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dimecres, 29 de desembre del 2021

Zanzíbar

La isla de las especias

Zanzíbar es un destino que ha ido creciendo en popularidad entre europeos y árabes, especialmente para parejas en luna de miel que acaban allí su periplo de safaris por Tanzania. La isla ofrece todo lo que un viajero poco aventurero puede pedir: playas paradisíacas, temperaturas agradables todo el año, excursiones curiosas, una fauna submarina espectacular, gente maravillosa, un alto grado de seguridad y una ciudad patrimonio de la humanidad.

Personalmente, y desde hace años, me había fascinado esta isla del océano Índico. Concretamente desde que leí el capítulo que Kapuscinski dedica a la misma en su maravilloso libro "Ébano". Y es que la historia de la isla es fascinante: ocupada por portugueses, indios e ingleses, finalmente fue tomada por los omaníes. Estos, protegidos por la Marina británica, trasladaron la capital del Sultanato de Omán desde Muscat a la propia Zanzíbar, creando la curiosa capital, Stone Town. Finalmente, en los años sesenta del siglo XX, una revolución expulsaba a los omaníes de Zanzíbar y la isla se unía a Tanganyika, creando la República Unida de Tanzania, que existe hasta el día de hoy. 

Nosotros llegamos con Qatar Airways, la opción más económica y cómoda desde Madrid. Primera cosa que nos llamó la atención: antes de aterrizar las azafatas nos informaron que debíamos dejar cualquier bolsa de plástico de un solo uso en el avión puesto que en Tanzania están prohibidas y se multa a quien las tenga. La peste del plástico ha azotado especialmente a África y muchos de sus países se están poniendo las pilas para erradicarla.

La costa noreste

Para poder disfrutar al máximo de la isla, optamos por dividir nuestra estancia en dos lugares. Los primeros días los pasamos en Matemwe, una de las zonas menos desarrolladas de la isla. Esto se debe a que tiene pocas playas y estas desaparecen con la marea del Índico durante muchas horas del día. 

Específicamente nos quedamos en el hotel Sunshine Marine Lodge, un precioso complejo de cabañas de madera diseñado para crear el mínimo impacto sobre la isla. Sus habitaciones están todas orientadas al océano, por lo que no cuentan con aire acondicionado (ni falta que hace) ya que la agradable brisa refresca el ambiente constantemente. Por otro lado, no usan botellas de plástico de un solo uso: en la habitación rellenan las botellas de cristal de agua que viene de grandes bidones de agua mineral rellenables, Y en el restaurante solo usan botellas de cristal que luego devuelven a las embotelladoras. También minimiza el uso de plásticos en el baño proponiendo pastillas de jabón orgánico hechas allí.

Más allá de su apuesta por la sostenibilidad, el Sunshine Marine Lodge cuenta con otras grandes ventajas: en primer lugar, tiene una piscina infinita maravillosa desde la que disfrutar de las vistas de la isla de Mnemba. Además, cuenta con un club de submarinismo con todos los equipamientos necesarios, incluida una profunda piscina de ensayo. Y para los que no buceamos, ofrece excursiones de snorkel al arrecife de enfrente, desde el que ver fauna y flora marina tropical del Índico, una gozada. Finalmente, tiene un restaurante maravilloso, con platos internacionales y swahilis, que cambian cada día, y ofrecen pescado y marisco fresquísimos, así como uso abundante de verduras tanto hervidas, como a la parrilla o preparadas en deliciosas sopas caseras.

También cuenta con bicicletas que se pueden tomar prestadas de forma gratuita para ir al hotel hermano, que cuenta con una bellísima playa privada donde bañarse y broncearse. En el camino nos encontramos con rebaños de cabras y vacas locales (con una joroba) muy curiosas.

La isla y arrecife de Mnemba

Desde el Sunshine Marine Lodge ofrecen excursiones de mañana para disfrutar del arrecife. Saldréis temprano en una furgoneta hacia una playa cercana para embarcar en una lancha que os llevará hasta un bote más grande con el que daréis vueltas a la isla. En ese periplo, iréis parando en algunos puntos destacados donde el snorkel es maravilloso: veréis peces de miles de colores, corales preciosos, anémonas, estrellas y erizos de mar y cor suerte, hasta caballitos de mar, así como alguna morena.

La isla de Mnemba es un complejo hotelero privado por lo que está estrictamente prohibido pisar su playa. Por cierto, recordad NO pisar ni tocar los corales (son muy sensibles). Si queréis descansar durante el snorkel, podéis poneros de pie en las decenas de zonas con fondo de arena. Tampoco se puede tocar ningún animal (siempre hay graciosos sacando estrellas de mar del agua para hacerse una foto). Se trata de disfrutar de la naturaleza sin cargársela, y los corales están retrocediendo a gran velocidad en todo el mundo debido a la acidificación de mares y océanos por los elevados niveles de CO2 a los que estamos sometiendo a nuestro planeta. 

