado, paisajes espectaculares y mucha gente amable. Venir por aquí es casi obligatorio si vais a Cuba más de una semana. No os arrepentiréis.


Al día siguiente, antes de volver a La Habana, hicimos un alto en el camino en Cienfuegos. Esta ciudad fundada en 1819 por colonos franceses se diseñó de forma cuadriculada, con calles rectas y anchas. Entre su arquitectura ecléctica destacan los numerosos edificios neoclásicos. En el centro de todo el barrio histórico, que en 2005 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, se encuentra el parque José Martí, con edificios tan bonitos como la catedral de la Purísima, el hermoso palacio del gobierno provincial con su cúpula gigantesca, el Teatro Tomás Terry (donde han actuado, entre otros, Enrico Caruso y Ana Pavlova) y el bello Palacio Ferrer, ahora Casa de la Cultura de la ciudad.

Dimos una vuelta por sus amplios bulevares, curioseamos por sus tiendas y en una antigua librería encontramos unas partituras de diversas melodías clásicas (Chopin, Dvórak...) que según parece son muy difíciles de conseguir actualmente. La herencia francesa ha dejado miles de antigüedades aquí. Especialmente concurrida es la calle de San Fernando, auténtico corazón de la ciudad. Dimos una vuelta por el paseo del Prado, amplio, con soportales y un precioso malecón con palmeras. Y como hacía mucho calor y estábamos cansados, comimos algo en un mediocre restaurante estatal de comida italiana y nos volvimos a La Habana en un coche particular que se ofreció a ello enfrente de la estación de autobuses. Tras algo más de tres horas de carreteras pintorescas con algún que otro cartel revolucionario y de autopista nacional, llegamos a la capital. Nos ahorramos la mitad del precio del billete de autobús y llegamos antes. Mejor, imposible.

dilluns, 21 de maig del 2012

Provincia Pinar del Río - Cuba


Durante mis dos semanas en Cuba, además de reservar una para disfrutar de su capital, la otra la partimos para hacer dos excursiones. La primera la hicimos a la provincia de Pinar del Río, el “jardín de Cuba”. Había mucho que visitar y poco tiempo, así que escogimos los imprescindibles. Empezamos por el famoso valle Viñales.

Alquilamos dos coches en La Habana y tomando la cómoda y recta autopista Habana-Pinar del Río, nos plantamos allí en menos de dos horas. Fue curioso que recogimos a dos personas haciendo auto-stop, algo muy común en Cuba. La primera  vez nos paró un guardia de autoestopistas para que le llevaramos, ya que su coche se había estropeado. La segunda fue en un cruce rural, cuando un trabajador del tabaco llegaba tarde porque el bus no pasaba. Le recogimos porque hacía un rato habíamos visto el bus estrellado en un lado de la autopista y nos supo mal.


Hicimos por fin entrada al valle. Es una pasada, y lo que lo hace especial son los enormes peñascos que se encuentran en medio, conocidos como “mogotes”. Estas formaciones son los restos de cuando antiguamente el valle era una cadena de montañas. Cien millones de años atrás, una red de ríos subterráneos empezaron a erosionar la piedra caliza que sostenía estas montañas creando vastas cavernas. En un momento dado las montañas colapsaron al quedarse sin buena base y surgió el actual valle, con enormes restos de las montañas que antes lo cubrían salpicando los campos de tabaco que actualmente lo caracterizan.

A pesar de que cada vez son más los turistas (cubanos y extranjeros) que llegamos al valle, aún así, Viñales guarda una atmósfera profundamente rural, tranquila y sin casi elementos turísticos. Solamente la calle central y algunas más están asfaltadas, pero la mayoría son de tierra. Llegamos al pueblecito central del valle, que también se llama Viñales. Nuestro segundo autoestopista nos indicó el camino hasta la casa particular en la que nos alojaríamos. “Villa Hilda”, en el Pasaje Camilo Cienfuegos nº 42, para ser exactos. Si vais a visitar Viñales, recomiendo encarecidamente que reservéis esta casa. Las habitaciones tienen aire acondicionado, baño privado y agua caliente las 24 horas. Por solo 20 CUC la noche cada habitación, en las que caben hasta 4 personas.   Luisa, la dueña, os tratará con muchísimo cariño. Nada más llegar nos recibió con un zumo de piña recién hecho y nos explicó que era lo que podíamos hacer durante la estancia. No lo dudéis y reservad vuestra habitación enviando un correo a luisalazo@correodecuba.cu

Decidimos decirle que sí a la oferta de Luisa de prepararnos la cena. Langosta, nos dijo. Y ya nos dirigimos a conocer el pueblito y comer algo. La calle mayor de Viñales, jalonada de casitas de colores con grandes ventanales, es muy animada. Las viejecitas se mecen en sus porches mientras observan el ajetreo. Canadienses rubios van en bicis alquiladas de acá para allá mientras que hippys españoles caminan mochila a la espalda hablando alto. Pasan carros a caballo y Chevrolets de los cincuenta con algún tractor por en medio. Gallinas y perros cruzan la calle. Y los locales hacen las compras, llevan a los chiquillos bien uniformados al colegio o se dedican a ofrecer a los turistas excursiones a caballo por el valle. Eso sí, de forma muy respetuosa y amistosa, sin caer en ningún momento en la pesadez. La tranquila y empedrada plaza mayor cuenta con un modesta iglesia así como varios porches donde tomar algo y una antigua mansión que ahora es sede de la Casa de la Música.

Nos decidimos por el modesto restaurante Las Brisas, para tomar algo, y lo cierto es que no nos gustó demasiado. A pesar de que las chuletas de cerdo a la brasa tenían buen sabor, venían muy pocas. Las ensaladas eran simples y con poco producto y las cantidades de arroz minúsculas. Los precios, elevados, como prueba la limonada: 2 CUC. Para compensar, nos tomamos helados y café en una de las terrazas de la plaza mayor. Luego dimos un vistazo a la estafeta de correos y sus postales y nos preparamos para la excursión a caballo que habíamos contratado para conocer el valle.