Nosotros tuvimos la gran suerte de ver delfines de muy de cerca. Nuestro guía los vio, nos acercó, paró el motor, nos lanzamos al agua y vinieron a saludarnos acercándose muchísimo. Sin embargo, otro barco vino con su motor y los asustó a los pocos minutos, haciendo que se marcharan rápidamente. Fue una experiencia muy potente, me recordó mucho al encuentro con los manatís que disfruté en Crystal River cuando vivía en Florida.

Especias y su cocina

Zanzíbar se conoce como la isla de las especias y no por casualidad. Los primeros que trajeron especias allí fueron los comerciantes del subcontinente indio, pero fueron los omaníes los que convirtieron a la isla en uno de los grandes centros productores de especias del mundo, con enormes cultivos en los que usaban esclavos de todo el este de África. Actualmente, la herencia de las especias se puede ver no solo en la sabrosa cocina local, sino también en las granjas que fueron expropiadas a sus dueños árabes tras la independencia y que gestiona el gobierno en su mayoría, aunque cedió otras al cultivo por cooperativas de comunidades locales.

Contratamos un tour por una de ellas a través del hotel, una actividad que os recomiendo mucho. En la granja vimos un montón de plantas, empezando por los impresionantes arboles de ceiba y su kapok, una fibra algodonosa, abundante y sedosa que aparece alrededor de sus semillas en las altas ramas. Por supuesto vimos las plantas de donde salen especias como el cardamomo, la canela, el jengibre, el clavo o una curiosa planta cuyos frutos se abren y sus semillas se chafan para lograr pintalabios, y por supuesto, vainas de vainilla.

La mayoría de estas granjas están fuertemente orientadas al turismo por lo que es difícil evitar cosas como que alguien te hilvane coronas o collares con la fibra de las palmeras, o que se suban a estas (de forma muy hábil por cierto) para bajarte un coco. Dadles pequeñas propinas porque tampoco son pesados ni groseros. Al final de los tours también os llevarán a puestos donde poder comprar paquetitos de las especias que producen en dicha granja, y que son los mismos que se encuentran en cualquier tienda del país, empezando por las del zoco de Stone Town. Hay que regatear porque los precios iniciales son bastante elevados. Pero encontrareis cosas curiosas como café de banano o el de cardamomo.

Optamos por acabar el día en la granja cocinando con una familia (solo mujeres cocinan, los hombres de la casa solo miraban), donde podréis degustar platos típicos de la isla, que en realidad son una mezcla de cocinas africanas, árabes e indias. A nosotros se nos alargó más de cuatro horas la experiencia de cocina y comida, por lo que os recomiendo que expliquéis al guía que determinados pasos, como pelar ajos, cebollas y patatas, no hace falta hacerlos ya que son cosas que también sabemos hacer en Europa y que alargan demasiado la experiencia. Aún así, fue curioso preparar un festín desde cero con ellas, utilizando rudimentarias cocinas portátiles de carbón, y preparándolo todo en el suelo. Lo que más me llamó la atención son los bancos de madera con una pieza metálica incorporada que permite rallar el interior coco para obtener su "carne" y luego estrujarla con las manos para sacarle la leche que se utiliza en varios platos.

El resultado fue un pilau como plato principal (un arroz especiado delicioso que tiene sus orígenes en la antigua Persia), un delicioso atún a la brasa, un guiso de espinacas al coco, chapati (un pan plano originario de la India) y de postre plátanos macho hervidos en una salsa de leche de coco y canela. Todo regado con Stoney Tangawizi, un potente refresco burbujeante a base de jengibre que nos encantó.

La costa noroeste

Tras disfrutar del noreste, nos fuimos a ver las grandes playas del noroeste. Personalmente, esta parte de Zanzíbar me gustó algo menos: primero porque está mucho más poblada, y las playas están a reventar de gente, tanto locales como turistas. Aquí abundan las grupos de amigos rusos o italianos, las parejitas de luna de miel europeas y árabes, así como familias o grupos de amigos de residentes en la isla, por lo que es muy difícil relajarse. Os atosigaran vendedores con frecuencia turnándose con niños corriendo de acá para allá o algunos grupos de turistas borrachos. Además, la mayoría de hoteles son enormes resorts de dudoso gusto y son pocas las piscinas realmente bonitas. 

Nosotros nos alojamos en el Kendwa Beach Resort y nos gustó bastante menos que el primer hotel, por varias razones: primero, porque las habitaciones eran construcciones de cemento no adaptadas al clima de la isla que requerían tener el aire acondicionado enchufado (si lo apagabas te morías de calor). Además, la comida es peor en general, nada especial, muy internacional (aunque siempre incluían alguna especialidad swahili cada día). La piscina, sin ninguna vista, era bastante fea, rodeada de césped artificial.

Lo único más o menos interesante de esta parte es que andando se llega rápido a Nungwi, un curioso pueblo costero local donde poder ver el día a día de los habitantes de la isla, incluyendo a los constructores de dhows (los barcos locales) en plena faena en la playa; así como a los pescadores a su llegada a los pequeños mercados de pescado y marisco. Además, las puestas de sol en la playa son inolvidables.

La ciudad de piedra

Finalmente, el último día lo dedicados a descubrir la capital de la isla: Stone Town. La ciudad de piedra de Zanzíbar es un magnífico ejemplo de las ciudades comerciales swahilis del litoral del África Oriental. Stone Town ha conservado su tejido y paisaje urbanos prácticamente intactos, así como muchos edificios soberbios que ponen de manifiesto la peculiar cultura de la región, en la que se han fundido y homogeneizado a lo largo de más de un milenio elementos muy diversos de las civilizaciones de África, Arabia, la India y Europa. Antigua capital de Omán, ahora son muy pocos los residentes de origen árabe que quedan en la ciudad, pero aún se puede ver en algunas de sus calles, sobre todo las que mantienen comercios especializados, como sastres, joyeros o fotocopistas.  

Stone Town permite un recorrido arquitectónico de la historia de la isla, empezando por el fuerte portugués del centro, construido para proteger sus rutas hacia la India. Paseando por las callejuelas os encontraréis con elegantes mansiones (ahora muchas en decadencia, puesto que fueron ocupadas tras la revolución de los años 60) pero que aún conservan las magníficas y elegantes puertas importadas de la India, de madera tallada y con pinchos metálicos usados en su país de origen para alejar a potenciales elefantes curiosos. Estas puertas las trajeron en su mayoría comerciantes indios que acabaron instalándose en la ciudad. En pequeño templo hinduista que permanece atestigua la presencia de esta minoría. Precisamente, de una familia de una minoría de esta minoría india nació Freddie Mercury, en una de estas casas de Stone Town (ahora muy visitada), con el nombre de Farrokh Bulsara, de una familia Parsi (una minoría india que practica la religión zoroástrica).  

Finalmente, admirad las antiguas mansiones del Sultán omaní, su corte y los comerciantes que se instalaron en los alrededores. Sus preciosos balcones de madera y sus ornamentadas ventanas os trasladarán a cualquier ciudad del mundo árabe. Aún se mantienen restos de antiguos hammams, animados bazares y mezquitas operativas. El gran bazar es curioso por sus secciones: en la de pescado veréis cualquier animal que se pueda pescar en el océano índico, incluyendo pequeños tiburones. La de carne es un poco más desagradable, sobre todo las habitaciones llenas de gallinas enjauladas y hacinadas. La zona de las especias es más agradable, así como las coloridas fruterías. Allí mujeres atareadas hacen la compra de comida mientras corretean niños que se mezclan con los repartidores a la vez que señores mayores juegan al bao, un juego tradicional del pueblo swahili, jugado en tableros de madera tallada con agujeros y bolitas.

Si podéis quedaros al atardecer, me cuentan que en el parque Forodhani se instalan puestos de comida durante las horas nocturnas donde probar alguna de las mejores especialidades de comida callejera del mundo. Nosotros teníamos un vuelo que tomar así que, siguiendo el consejo de locales, fuimos a un sencillo restaurante frente a una de las mezquitas, en un recogido callejón, donde probamos especialidades locales como curris vegetales, guisos de carne de cabrito, sopas de alubias o calabaza estofada con cardamomo.

Finalmente, de camino al aeropuerto pudimos ver la nuevas barriadas construidas tras la independencia, donde se refleja el brutalismo arquitectónico de ese socialismo africanista, apoyado por China, con grandes bloques de viviendas de cemento. Ahora, la influencia China sigue siendo potente, y se observa en el sofisticado sistema de cámaras de videovigilancia que controlan cualquier callejón de Stone Town, donación del gobierno chino para atajar la delincuencia. 

Me quedaron muchas cosas por ver: desde las playas del sur, como Page, donde practicar deportes, hasta el restaurante The Rock, en una islita, o la reserva de monos endémicos. Por supuesto, también quiero volver a la parte continental de Tanzania para hacer algún safari y descubrir sus maravillas naturales. 

dilluns, 18 d’octubre del 2021

Mónaco

Un micropaís en plena Costa Azul

Mónaco es el segundo país más pequeño del mundo tras Ciudad del Vaticano. De hecho, tiene menos kilómetros cuadrados que Central Park. Este principado en mitad de la Costa Azul francesa se convirtió en uno de los puntos de atracción de millonarios del mundo. Para mantenerlos seguros, Mónaco cuenta con amplia presencia policial (muchos de paisano) y un sofisticado sistema de cámaras de vigilancia. Debido a este poco espacio y unido a la altísima demanda, se han ido construyendo rascacielos a lo largo de las faldas de las montañas que rodean el país. Y cada vez más altos, porque el metro cuadrado está por las nubes (unos 45,000 euros, por lo que un estudio de 25 m2 cuesta algo más de un millón de euros). Asimismo, las empinadas escaleras para ir de una calle a otra son frecuentes. Eso sí, el gobierno del principado ha construido numerosos ascensores públicos así como escaleras automáticas para ahorrar parte de estas subidas y bajadas, así como corredores excavados y recubiertos de mármol muy agradables frente al calor del mediodía.