Un guajiro (campesino) nos llevó hasta donde sus caballos, bastante delgados y débiles por cierto. Nos dio incluso pena ir montados en ellos. Pero allá que nos fuimos, todos en fila, por los terrosos y rojos caminos del valle, con un cielo gris que amenazaba lluvia. Los preciosos paisajes se nos sucedían, con arroyos de aguas cristalinas, vacas apacibles pastando, algunos cerditos bebés, sonrientes guajiros saludando, secaderos de tabaco (estructuras de madera y hojas de palmera secas de tejados a dos aguas), palmeras, caña de azúcar y los impresionantes mogotes. Hicimos la primera parada en un antiguo refugio de campesinos. Allí atamos los caballos y nos explicaron como se hacían los puros. Cogieron varias hojas de tabaco desecadas. Les sacaron el tallo central (que es donde se concentra el 98% de la nicotina) y empezaron a enrollar unas cuantas hasta formar un cilindro del tamaño de un puro. Con unas tijeras especiales le cortaron las extremidades y untaron uno de los lados en miel. Voilà, teníamos un puro. A pesar de mi obsesión anti cigarrillos, no pude evitar probar un auténtico puro cubano recién hecho. He de decir que al quitarle el tallo central y eliminar la mayoría de nicotina, su sabor era muy muy suave y me gustó bastante. Los guajiros vendían estos puros y tamibén mojitos. Estos últimos los servían con unas pajitas hechas de madera. Como empezó una tormenta tropical en la que no podía caer más agua y los rayos daban por todo el valle mientras retumbaban los truenos, no pudimos seguir nuestra excursión. Así que allí estábamos todos, en una choza de madera y palmas con dos ingleses y otro grupo de españoles, fumando puros y bebiendo mojitos. Cuando parecía que solo chispeaba, montamos de nuevo y vimos que el paisaje se había trasnformado en un barrizal. Caudalosos ríos rojos cruzaban los caminos. Había uno de hecho que era tan fuerte que los caballos tenían miedo de pasarlo. Varios guajiros estuvieron asistiendonos mientras la lluvia arreciaba de nuevo. Tras el camino de vuelta y calados hasta los huesos, tomamos una ducha caliente en la casa particular y nos relajamos.

En poco tiempo nos llamaba Luisa a cenar: deliciosa langosta especiada nos esperaba, acompañada  de jugo de guayaba recién hecho, ensalada, arroz, frijoles, batata frita, crujiente de malanga y una sopa criolla humeante como primer plato. Arroz con leche fue el poste. Tras la increíble cena por la que la Luisa sólo nos cobró 6 CUC por persona, nos dirigimos a la fiesta que había cada noche en la plaza mayor. El bonito patio del Centro Cultural Polo Montañez ofrece fiestas con música cubana en directo todas las noches (son y salsa básicamente). Allí, en un bonito patio bajo las estrellas, rodeado de zonas cubiertas por enredaderas, hay un escenario, una pista central y varias mesas y sillas que rodean la pista, así como dos barras donde pedir algo de beber. Una vez pedidos los mojitos y las Cristal (cerveza de Cuba) correspondientes, nos sentamos en una de esas mesas mientras otros se animaban a bailar algo de salsa junto con el resto de turistas y locales.


Eso es lo mejor de Cuba: que normalmente es muy fácil mezclarse con la población local, ya que muchos lugares de fiesta tienen un doble precio, en moneda nacional para los cubanos y en CUC para los turistas. Así todos pueden entrar. Cuando acabó la banda, entró en escena un DJ que empezó a pinchar una extraña colección de canciones, que iban desde el dance de los 80 hasta el reaggetón, música house o pop-rock español. Allí estuvimos, bailando a la luz de la luna hasta que se acabó la fiesta. Muy pronto, eso sí. Mejor, porque al día siguiente madrugaríamos. Teníamos mucho que ver.


Al levantarnos, el desayuno estaba listo. Luisa nos había preparado una jarra de zumo fresco de guayaba, huevos revueltos, pan tostado, frutas variadas, mermelada, café... todo buenísimo, casero. Nos despedimos, emocionándose mucho la buena señora,  y con los dos coches pusimos rumbo al hotel Los Jazmines, que cuenta con un mirador espectacular. La imagen de postal del valle que ofrece es inigualable. Vista la vista, nos dirigimos hacia el Parque Nacional, una zona de cultivos orgánicos y grandes parajes donde hay varias cuevas enormes. Como no teníamos mucho tiempo, vimos desde fuera la Gran Caverna de Santo Tomás, las más grande del país.


Tras dos horas de carreteras estrechas y curvadas llegamos a nuestro destino: Cayo Jutías. En los años 90, este cayo fue unido a la tierra por un pedraplén larguísimo. Por cierto, al atravesarlo, las vistas de las montañas de la provincia se ven increíbles. Para usar esta obra hay que pagar 5 CUC por persona. Pronto os dareís cuenta que merecen mucho la pena. Las playas del cayo son increíbles. Arena blanca, aguas templadas, transparentes y azul turquesa con pececitos.  Tras hacer un poco el gamba y bañarnos un rato, nos dispusimos a comer en el único restaurante del cayo, especializado en comida del mar. Pedimos un arroz marinero, que venía con pescados y gambas, y que estaba bueno pero tampoco era excelente. La calidad gastronómica cubana volvía a brillar por su ausencia de nuevo. Al acabar, todos se dirigieron a hacer snorkel por las aguas cercanas. Yo opté por una tranquila siesta a la sombra y luego por nada un poco en las paradisiacas aguas. Pronto sabría lo acertado que había estado. Cuando tardaron mucho más de lo normal en volver, me di cuenta que algo había ido mal. En efecto, el cubano que les llevó no solo había olvidado echar el ancla en el lugar donde paró el bote, sino que se había tirado con ellos al agua en vez de quedarse vigilando en el bote. Total, que el barco se lo había llevado la corriente y solo les quedaba nadar hasta la costa, que estaba lejísimos. La suerte que tuvieron es que no había ni una ola. Quemados y exhaustos estaban los pobres.


Tras la experiencia, nos dirigimos a la casa particuar en la que dormiríamos esa noche. “Los Sauces” en la carretera que une la autopista con Soroa. Llegamos en otras dos horas, de noche, con la dueña de la casa, Lidia, esperándonos con la cena puesta en el agradable patio. Nos fuimos pronto a dormir porque estábamos agotados.

El tercer y último día en esta provincia cubana lo pasamos en Soroa y Terrazas. Tras despertarnos y tomar el desayuno, del que recuerdo una jalea de guayaba deliciosa, pusimos rumbo al pequeño pueblo de Soroa, llamado así por el francés Jean-Pierre Soroa, que poseía una plantación de café enorme en estas montañas en el siglo XIX.

Nuestra primera parada fue el Orquideario Soroa, construido hace más de 60 años por el abogado español Tomás Felipe Camacho en memoria de su mujer e hija. Cuenta con más de 700 orquídeas, además de otras plantas y árboles. La visita guiada no es demasiado prolija en detalles, pero al menos ayuda a no ir perdido por el jardín. La parte más interesante es, como no, el invernadero de las orquídeas, donde me sorprendió ver que más allá de las típicas blancas y moradas que vende mi abuela, existen cientos de especies diferentes, a cúal más rara y bonita. Me encantó ver tantos tipos y tan bellas. La que más me llamó la atención fue una de color marrón y violeta que destilaba una agradable fragancia que recordaba enormemente al chocolate. Tras esto, subí por las montañas una media hora hasta llegar a un impresionante mirador. Aunque la subida fue pesada por lo empinada y el calor y humedad asfixiante, valió la pena ver la sierra del Rosario, tan verde. Al bajar, nada mejor que meterse en las frescas y puras aguas del salto del Arco Iris, una cascada de 22 metros del arroyo Manantiales, que forma unas piscinas naturales donde se puede nadar antes de volverse a convertir en río. Tras refrescarnos, a los coches de nuevo y nos dirigimos a Terrazas, muy cerquita.