Mónaco es tan pequeño que se puede visitar lo más importante en menos de un día. Pero también tiene suficientes atractivos para quedarse unos días más e incluso hacer excursiones desde aquí a las playas cercanas o a pueblecitos con encanto como Èze. 

Las partes más interesantes para visitar desde el punto de vista turístico son el "Rocher", o Monaco Ville, que es el casco antiguo del país, así como la glamurosa ciudad de Monte-Carlo y su anexa zona de la playa de Larvotto.

Los Grimaldi

Desde que un miembro de los Grimaldi se colara en la fortaleza monegasca disfrazado de monje a finales del siglo XIII y la conquistara, esta familia ha gobernado este territorio casi ininterrumpidamente hasta hoy, excepto durante la revolución francesa. Actualmente se encuentra en el trono Alberto II, famoso por sus dos hijos extramatrimoniales reconocidos. Hijo de Rainiero III y Grace Kelly, Alberto, su mujer, sus hijos y sus hermanas son frecuentes en la prensa rosa por unas cosas u otras. En cada tienda y oficina del país podréis ver su retrato o el de la familia real al completo.

Siendo la familia Grimaldi originaria de Génova, aún hoy en el país se mantiene al monegasco (dialecto del ligur), cuyo estudio en las escuelas es obligatorio, además de usarse para rotular. Sin embargo, el idioma oficial del país es el francés.

Empezamos por tanto por Monaco Ville, no muy lejos de la estación del tren de los ferrocarriles franceses por la que llegan la mayoría de turistas al país. Podéis subir andando hasta la plaza del Palacio, tras atravesar algunos restos de las antiguas murallas, y admirar el pequeño Palais du Prince, cuyos aposentos oficiales normalmente se puede visitar. Sin embargo, debido al COVID-19 se encuentran cerrados hasta enero de 2022. Lo que sí que está abierto es la colección de coches del Príncipe Alberto, por si os gusta el mundo del automóvil. También podréis ver el cambio de guardia a las 11.50 de la mañana, aunque tampoco esperéis gran cosa. Como era verano, llevaban su uniforme blanco. Pero vaya, el cambio de guardia de la plaza ateniense de Syntagma le da mil vueltas. 

Unas calles más allá está la catedral neobizantina, con poco interés arquitectónico pero muy visitada por la tumba de Grace Kelly (o como la llaman aquí, Princesa Gracia), siempre llena de ramos de flores y centros. Los domingos, a las diez de la mañana, se celebra la misa mayor con cantos del coro infantil y juvenil. Pero es el Museo Oeanográfico, el edificio más bonito del principado (en mi opinión). Se trata de un espectacular palacio neoclásico de 1910 en cuyo interior acoge una de las mejores colecciones de acuarios del mundo. De hecho, en 1985 logró ser la primera institución que logró tener corales vivos en acuarios. Vale la pena también subir hasta la terraza superior, no sólo para saludar a las enormes tortugas (yo me las encontré apareándose, haciendo gemidos extraños) sino por las impresionantes vistas del país.

Callejead también por el centro y disfrutad de los jardines y sus acantilados. Comed alguna cosa típica de las panaderías del centro, como unos barbagiuan (una masa crujiente y frita rellena de acelgas y ricotta), el galapian (un dulce de cerezas y almendras), una pissaladière monegasque (una especie de coca de cebollas y tomates con anchoas y olivas negras) o un pan bagnat, o sándwich tradicional monegasco de aceite de oliva, jugo de tomate, hinojo y anchoas que se disuelven y se empapan en el pan fresco y crujiente en el transcurso de veinticuatro horas. Luego podéis ir bajando por la avenue de la Porte Neueve para admirar las vistas de los rascacielos y los megayates amarrados en el Port Hercule.

Monte-Carlo

Pero es Monte-Carlo el lugar más famoso del país. Esta pequeña población nació en 1866, por orden del Príncipe Carlos III, para sacar a su principado de la quiebra. Quería reinstalar el viejo casino de La Condamine en un majestuoso nuevo edificio que encargó a uno de los arquitectos más reputados de aquel momento, Charles Garnier (que también diseñó la ópera de París). Un busto de Carlos III sigue presidiendo el gran bulevar ajardinado que nos conduce al casino, donde para entrar hay que vestir más o menos decentemente. Sus suntuosos interiores acogen desde sufridas máquinas tragaperras hasta elegantes mesas de ruletas, póker, black-jack o bacarrá. 

De hecho, la place du Casino sigue siendo el corazón de Monte-Carlo, junto con sus jardines, donde se concentran los principales iconos, además del Casino de 1878, el Hotel de París y, enfrente, el mítico Café de París, donde no debéis dejar de probar un crêpe Suzette, postre inventado aquí para el Príncipe de Gales cuando frecuentaba el lugar. Recomiendo también salir un día de fiesta por el anexo Buddha Bar, situado en un palace frente a la famosa curva por donde pasa el Gran Prix de Fórmula 1, para ver a su curiosa fauna, y disfrutar de su música, iluminación y excelentes cócteles. En esa curva también se encuentra el Fairmont, otro hotel de lujo pero de diseño más contemporáneo que el hotel de París o el Hermitage. Os recomiendo pasear por el camino de las esculturas, entre el casino y el mar, para ver algunas estatuas de los escultores contemporáneos, como Botero o Valdés.