Toda esa zona ha sido objeto de una reforestación desde los años setenta, dirigida por Osmani Cienfuegos, hermano del revolucionario Camilo y ministro de Turismo. Allí, arriba de una colina comimos en el cafetal Buenavista, una casona en mitad de una plantación de café de principios del XIX, construida por refugiados franceses que huían de las revueltas en Haití. Aún hay una enorme tahona que se usaba para separar las semillas del café de sus cáscaras. Al lado, numerosas terrazas de piedra se usaban para secar las semillas al sol. Y aún quedan las paredes de las barracas donde dormían los más de 100 esclavos con los que contó esta plantación. La casona, antigua mansión del terrateniente, es ahora un elegante restaurante del Estado donde además de deliciosa sopa criolla pedimos un aporreado de ternera, exquisito. Para beber, no pude resistir pedir una copa de vino tinto de Soroa, que curiosamente lo servían bien frío. Estaba bastante bueno, he de decir. Y de postre, arroz con leche y café. No podía ser de otra manera estando en un cafetal. Dimos una vuelta por el complejo de las Terrazas, viendo el famoso Hotel Moka y nos volvimos de nuevo a La Habana. Al día siguiente tres se volvían a Colombia y una a Ecuador. 

Pinar del Río fue mi primer contacto con la Cuba rural, donde pude comprobar la enorme amabilidad del pueblo cubano, que al menos por estos lugares demostró mucha voluntad de servicio, ayuda, amistad y poca malicia. Su simpatía y sencillez hacen que viajar por aquí sea muy seguro y tranquilo. Después de todo, nos vino bien un poco de naturaleza después de los días en la gran capital. He de decir que el "jardín de Cuba" me encantó.

divendres, 18 de maig del 2012

Una semana en La Habana II

Después del vistazo al panorama gastronómico de la capital cubana que hice en el anterior post, os cuento en este todo lo que visité. El día que aterricé, por la noche, nuestra amiga nos llevó a celebrar el primer Día Internacional del Jazz, proclamado por la UNESCO el 30 de abril. Fuimos al magnífico Teatro Mella, por cierto de estilo art-déco, donde algunos de los mejores artistas cubanos tocaron aquí durante un par de horas, ofreciendo un gran espectáculo. Al salir nos tomamos unos mojitos en el jardín del teatro y luego nos dirigimos a un local muy de moda llamado Fresa y Chocolate, donde un DJ pinchaba música electro mientras luz láser verde se disparaba en todas direcciones.

Esa primera noche nos fuimos a la cama tarde pero aún así decidimos madrugar para acudir a la plaza de la Revolución. Era la marcha del 1 de mayo, Día Internacional del Trabajo, por lo que cubanos de todas las ramas profesionales y académicas salían agrupados a mostrar su apoyo a la revolución, colapsando las principales avenidas de la ciudad y llenado la gigantesca plaza de la Revolución. No podíamos perdérnoslo. Recuerdo que la radio nacional se oía en todas las esquinas gracias a altavoces gigantescos instalados por todo lugar. Los locutores retransmitían lo que estaba pasando en la plaza y entrevistaban a diversos testimonios. Miles de banderas cubanas ondeaban al viento, portadas por los correspondientes manifestantes, mientras las pancartas aludían a las luchas sociales.  Muchísimos de los participantes coreaban un repetitivo “Pa’ lo que sea, Fidel”.
 La antigua plaza de la República ha llegado a albergar más de un millón de personas escuchando discursos de Fidel Castro,  solo superados en asistencia por la masiva misa que ofreció Juan Pablo II. Al entrar en la plaza, el gran monumento memorial a José Martí se alza con una gigantesca tribuna, una estatua de Martí pensante de mármol de 17 metros y una torre estrellada de más de 142 metros de alto, la estructura más alta del país.
Diversos edificios importantes se encuentran en la plaza de la Revolución, como el Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el Teatro Nacional de Cuba, el Ministerio del Interior con el gigantesco mural de la cara del “Che” y su famoso “Hasta la victoria siempre” así como el Ministerio de las Telecomunicaciones con otro mural y la cara de Camilo Cienfuegos y su también famoso “Vas bien Fidel”.

Tras el espectáculo populista-comunista volvimos a casa andando, observando a la muchedumbre. En mitad del camino algunos quedamos fascinados por la cantidad de altos y elegantes edificios que jalonan las avenidas del barrio del Vedado. Decidimos colarnos en uno para subirnos en la azotea y tener una primera impresión de la ciudad. Era un tanto surrealista, puesto que el edificio había perdido toda su elegancia y ahora se encontraba en mal estado, con solo un ascensor funcionando e instalado de cualquier manera. Las escaleras estaban que se caían y en general todo estaba descuidado y cutre. Antes de volver a casa a descansar nos tomamos un batido. Una vez en la casa particular nos acostamos un rato, levantándonos a la hora de la comida para almorzar en casa de los padres de una compañera cubana del Master. Aunque ella se encontraba aún en España estudiando, sus padres quisieron conocernos e invitarnos a comer en su apartamento cerca del Malecón, donde nos sirvieron una excelente comida tradicional de la que no puedo olvidar el exquisito flan casero que nos preparó su madre.
 Después de una larga sobremesa dialogando sobre la situación del país, bajamos al Malecón, bastante decadente por cierto, para caminar un poco hacia el imponente Hotel Nacional, tomar algo en sus jardines y visitar sus instalaciones.  Antes de que anocheciera cogimos un par de taxis poniendo rumbo hacia la Fortaleza de la Cabaña, para visitar esta estructura militar realizada por los colonos españoles con el fin de defender la bahía y puerto de La Habana de piratas o invasores extranjeros. Recordemos que esta ciudad era la perla imperial española. El final de la tarde es la mejor hora para acudir a visitar la fortaleza, puesto que a las 20.30 empieza la famosa ceremonia del "cañonazo", donde varios actores vestidos de traje militar del siglo XVIII recrean la ceremonia que anunciaba el cierre del puerto, cuando se echaban las cadenas a la entrada de la bahía así como un fuerte cañonazo para avisar a toda embarcación que ya no se podía entrar ni salir. Con pólvora y fuego se enciende el tremendo cañón, apuntando a la bahía. El disparo es muy fuerte. Sin duda, una actividad digna de asistir.
Cuando acabó la representación y la masa de turistas desapareció, pudimos disfrutar de las maravillosas vistas de la Habana Vieja que hay desde el fuerte, así como de la suave brisa del mar. Es impresionante como la noche, la arquitectura y los desfiles de los soldados del dieciocho nos sumergen en una época lejana.