La arquitectura de Monte-Carlo combina señoriales edificios que recuerdan a los arronsidements parisinos más exclusivos junto con rascacielos garrulos de sesenteros y otros más contemporáneos de formas redondas y colores blancos. Aquí se concentran también las boutiques de lujo. Debido a la falta de espacio, se están rellenado decenas de metros cuadrados de mar con cemento y arena para poder construir un nuevo barrio residencia y comercial frente al Grimaldi Forum, o recinto ferial, muy bien aprovechado con sus varios pisos que permiten acoger importantes congresos internacionales. Monte-Carlo también cuenta con un relajante jardín japonés, regalo de la familia imperial. Enfrente se encuentra Villa Sauber, una de los pocos palacetes de la belle èpoque que siguen en pie en la ciudad, fundamentalmente debido a que ahora son de propiedad del país y acoge una sección del Museo Nacional de Mónaco. La bella fachada y agradables jardines justifican una visita, así como las interesantes exposiciones interiores que alberga. Cuando fuimos nosotros había una dedicada al mundo del cómic bastante buena.

La noche del viernes fuimos de fiesta al mítico Jimmy´z, el club nocturno más glamuroso del principado, frecuentado por gente adinerada vestida a la última. Abierto en la década de los años 70, el club es una parte del exclusivo complejo Montecarlo Sporting Club, en cuyo parking se apiñan Ferraris, Lamborghinis y Rolls Royce último modelo.

El club cuenta siempre con DJs excelentes que saben combinar todo tipo de música para mantener entretenido al público. Cuenta con varias pasarelas por encima de una laguna artificial con mesas y sillas y luego una zona centran con sillones dispuestos en modo anfiteatro para poder ver la pista de baile. Su sistema de luces y sonido es excelente. Preparad la billetera: la copa más barata cuesta 30 euros. Aquí se celebran las grandes fiestas de la Fórmula 1 y es frecuente toparse con alguna celebrity. Esa noche, Carla Bruni se sentó dos mesas más allá de la nuestra.

Finalmente, porque no dedicar un rato a relajarse y tomar el sol en alguna de las dos playas del país: la de Lavrotto o la privada del Monte-Carlo Beach Hotel. Aunque pública, lo cierto es que plage Lavrotto ofrece mejores servicios que muchas playas de hoteles que he visitado: cuenta con restaurantes a pie de playa, ascensores y vestuarios público así como baños y duchas. El agua está cristalina pero, eso sí, la playa no es de arena, sino de pequeñas piedrecitas.

Para alojarnos, nosotros nos quedamos en el Riviera Palace, un antiguo hotel de lujo, propiedad de la Compagnie des Wagons Lit, que se transformó en un hospital militar durante la Primera Guerra Mundial, para acabar siendo después un edificio de apartamentos. Situado en Beausoleil (un pueblo francés a tan solo tres calles y diez minutos andando del casino de Monte-Carlo), ofrece unas vistas espectaculares del principado.

Mónaco es un país curioso pero si no habéis ido nunca, tampoco vayáis a propósito: lo más sensato es dedicarle medio día dentro de una escapada global a la Costa Azul: Niza o Saint-Tropez de la dan mil vueltas, turísticamente hablando, al país del casino y los Grimaldi.

dimecres, 8 de setembre del 2021

Guimaraes

"Aquí nasceu Portugal"

Si por algo es conocida Guimarães es por ser la cuna de la nación portuguesa. Al menos eso es lo que se afirmó en el romanticismo decimonónico y lo que plasmó en un gran cartel sobre su antigua muralla la dictadura salazarista del siglo XX. Lo que sí es cierto es que Guimarães fue la primera capital del Reino de Portugal tras independizarse del Reino de León en el siglo XII. Su primer rey, Alfonso I, se instaló en el castillo guimaraense y desde aquí empezó a expandir sus territorios hacia el sur. De hecho, el primer escudo de Portugal documentado es el esculpido en las piedras del castillo de la ciudad, que aún hoy se puede admirar. También hay una gran estatua de este rey a los pies del castillo.

Por ello, y por la buena conservación de edificios de varios estilos arquitectónicos, Guimarães entró en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, y se la considera como ejemplo excepcional de transformación de una población medieval en ciudad moderna. La ciudad ha conservado con autenticidad y en buen estado una serie muy variada de edificios ilustrativos de la evolución específica de la arquitectura portuguesa entre los siglos XV y XIX, caracterizada por el uso sistemático de materiales y técnicas de construcción tradicionales.

De hecho, vale la pena perderse por las callejuelas de la ciudad para admirar las apelotonadas casitas, muchas de madera de la época medieval y las más ricas de piedra. Los comerciantes de la ciudad, a medida que prosperaron, fueron comprando las casas de enfrente para ampliar las suyas, y construyendo puentes entre las mismas, que aún hoy siguen en pie.