Acabamos la noche paseando por los alrededores del Capitolio y el barrio chino de la ciudad, el único Chinatown del mundo sin chinos, pero con numerosos cubanos con ojos achinados, signo de algún abuelo de ese origen. Un gran arco nos recibirá y los farolillos rojos se verán aquí y allá. Si bien apreciamos que hay muchos restaurantes chinos en la calle Dragones, lo cierto es que los mejores están en la perpendicular calle Cuchillo. Nosotros cometimos el error de elegir la primera, y en el anterior post ya os conté el gran chasco que nos llevamos.
Finalizamos la noche el el Centro Cultural del Teatro Beltrod Bretch, donde pinchaba un famoso DJ cubano de música house y sorpredentemente muchos de los asistentes se sentaban en alguna de las diversas sillas metálicas que rodeaban al DJ a escucharlo. La Habana seguía sorprendiéndome por su modernidad. Aunque el cuerpo ya pedía con insistencia al menos una noche de salsa.
El tercer día en la ciudad decidimos consagrarlo a aprender bien qué era y como se había producido la famosa revolución cubana. Para ello nada mejor que dirigirnos al bellísimo Palacio Presidencial, conocido ahora como Museo de la Revolución.
Este museo es imprescindible que lo visitéis con guía. Y específicamente debéis pedir que os lo enseñe Elio, un amable viejecito que se sabe la revolución al dedillo. Las actuales salas del Palacio muestran vitrinas con cartas, mapas, objetos y recortes de periódico ordenados cronológicamente para explicar el proceso revolucionario. En otra ala, las vitrinas explican las grandes reformas que hizo el régimen de los Castro estos 58 años que llevan en el poder. El resto de salas, como el elegante salón de bailes, el comedor presidencial, el despacho del presidente, la sala de gobierno (donde a principios de los sesenta decidió Fidel si lanzar una cabeza atómica sobre EE.UU. o no) o las majestuosas escalinatas se encuentran tal cual eran en la época dorada.
Además de educativo, Elio también es muy divertido sobretodo en el momento que empieza a contar el fallido asalto por parte de estudiantes al Palacio con el objetivo de asesinar a Batista. El amable señor te lleva estancia por estancia explicando como los asaltantes buscaban al presidente a contrarreloj sabiendo que en cualquier momento podrían matarlos la guardia presidencial. Sin embargo, una puerta discreta tras un espejo del salón de bailes y posteriormente, una escalera secreta en el pasillo que conectaba el despacho con la sala del gobierno, permitieron a Fulgencio Batista escapar hasta la azotea. Todos los asaltantes murieron a excepción de uno que consiguió escapar. El salón de bailes, o también salón de los espejos, es precioso y cuenta con un enorme fresco donde se muestra una maravillosa alegoría del nacimiento de la nación cubana y las virtudes aclamándola. En este museo también se encuentran dos esculturas de estilo hiperrealista del Che y Camilo avanzando juntos por la selva. También hay grandes caricaturas satíricas de Batista, Reagan, Bush padre y Bush hijo, donde se les critica de forma mordaz. Por último, en los jardines traseros un enorme pabellón muestra diversos vehículos utilizados por los revolucionarios, como un tractor convertido a tanque o el Jeep que utilizaba el Che. Aunque el más impactante es el yate Granma, con el que Fidel y numerosos hombres desembarcaron en Cuba desde México para iniciar su histórica revolución. En mitad de la larguísima pero muy interesante visita, le pedimos a Elio una pausa para comer.

Tras finalizar la visita, nos dirigimos a la Plaza Vieja para tomar algo en la famosa Factoría y relajarnos con un poco de son cubano en directo. Después, remontamos por la calle Brasil rumbo al Capitolio buscando la famosa Casa de la Música de Centro Habana, situada en los bajos un moderno rascacielos de hormigón horrible. La muchedumbre que se agolpaba a sus puertas nos hizo desistir  y nos dedicamos a deambular por Centro Habana, un barrio saturado de casas, sin apenas jardines, y muy feo y humilde. Daba la impresión de ser una ciudad que hacía un año salía de la guerra. Esta segunda vez que he estado en La Habana el barrio sigue igual de mal, nada ha mejorado. Tras este paseo decidimos no salir y dormir bien. Al día siguiente salíamos de excursión a la provincia de Pinar del Río. Eso os lo cuento en el siguiente post.
Al volver de la excursión, tres días después, nos fuimos de fiesta  a un jardín al aire libre llamado El Sauce, en Miramar, donde una banda tocaba rock en directo. Y el domingo  deambulamos por Habana Vieja, visitando la Plaza de Armas, donde se encuentra el colonial Palacio de los Capitanes Generales, donde vivían los gobernadores españoles de Cuba. Actualmente alberga el museo de la ciudad. Esta plaza es famosa por sus decenas de puestos de libros antiguos, a precios de libro nuevo, eso sí. Hay que regatear muy bien. Uno de los más demandados es el de “100 horas con Fidel”, del famoso periodista Ignacio Ramonet. Tras la comida en un restaurante de la plaza, seguimos paseando y decidimos subirnos en la terraza del Hotel Parque Central, para admirar el Capitolio así como los elegantes Centros Gallego y Asturiano, que se hacían la competencia, y que fueron expropiados y ahora son el Gran Teatro de La Habana y Museo de Bellas Artes, respectivamente. En mi segunda visita pude ver como el entorno del Parque Central ha mejorado y mucho. En primer lugar la apertura del Gran Hotel Manzana, el primer Kempinski en Cuba, que cuenta con unas galerías comerciales con tiendas de la talla de MontBlanc, Women´s Secret o Mango, lo nunca visto en La Habana. Por otro lado, pude visitar el imponente Centro Gallego, ya completamente restaurado, con una guía que nos fue explicando las diferentes estancias del edificio, donde destaca el gigantesco y elegante salón de bailes, con una acústica espectacular, así como el gran teatro.

Paseando por la calle Brasil, entramos también en el Museo de la Farmacia Habanera, antigua farmacia Sarrá, fundada por el catalán José Sarrá en 1886, siendo la segunda farmacia más importante del mundo en aquella época. Sus interiores son enormes y los objetos que exhibe, muy curiosos. Las paredes recubiertas de elegantes maderas y espejos dan testimonio de la grandiosidad que algún día tuvo.
De ahí nos cogimos un almendrón (coches de época que hacen una ruta determinada a los que subir cuesta 50 centavos de dólar) en Paseo y Neptuno hacia Vedado para encontrarnos con nuestra amiga Sandra, que nos llevó al altísimo edificio FOCSA, una de las maravillas de la arquitectura cubana, construido sin grúas. Durante un tiempo se utilizó para alojar a los cientos de funcionarios de la URSS que llegaban para apoyar la revolución en los años 60, 70 y 80 del pasado siglo. Nos dirigimos a la planta 33 donde “La Torre”, un restaurante del Estado, goza de una de las mejores vistas de la ciudad. Es en ese momento cuando me di cuenta que realmente La Habana es una gran ciudad de verdad, con largos bulevares y avenidas y edificios de todo tipo. Tras bajar y tomarnos un helado en la mítica heladería Coppelia de Vedado, nos dirigimos al Hotel Habana Libre, antiguo Hotel Hilton, que fue tomado por las armas y expropiado por los “barbudos” revolucionarios  al principio del nuevo gobierno. De hecho, en la planta 23 estableció Fidel su despacho general durante largo tiempo. En mi segunda visita a la ciudad me alojé en la suite 2328, a solo dos habitaciones de la 2324, donde vivió Fidel varios años. Tomamos el ascensor y tranquilamente ascendimos hasta el piso 25 donde un elegante salón de desayunos, a esas horas vacío, también ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad. El desayuno que disfruté en esta segunda estancia no era nada del otro mundo, pero las vistas seguían siendo maravillosas, con la magia que le dan los halcones sobrevolando el hotel. Tras tanta vista, nos dirigimos caminando hacia las elegantes escalinatas de la famosa Universidad de La Habana, desde las que Fidel ha ofrecido innumerables mítines.

 Tanto andar nos entró el hambre y el cansancio, y tras las hamburguesas y pizzas de Los Pepe nos fuimos a ver una genial peli francesa en los Cines Chaplin, enfrente del Fresa y Chocolate, local en el que estuvimos la primera noche. La película fue "Le nom des gens" y fue muy buena. Estábamos inmersos en el Festival de Cine Francés por lo que aprovechamos esa noche y la siguiente para ver buenas películas por menos de 5 céntimos de dólar.
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Al día siguiente volvimos a la Habana Vieja para ver su modesta catedral de San Cristóbal, así como la colonial plaza de la misma. En mi segunda visita decidimos descifrar nuestro destino y pagar a las santeras que se sientan en los arcos de la plaza. Allí una de ellas me leyó las cartas, me bendijo y me dio consejos para protegerme del mal, aunque me pareció una charla bastante generalista y no me impresionó en absoluto. Desayunamos en el Museo del Chocolate, como ya os conté. Deambulamos un poco más por la concurrida calle Obispo, auténtica vía central del casco antiguo de la ciudad, y allí nos colamos en varias librerías para dar un vistazo y comprar alguna novela curiosa, y que la mayoría no superaban de precio un dólar. También entramos en un mercadillo de recuerdos así como en tiendas de música. Además de la gente, los maravillosos edificios de esta calle hacen que dar una vuelta por aquí nunca sea aburrido. Volvimos a comer en la Asociación Canaria de Cuba, porque los platos estaban buenos y eran baratos. Aproveché para dar un último vistazo al modernista rascacielos que construyó la empresa Bacardí para albergar sus sedes centrales. Curioso el murciélago que corona el edificio. Luego dimos una última vuelta por el Malecón, para admirar algunas estatuas así como la elegante embajada de España, antiguo palacio de los Velasco. En el Malecón habían numerosos cuadrados excavados en la roca que hacían las veces de improvisada piscina donde niños y pescadores se refrescaban del abrasador sol tropical. Por cierto, fue muy entrañable también ver pasar un autobús rojo de la EMT valenciana, haciendo una de las rutas de los buses públicos de la ciudad.
Remontamos luego el paseo del Prado, perdón, de Martí, sorprediendonos que uno de los teatros estaba cubierto de estatuas de hormigas gigantes, y cogimos un almendrón rumbo a Vedado de nuevo. Allí, cenamos en el restaurante Carmelo y vimos una nueva película francesa en el cine Riviera: “Ma part du gateau”. Al día siguiente marchamos a Trinidad y Cienfuegos y cuando volvimos nos tomamos los últimos días con calma, disfrutando de paseos por el Vedado, tanto de día como de noche, por cierto sorprendidos por el ambientazo en el Malecón a altas horas de la madrugada alrededor del Hotel Nacional, que en mi segunda visita había decaído un poco. En un momento dado nos acercamos a ver la curiosa Tribuna Antiimperialista, construida enfrente de la Sección de Intereses de los EE.UU., en respuesta a los mensajes en pantallas que la Sección lanzaba a los cubanos. Unos cuantos arcos metálicos culminaban en una tribuna en cuya parte de atrás cientos de palos de bandera tapan la visión del edificio estadounidense. No pude imaginarme una bandera ondeando en cada palo. Debe ser mareante. Actualmente el edificio ya es oficialmente la Embajada de los Estados Unidos.
Al día siguiente nos pasamos por el mercado agropecuario más famoso de la ciudad, en Vedado entre A y B donde se encuentran las mejores verduras y frutas frescas. En Miramar visitamos la enorme maqueta de la ciudad, donde están representadas todas las calles y casas de La Habana a escala 1:1000, siendo una de las más grandes del mundo. Hay incluso binoculares para poder apreciar los diferentes detalles. Aunque sinceramente, está dirigida más hacia público experto, como arquitectos o urbanistas, que para turistas. En mi segunda vez pude ir un poco más al norte de Miramar, hacia el barrio de Playa, y visitar el estudio, taller y vivienda del artista cubano José Fuster, (muy influenciado por Gaudí y por Picasso), un complejo llamado Fusterlandia, con trencadís de colores y una estética abstracta. Aquí todo su universo creativo sale a la luz, con fuentes, piscinas, arcos, puentes y cubiertas de cientos de colores así como estatuas y murales. Galerías muestran sus cuadros y bocetos e incluso hay varias de sus obras a la venta, de la que pude comprar una pequeña. El artista representa decenas de símbolos cubanos, como la palmera o el gallo, así como la bandera cubana o diferentes paisajes. Fuster también ha ido decorando las vallas y balcones de decenas de casas vecinas en un proyecto que él llama "La Alegría de Vivir". Tanto para ir como para volver de Fusterlandia tomamos sendos descapotables de los años 50: uno rojo para ir, más pequeño, y un gran Chevrolet rosa para volver. Recorrer el Malecón con ellos es una delicia y una experiencia que recomiendo encarecidamente, así como la agradable Quinta Avenida de Miramar, con sus mansiones, embajadas e iglesias. Destaca la gran torre de la antigua embajada soviética, coronada por varias antenas, que es la actual embajada rusa, y que muestra de las estrechas relaciones que tuvo la antigua gran potencia con la isla caribeña. 
Coincidió que durante los días de mi primera visita estaba amarrado el famoso buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, por lo que fuimos a visitarlo mientras un amable candidato a Oficial de la Marina nos explicaba algunos detalles. Eso sí, sólo pudimos ver la borda, porque a los interiores no nos dejaron pasar. Mi última mañana de la segunda visita fuimos a una de las buenas playas cerca de la Habana, en dirección a Varadero: El Cayito, bastante tranquila y de aguas turquesa.

Eso sí, nuestras últimas comidas fueron grandiosas: almorzamos en la Cocina de Lilliam, en Miramar, como ya conté en el anterior post, y cenamos en Le Chansonnier, en Vedado. Luego fuimos a tomar una copa a Riomar, un nuevo local de Miramar y acabamos bailando en el animado Don Cangrejo, un local al aire libre y con acceso al mar donde se mezcla la música cubana, el reaggeton, el house y la música del momento. La segunda vez también fui a lugares más que recomendables: La Cocina de Esteban, el Guajirito y el mítico paladar La Guarida. De fiesta salimos al Cabaret Las Vegas y también al mítico Café Cantante, ambas fiestas LGTB friendly donde disfrutar de un mítico espectáculo de cabaret cubano, con parejas bailando salsa, un presentador haciendo chistes e ingeniosas drag-queens.