Visitando Guimarães 

A la ciudad se puede llegar en coche, autobús o tren, siendo esta última la opción más económica y cómoda, sobre todo si se pretende hacer una excursión de un día desde Porto, como fue mi caso. Se puede empezar el recorrido por su corazón medieval: el Largo da Oliveira, donde están el ayuntamiento, la colegiata y el olivo, símbolo de la ciudad.

En esos días se estaban celebrando las Festas Gualterianas, aunque algo descafeinadas por la crisis de la COVID-19. Aún así, otra de sus plazas, el Largo do Toural acogía varias reproducciones a escala de los monumentos más importantes de la ciudad hechos en cartón piedra que me recordaron a unas fallas primitivas (eso sí, aquí no los queman). También había grupos de tunos y tunas bailando y cantando canciones populares, algo tradicional en las ciudades universitarias portuguesas del norte del país. 

Por cierto, estas fiestas se celebran en honor a San Gualter, santo que introdujo la orden franciscana en Portugal precisamente a través de Guimarães. En este sentido, recomiendo que visitéis la impresionante iglesia de San Francisco, con sus techos de madera bellamente pintados, su altar cubierto por cerámica manuelina del XVIII, y las decoraciones en oro hechas gracias a las riquezas de las colonias portuguesas en América, África y Asia. En una de las capillas se puede observar un árbol genealógico tridimensional del Jesucristo, algo muy común en las grandes iglesias portuguesas, usado para vincular a Jesús con la estirpe del Rey David.

Otra de las curiosidades que veréis en las iglesias antiguas de la ciudad son cajas metálicas con números asociados a los nombres de cada iglesia. Antiguamente aquí había una cuerda que se podía tirar tantas veces como el número del templo asociado, y servía para avisar a los bomberos de un fuego en cualquiera de las parroquias.

Zona templaria

No es casualidad que Portugal pasara de ser un pequeño reino periférico europeo a convertirse en cuna de grandes exploradores marinos y metrópolis de un imperio colonial global que controlaba media Sudamérica, grandes partes de África y varios puertos asiáticos. El empuje explorador vino con el acogimiento de la Orden de los Caballeros Templarios en tierras portuguesas, tras haber sido expropiados e incluso quemados en media Europa, especialmente en Francia, por orden del Papa Clemente V. Portugal los acogió bajo la condición de denominarse Orden de Cristo, y los templarios agradecieron esto brindando parte de su gran fortuna a la Casa Real portuguesa y sus proyectos exploradores.

La herencia templaria se observa especialmente en la zona del castillo, especialmente en la capilla de San Miguel, donde el mito señala que se celebró el bautizo del primer rey de Portugal, y donde se encuentran decenas de tumbas de caballeros templarios. 

Asimismo, en esta zona se encuentra el edificio más señorial de Guimarães: el Paço dos Duques, de estilo borgoñón, y originalmente residencia de los Duques de Bragança, que a partir de 1640, se convirtieron en la cuarta (y última) dinastía real en Portugal (reinando de 1640 a 1910). Tras el traslado de la familia a Lisboa, el palacio entró en decadencia varios siglos hasta que en 1933 el dictador Salazar reformó el edificio convirtiéndolo en residencia oficial de verano de la presidencia de la República. Los reconstruidos techos de madera representan cascos de carabelas portuguesas en honor a los descubrimientos. Las salas se redecoraron con antigüedades medievales en ese afán salazarista de posicionar la Edad Media como auténtico periodo de esplendor portugués.


Los dulces de la ciudad

Guimarães es también conocida por su repostería milenaria. El monasterio de Santa Clara de la ciudad generó numerosas recetas, en parte debido a la tradición de los prometidos de ofrecer una docena huevos a la santa para tener buen tiempo en la boda. Con tantos huevos, las monjas clarisas empezaron a experimentar y crear postres deliciosos, entre los que destacan las tortas de Guimarães (crujientes y mega dulces), el touchinho-do-céu (diferente al castellano, aquí se parece más a un pastel) o las douradinhas de Guimarães (rellenas de cabello de ángel). En monasterio es ahora la sede del ayuntamiento pero aún así, numerosas pastelerías de los alrededores mantienen la tradición de hornear estos dulces, especialmente los de la rua de Santa Maria. 

dimecres, 1 de setembre del 2021

Valladolid

Una ciudad inesperada

Valladolid no es que tenga mala prensa. Es que no tiene ninguna en absoluto. Y ello pese a la importancia histórica de esta pequeña ciudad: aquí se casaron los Reyes Católicos, aquí se abrió la tercera universidad de la península y aquí se reunió Carlos I con Magallanes, puesto que el Emperador eligió a Valladolid como su capital imperial. Aquí nació Torquemada, luego nombrado Inquisidor General de Castilla por el Papa Sixto VI.