Finalmente, y como está al lado del hotel, visitamos el Espacio Artístico del Pabellón Cuba, en plena rampa, donde se concentran un gran número de puestos con artesanía y productos hechos en Cuba, incluida ropa, calzado, libros o objetos de decoración. También hay puestos de comida barata así como escenarios donde se canta salsa o son cubano en directo y la gente baila.
Como cierre, animo a todos los que podáis a visitar la capital cubana lo antes posible. Estoy seguro que cuando caiga el comunismo cambiará muchísimo. Ya lo está haciendo con la apertura de decenas de locales de cuentapropistas así como de elegantes paladares. Ver una ciudad de más de dos millones de personas con un tráfico excelente (por los pocos coches que circulan por sus calles), con edificios en franca decadencia y tiendas con poca y cara variedad es curioso cuanto menos. La falta de publicidad hace que estéticamente todo sea más bonito, aunque el mal estado de muchas construcciones nos dará la impresión de estar en una ciudad recién bombardeada. Aunque lo mejor es la amabilidad de sus gentes, la maravilla de sus edificios y la sensación constante de haber retrocedido en el tiempo. A mi me queda mucho aún por ver, como la Fábrica de Arte Cubano, el Ballet Nacional, el cabaret Tropicana o el Museo de Bellas Artes. Así que volveré. Lo dicho, visitad la capital cubana lo antes posible. No os defraudará.

dimecres, 16 de maig del 2012

Una semana en La Habana

Hablando con amigos y familia tras mis dos viajes a Cuba, algo que no puedo dejar de resaltar es que por primera vez en mi vida tuve la sensación de volver de una experiencia diferente. Más que algo geográfico, viajar a Cuba supone un auténtico salto en el tiempo, hacia finales de los años cincuenta del siglo pasado.

La entrada a la república caribeña más controvertida la hice ambas veces por su gran capital: La Habana. La primera vez, y desafiando a muchos cubanos residentes en Miami, tomamos un vuelo directo de algo menos de 45 minutos. La mayoría se empeñaban en que sólo los cubanoamericanos tienen derecho a montarse en esos vuelos. Según ellos, el resto no podíamos hacerlo debido al famoso embargo. Sin embargo, fuimos y volvimos. La flexibilidad de la administración Obama ayudó. La segunda vez, con Trump en la Casa Blanca, no quise arriesgarme: fui desde Ciudad de México y volví a Barcelona. Y la verdad es que ambas veces vuelvo con una visión mucho más clara de todo lo que envuelve al pueblo cubano en la actualidad. Como bien dicen muchos entendidos, no puede comprenderse Miami sin viajar a Cuba.

Nada más aterrizar en el aeropuerto internacional José Martí y tomar el taxi rumbo al centro, lo primero que se percibe es la ausencia de publicidad. Las vallas que normalmente jalonan las autopistas del mundo anunciando cientos de productos, en Cuba directamente no existen. De vez en cuando alguna de estas estructuras nos muestra eslóganes revolucionarios o frases pronunciadas por los líderes  de la Revolución como Fidel y Raúl, el “Che” o Camilo Cienfuegos. También abundan los bustos del héroe nacional, José Martí, en las entradas de los diversos edificios y factorías, acompañado de la omnipresente bandera cubana. Esta segunda vez me sorprendió la presencia de publicidad de marcas de lujo internacionales en el interior del aeropuerto: todo un signo de que las cosas están cambiando.

Lo primero que hay que entender en Cuba es el sistema monetario que actualmente rige en el país. La moneda en vigor es el peso cubano, existiendo los pesos convertibles  (más o menos nos darán 0,88 pesos por cada dólar), y los pesos nacionales, que equivalen a 23 por cada peso convertible. A pesar de que para los turistas la mayoría de transacciones se hagan en convertibles, es muy recomendable cambiar también algo en moneda nacional. Con estos billetes podremos utilizar transportes más populares o comprar comidas baratas en determinados locales que más adelante citaré.

Recomendados por una amiga, el grupo que visitábamos Cuba nos establecimos en una casa particular: la Casona de la Calzada, sita precisamente en la calle Calzada, al lado de la mismísima escuela del Ballet Nacional de Cuba , en pleno Vedado, uno de los barrios más elegantes de la capital. Margarita, responsable de la casa, junto con su tía Juanita, nos atendió de maravilla por 35 CUC por habitación y noche. Y por las mañanas, nos despertará el rumor de los ensayos de uno de los mejores ballets del  mundo. La casa colonial se estructura alrededor de un bonito patio, donde las cuatro grandes habitaciones de techos altísimos albergan muebles de otras décadas.

El desayuno es opcional y hay que avisar el día anterior o dejar apuntada a qué hora se desea que se nos sirva. Cada mañana encontraremos la gran mesa del salón servida con café y leche, un bol de trozos de frutas variadas por persona, pan con mantequilla y una tortilla francesa acompañada de rodajas de tomate natural. Si tenéis algo de prisa o preferís levantaros más tarde, cabe la opción de desayunar fuera por algo menos, ya sea en pastelerías o cafeterías, ya sea en el delicioso Museo del Chocolate, donde por un par de pesos convertibles tendremos un vaso de chocolate fresquito o una taza de chocolate caliente, además de tostadas o panqueques. El chocolate es casero y preparado al estilo tradicional in situ, por lo que está delicioso. Situado irónicamente en la céntrica calle de la Amargura, este agradable local también cuenta con una tienda anexa de bombones frescos, de varios tipos, elaborados del día. Uno de los mejores son los hechos a partir de chocolate con leche, miel y ron añejo.

También se puede desayunar en la decadente Pastelería Francesa, en pleno Parque Central, donde los dulces son de lo mejor de la ciudad, con pastelitos de guayaba y coco dignos, milhojas buenas (aquí llamadas “señoritas”) o pain au chocolat decente. Las trenzas de queso fresco son también una buena elección. Últimamente ha abierto una nueva pastelería muy popular en el Vedado: el Biky, en la calle Infanta, que también cuenta con restaurante y bar. Su pastel Tres Leches (entre muchos otros) así como su estupenda bollería lo hace perfecto para desayunar o merendar.

Esta segunda vez tuvimos la suerte de alojarnos en el icónico hotel Habana Libre, antiguo Habana Hilton, que fue inaugurado en 1958 por el mismísimo Conrad Hilton como el hotel más alto de América Latina. Un año después, Fidel Castro entraba en La Habana estableciendo aquí su cuartel general. El comandante ocupó personalmente la suite 2324, a dos habitaciones de la suite donde yo me quedé, la 2328. En 1960, Fidel empezó su campaña de nacionalizaciones y expropió este hotel, que empezó a ser parcialmente operado por la agencia estatal Cubatur. Parte de las habitaciones se cedieron a la Unión Soviética para instalar su embajada provisional. En 1996 pasó a ser operado por el grupo balear Meliá hasta el día de hoy. La verdad es que la habitación estaba de categoria, era la única planta con WiFi en las habitaciones y las vistas de la ciudad son espectaculares. Eso sí, el buffet de desayuno bastante mediocre, poca variedad y regular calidad, para nada propio de un hotel de esta categoría.

Y hablando de comida, uno de los chistes que siempre han corrido por la isla es el que señala que si bien los tres éxitos de la revolución han sido la educación, la salud y el deporte, los tres fracasos están también claros: el desayuno, el almuerzo y la cena. En efecto, el panorama gastronómico nacional es bastante mediocre. El comunismo nacionalizó restaurantes y cafeterías, a excepción de algunos paladares que se autorizaron en periodos posteriores. Los locales nacionales pueden ser muy bonitos o muy feos, pero por lo general sus largas y bien escritas cartas ocultan la realidad: casi siempre hay muchos platos no disponibles y los que lo están suelen traer cantidades pequeñas, cocinadas de forma discutible y con sabores sosos. Arroz, frijoles, pollo y cerdo abundan. Y las ensaladas, por muy sofisticadas que se presenten, consistirán en un plato con rodajas de la hortaliza que esté disponible en ese momento, sea pepino, tomate o judías verdes enlatadas.

Hay excepciones, por supuesto, como El Carmelo, restaurante estatal sito anexo al cine Riviera. Su interior en blanco y negro, con cuadros de estrellas del cine y botellas con velas en las mesas, ofrece una carta decente y a buenos precios. Su crema Aurora a base de tomate y queso está bastante buena y su sandwich cubano, a pesar de no igualar a los preparados en Miami, también es aceptable. Y para beber, el Daiquiri a sólo un CUC está más que bueno. Nada mejor que disfrutarlo en la terraza del restaurante, frecuentada por cineastas y críticos nacionales.

Otro restaurante decente aunque de cantidades minúsculas es La Mina, en la Plaza de Armas. Después de dar una ojeada a los libros usados, entre el ajetreo de turistas y locales que pasean por la histórica plaza, nada mejor que internarse en el oasis que es el patio de este restaurante estatal, con ventiladores, manteles, plantas y hasta pavos reales. Sus platos tradicionales cubanos están bastante sabrosos, como la yuca al mojo o la malanga frita (un tubérculo muy popular aquí).

En el barrio chino, uno de los pocos Chinatown del mundo sin chinos, cenamos en el restaurante Lung Kong, donde la comida sinocubana resultó ser algo fiasco, con chop suey a base de verduras sosas chorreando salsa de soja o pollos y pulpos mal cocinados. Sin embargo, el barrio es curioso, con su arco en la entrada y sus farolillos rojos por las calles. Tal vez fue que hicimos una mala elección de local.

En cambio, son famosos por su buena calidad los restaurantes de clubes españoles, como la Asociación Canaria de Cuba, donde la ropa vieja está barata y buena o el canciller de pescado (filete empanado con jamón y queso derretido) no está tampoco nada mal. También hay restaurante asturiano, andaluz, vasco y valenciano, donde por cierto dicen que la paella la hacen bastante bien.

No obstante, este panorama mediocre está cambiando debido al crecimiento de los paladares, o en otras palabras, restaurantes privados autorizados por el gobierno a servir comida. Algunas de las noches optamos por estos locales en Vedado, como por ejemplo el  Café Bar Madrigal, una elegante casona colonial cuyos dueños la han abierto al público en la calle 17. Las dependencias de la casa se confunden con los salones para el público en este lugar donde suena buena música y está decorado a la última, con esculturas metálicas o cuadros de tela de grandes billetes de un dólar donde la cara de Washington se substituye por la de Marilyn Monroe o Salvador Dalí. Su escueta carta se basa en el tapeo e incluye una variedad de tortillas donde destaca la española, toda una rareza en un país donde no hay patatas. Los tostones (plátano frito) rellenos de queso, atún o camarones son también muy recomendables. No dejéis de lado las sabrosas empanadillas de la casa. Por supuesto, poned las tapas en medio para compartir y acompañadlas de algún buen cóctel. 

Otro paladar muy chic es Le Chansonnier, sito en una elegante mansión de estilo francés, con balaustradas blancas y paredes azules. Sin ningún cartel que lo indique, este paladar se encuentra en la calle J, entre 13 y 15. Nada más llegar, lo mejor es acudir a la sala de bar, con sus mesas altas, taburetes y pequeñas lamparitas que lanzan una oscura luz azul marino que invita a la charla íntima y sosegada. Luego pasaremos a las diferentes salas de comedor. Sus entrantes y platos principales harán la boca agua a más de uno: ravioles de espinaca, lentejas frías con camarones o enormes ensaladas servirán de buen aperitivo. Y como plato principal sin duda alguna pedid pollo a la salsa de tamarindo. Está jugoso, bien preparado y sabe a gloria. Viene acompañado de puré de malanga y arroz.

Esta segunda visita pude comer en La Cocina de Esteban, un paladar muy bueno al lado del Habana Libre, pasando los cines Yara, donde sirven comida cubana y española bastante rica. Pero sin duda el que más nos gustó del Vedado esta segunda vez fue EFE, en la avenida 23. Con un DJ y una decoración a la última, el lugar es perfecto para tomar copas y picar algo. Sus platos de pollo, sandwiches y entrantes están bastante bien, aunque la variedad es muy limitada.

Por último, un local que ni es paladar ni es restaurante estatal, también es muy recomendable. Se trata de la cafetería de la Alianza Francesa, el Pequeño Café Flore, en el patio trasero de la mansión que alberga la institución cultural. Tras acomodarnos en alguna de sus mesitas y sillas de hierro forjado pintado de blanco podremos tomarnos crêpes dulces o salados, una baguette de rillete de cerdo o de jamón y queso, y alguna que otra bebida. Y todo a precios más que bajos.

Y si en Vedado los paladares son buenos, en Miramar son realmente excelentes. Uno de los que más suena, sobretodo entre los turistas, es La Cocina de Lilliam. Especializado en comida tradicional cubana y algo de fusión, esta elegante casa decorada con gusto de la Provenza francesa  sirve platos elaborados con gran cuidado y esmero. Imprescindible como entrante es pedir la fritura de malanga, crujiente y muy sabrosa, con pedazos de cebollino incrustados. Como plato principal, personalmente me decanté por la ropa vieja de cordero, acompañada de una cazuelita de puré de calabaza aderezado con aceite de oliva virgen y pedacitos de bacon frito. Justo lo que pidió Jimmy Carter cuando visitó la Habana y recaló en este alegre paladar. Un guitarrista ameniza el almuerzo con sonidos cubanos. 