También nació aquí Felipe II (y fue bautizado), aunque luego fue él quien se llevó la capital a Madrid. Felipe III la volvió a traer a Valladolid temporalmente, animado por su valido, el Duque de Lerma, que realizó una de las mayores operaciones de especulación urbanística de la historia europea. Tras dicha corruptela, Felipe III volvió a llevarse la capitalidad a Madrid, esta vez para siempre, engrosando de nuevo los bolsillo de Lerma y dejando a Valladolid como una perdida ciudad de provincias. No fue hasta finales del siglo XX cuando la ciudad pudo volver a ser capital de algo: la de la nueva autonomía de Castilla y León, aunque solo fuera de facto (sus vecinos leoneses no consintieron consagrar su capitalidad en el Estatuto). 

Hoy en día, Valladolid, pese a su pequeño tamaño, muestra su dinamismo, no sólo por sus conexiones aéreas con varias ciudades europeas o su tren de alta velocidad a menos de una hora de Madrid, sino también por su reconocida universidad que llena la ciudad de estudiantes de toda Europa.

Fui a Valladolid a la boda de una amiga y aproveché para descubrir la ciudad llevándome una grata sorpresa: por eso os cuento aquí lo que conocí de la ciudad del Pisuerga: que cuenta con ejemplos arquitectónicos únicos, que ofrece el espectacular Museo Nacional de Escultura y que se come de maravilla. Entre otras cosas. Dedicar un fin de semana a esta ciudad puede ser una buena idea. Os propongo una ruta posible para descubrir la cuidad.


Ejemplos únicos de arquitectura medieval, renacentista, barroca y modernista.

Empecemos por la Plaza Mayor, ejemplo del resto de plazas mayores castellanas y americanas. Tras un incendio que arrasó gran parte del centro de la ciudad, se decidió reconstruir esta plaza siguiendo los valores de la época renacentista, unificando alturas y estilos de los edificios y dando a la plaza un tamaño armonioso, además de soportales, para proteger a los comerciantes y ciudadanos del sol y de la lluvia. Tras esta plaza, otras más famosas como la de Salamanca o la de Madrid se inspiraron en esta para construirse. En esta misma plaza Torquemada presidió juicios a más de 100.000 personas y aquí condenó a más de 2.000 de las mismas a la hoguera, que se realizaban a 10 minutos de la misma, en la ahora conocida como Plaza de Zorrilla.

En las calles al oeste de la Plaza Mayor, especialmente la calle Correos, se encuentran los mejores bares y restaurantes para probar las especialidades de la zona o tapear, como las carnes de la famosa parrilla de San Lorenzo o las croquetas de El Corcho.

A unos pocos minutos caminando hacia el este, en la calle Regalado, se encuentra una de las entradas a la Galería Gutiérrez, una típica galería comercial del siglo XIX inspirada en los pasajes cubiertos que se construyeron en París en aquel entonces. Nuestro país tuvo muchos pasajes como este pero actualmente el de Valladolid es uno de los pocos que queda en pie. Un sitio ideal para tomar algo y sentir como era aquel Valladolid de 1880.

Muy cerca nos toparemos con la catedral de la ciudad, bastante sosa si la comparamos con otras catedrales castellanas como la de Burgos o Salamanca, pero que aún así vale la pena conocer, especialmente por su historia: los planos los diseñó Juan de Herrera y proyectaban la iglesia más grande de la cristiandad. Sin embargo, los acuíferos situados bajo la mitad del terreno así como el impacto del terremoto de Lisboa que llegó a sentirse aquí derrumbando una de las dos torres hizo que sólo se construyera la mitad del proyecto, dejando en la otra mitad la antigua colegiata medieval en semi ruinas. 

Por eso, no es la catedral el templo más querido por los vallisoletanos sino la iglesia de Santa Maria La Antigua, del siglo XIV con una torre románica única, muy rara de ver en estas tierras y que nos recuerda al románico catalán de los Pirineos. No en balde fue financiada por condes catalanes. Al lado de la misma se encuentra la fachada barroca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. Pero cuidado, supersticiosos: no contéis los leones en pilares alrededor del edificio, ya que según dicen los vallisoletanos, quién lo haga tendrá mala suerte en los estudios. Un poco más hacia el oeste se encuentra el Colegio de Santa Cruz, actual sede del rectorado de la universidad, y cuya importancia radica en ser el primer edificio renacentista de la península ibérica. Bellísimo en fachada e interiores también.

Otra bellísima iglesia es la de San Pablo, ejemplo clave del gótico isabelino, con su impresionante portada. La iglesia preside la plaza del mismo nombre y está situada al lado del Palacio de Pimentel, donde nació Felipe II. En este palacio, ahora sede de la Diputación Provincial de Valladolid, aún se ve una de las verjas de una ventada atada con cables metálicos ya que fue partida para poder sacar al bebé Felipe II para bautizarlo en San Pablo y no en San Marcos, que es la parroquia que le hubiera tocado si hubiera salido por la puerta del palacio, situada en otra calle. Su padre, el Emperador Carlos I, de ninguna manera quería que su primogénito fuera bautizado en una iglesia tan humilde como la de San Marcos, teniendo la espectacular San Pablo al lado. Así que usó dicho truco para salirse con la suya.