Otro paladar imprescindible es el mítico La Guarida. Cuenta con el mejor servicio de la ciudad: rápido, eficiente y muy amable. Su entrada es única: situado en una antigua mansión donde ahora vive gente trabajadora, los espacios comunes se usan para dialogar y tender la ropa. El lugar saltó a la fama por usarse como localización principal de la premiada película cubana Fresa y Chocolate.  Hay que reservar con antelación porque siempre está lleno. Su fama es tal que todo tipo de personalidades y celebrities han pasado por aquí: desde la anterior Reina de España hasta Rihanna. Su carta es un mix de cocina internacional y de platos cubanos. Aunque todo está muy bueno las raciones son pequeñas y no impresionarán a un foodie. Lo único que sobresale son los postres, que son excelentes, especialmente uno con biscuit y leche de coco. Nosotros comimos tacos de pescado, arroz con langosta y raviolis. Pero eso sí, el ambiente es único. Personalmente creo que es una experiencia cubana que vale la pena hacer al menos una vez.

Cabe mencionar en Centro Habana, muy cerca del Capitolio, al restaurante El Guajirito, de gran calidad con sus platos y buenas raciones, pero con postres mediocres, a diferencia de La Guarida. Este enorme local, decorado a la manera rural cubana, sirve raciones sabrosas con gastronomía cubana de todas las regiones. Las camareras son todas atractivas cubanas vestidas de forma sugerente con un sombrero de guajira pero son lentas y algo despistadas al pedir las órdenes.

Finalmente, no me puedo dejar la gran novedad de este 2017: la apertura del Gran Hotel Manzana, primer hotel de la cadena internacional de lujo Kempinski en la isla, situado en el Parque Central. Pudimos probar su cafetería El Arsenal por pura casualidad, ya que una noche se nos hizo tarde y era el único sitio abierto para comer a las 23h. Y fue una suerte porque su servicio, además de rápido, es delicioso. Sus cócteles son una pasada, con muchos originales que no se ven en otros lugares de la ciudad, como uno hecho con ron Habana Club de 12 años, zumo de piña y otros ingredientes que estaba sublime. El sandwich cubano que se sirve aquí sigue sin alcanzar la perfección de los que me comí en el Versailles de Miami, pero está mucho mejor que los del resto de La Habana. Pero sin duda, las brochetas de pollo con guacamole son de una calidad nunca vista en la capital cubana. Excelente.

Además de estos deliciosos paladares y restaurantes, otro de los negocios privados autorizados por las nuevas leyes de apertura parcial son los que montan los conocidos como cuentapropistas, es decir, personas que solicitan permiso al Estado para abrir las terrazas o ventanas de sus casas y vender determinados productos de comer, siendo los más populares las pesopizza. Todo se vende en moneda nacional, por lo que resulta más asequible. Hay que saber bien donde comerlas, porque igual que podemos encontrarnos con algunas crujientes y sabrosas, también nos podrán colocar otras pasadas y con una mini gota de tomate. Uno de los mejores locales es el que se encuentra en Línea, frente al Teatro Mella, donde por una pizza de cebolla recién hecha, un refresco de piña (hecho con polvos) y un cono de delicioso helado de chocolate, nos saldrá por 20 pesos nacionales, es decir, menos de un dólar.

Otro de los cuentapropistas más deliciosos es el Los Pepe, en Paseo con 13, en Vedado. Con un logo que recuerda vagamente al Mc Donald’s, esta terraza de una casa sirve por su ventanita unas de las mejores hamburguesas de la ciudad, además de pizzas enormes de gran calidad. Algo que seria poco destacable en cualquier otra ciudad del mundo, aquí se convierte en todo un descubrimiento, puesto que la hamburguesa buena no es algo que abunde. De hecho, cuando yo fui no les quedaba de res, así que me pedí una de cerdo, que aún así estaba deliciosa.

Dicho todo esto, lo que está claro es que aún hoy en día, los mejores platos cubanos siguen sirviéndose en los restaurantes de Miami. La Habana tiene aún un largo camino que recorrer para llegar a convertirse en un digno destino gastronómico.

Y sin en comidas Cuba no es el paraíso, tal vez si lo sea en cuanto a bebidas. El sofocante calor que normalmente hace por estas tierras anima siempre a sentarse a disfrutar de algún cóctel, zumo o refresco. La Habana ofrece muchos lugares a buen precio. Recomiendo empezar por El Floridita, elegante local donde nació uno de los cócteles más famosos del país: el Daiquiri.  Seguramente sirva uno de los mejores del mundo. Se dice que aquí inventó esta mezcla un tal Constante Ribalaigua. En realidad, este camarero lo que hizo fue usar hielo picado, junto con la mezcla ya conocida de ron blanco, lima y azúcar. Además, le echó cinco gotas de Marrasquino. Una mezcla deliciosa y refrescante a la que se rindió, entre otros, Ernest Hemingway.  

Además del daiquiri, omnipresente en la ciudad, podemos disfrutar de mojitos, cubalibres o zumos naturales de piña, papaya, mango o guayaba en agradables terrazas llenas de plantas tropicales como el Jardín del Oriente, al lado de la plaza de San Francisco de Asís. Y normalmente por 1 CUC. Otro maravilloso local con música en directo y cerveza de calidad allí producida es la Factoría Plaza Vieja, en la plaza homónima. Sentaos a disfrutar del grupo que toca música cubana y pedid un “matrimonio cervecero”: una jugosa hamburguesa acompañada de una jarra de cerveza que hacen allí mismo.

Si buscamos piña colada, una de las mejores es la que se sirve en el majestuoso Hotel Nacional, copia del mítico Breakers en Palm Beach. Nada mejor que tomarla en su jardín, mientras se disfruta de uno de los mejores atardeceres de la ciudad, frente al Malecón. En estas mesas de forja se han sentado visitantes ilustres que acudieron a Cuba de todas las épocas, además de prominentes mafiosos empezando por Al Capone.

Otro lugar donde tomar algo es la terraza del Hotel Parque Central, en el último piso, donde disfrutaremos de la piscina así como de espectaculares vistas al paseo del Prado y del Capitolio. 

Además de las bebidas de todo tipo, los helados son otra de las grandes soluciones nacionales para combatir el calor. De hecho, las cadenas públicas de heladerías ofrecen este dulce producto. La heladería más famosa del país es la sucursal en el Vedado de la cadena estatal Coppelia. Una tradicional cita para muchos habaneros consiste en hacer una eterna cola para tomarse un helado aquí y luego ver una película en los cines Yara, enfrente. La variedad de helados varía según el día, pero están muy buenos el helado de almendra o el de chocolate y nata. Personalmente no pude resistirme y pedí la jimagua (es decir, dos bolas de helado) de fresa y chocolate, emulando a los personajes de la primera película cubana nominada a los Oscar. La segunda vez que estuve solo estaban disponibles los helados de vainilla, caramelo y chocolate, siendo este último mi favorito.

Comiendo y bebiendo creo que esta entrada ya se ha hecho demasiado larga. En la siguiente os cuento en qué lugares me sumergí durante mi dos semanas habaneras.