Frente a la iglesia de San Pablo también se encuentra el Palacio Real de Felipe III, este ya más señorial que el de Pimentel. En este palacio también se alojó varios días Napoléon cuando vino a España a restablecer a su hermano José I durante la Guerra de Independencia.

La historia se respira en las calles

Valladolid, sede de la Chancillería castellana que se ocupaba de juzgar los asuntos del Tajo para arriba, atrajo a decenas de profesionales liberales con buenos sueldos, que se hacían construir palacetes por la zona de la iglesia de San Martín. Hoy en día quedan pocos, ya que de la mayoría solo se ha mantenido el arco de piedra original y algunos escudos, siendo construidos edificios horrorosos en su lugar, sobre todo durante la etapa del desarrollismo franquista. Muy cerca de esta iglesia se encuentra el actual Teatro Calderón, antiguo palacio donde Carlos I alojó a su amante Germana de Foix, que luego acabaría como Virreina de Valencia.

Ciudad de museos clave

El Museo Nacional de Escultura es la elección que debéis hacer si solo queréis visitar uno de los museos de la ciudad en vuestra escapada. Cuenta con piezas únicas de la historia escultórica de nuestro país. Aunque está repartido en tres sedes, es su sede principal, el Colegio de San Gregorio, una joya del gótico flamígero castellano, muy de moda en los tiempos de la Reina Isabel I. Por fuera, una maravillosa portada de lo que fue la Facultad de Teología donde a través de varias alegorías se recordaba a los estudiantes la importancia del esfuerzo y el estudio para alcanzar la plenitud. Además, el edificio cuenta con un patio de película que nos transportará en el tiempo a principios del siglo XVI. 

Entre su colección de esculturas encontraréis obras maestras de Berruguete o de Juní, destacando los trozos del altar de la iglesia de San Benito (con una escultura del santo cuya expresividad os sorprenderá), así como una María Magdalena penitente inolvidable.

En una de las sedes anexas del museo exponen un enorme belén napolitano, en el que observar la riqueza y expresividad de las figuritas, que muestran la vida corriente del Nápoles dieciochesco, donde los que deberían ser protagonistas de la representación (la Sagrada Familia), apenas se distinguen entre el maremágnum de personajes del gigantesco belén. 

Al lado del museo también se encuentra la casa-museo de José Zorrilla, célebre autor de la obra de teatro Don Juan Tenorio. En este lugar nació y pasó su infancia pero no vivió su adultez ni escribió sus obras. Sin embargo, aquí se trajeron sus muebles y enseres desde la casa madrileña donde vivió su vida adulta, por lo que se puede disfrutar de un mix de la vida del escritor en castellano más famoso del siglo XX. Las visitas son guiadas y les ponen mucha pasión, así que las recomiendo encarecidamente, no sólo por conocer mejor a este personaje de la literatura en castellano sino también por profundizar en las costumbres burguesas de la época. 

Recoletos y Campo Grande

Para quedarme, opté por el Melià Recoletos: situado en el paseo más burgués de la ciudad, y jalonado de edificios modernistas. Pese a ser de cuatro estrellas, ofrece elementos de un cinco estrellas. Habitaciones amplias y cómodas, amabilísimo servicio y elegante hall, recepción y escaleras. Y lo mejor: su situación. Un bulevar ajardinado, a cinco minutos de la estación del AVE y a diez de la Plaza Mayor de la ciudad. Además, podéis pasear por el agradable jardín de Campo Grande situado enfrente, donde frondosas arboledas y cuidadas rosaledas os permitirán un fresco respiro de la ciudad. También os encontraréis con amigables pavos reales (que se acercan a la gente mucho más que en otros lugares que he visitado), así como con los patos del estanque principal, donde los lugareños acuden a darles de comer. Finalmente, todo el este de la ciudad está bordeado por el caudaloso río Pisuerga, y aprovechando que pasa por Valladolid, por que no dar un paseo por su ribera.

Me dejé muchas cosas que me hubiera apetecido visitar, incluyendo las casas de Colón y Cervantes o el museo agustino-filipino, con piezas curiosas del arte del Pacífico que se traían los misioneros. Lo dejo para la próxima visita.

divendres, 6 d’agost del 2021

Mallorca

Sa Roqueta

Mallorca era la última de las Baleares que no había visitado aún. La más grande y, como pude disfrutar, la mejor de todas. Mallorca tiene de todo: desde playas cristalinas de arena a calas rocosas recónditas. Desde macro-complejos turísticos con hoteles de todo tipo y decenas de restaurantes y discotecas, hasta lugares vírgenes. Ofrece puestas de sol espectaculares y una gastronomía inolvidable. Cuenta con una ciudad vibrante con gran patrimonio y, muy cerca, con pueblecitos de gran encanto, tanto costeros como de montaña. Tiene hasta una sierra que es patrimonio de la humanidad. En definitiva, Sa Roqueta, como los locales se refieren a la isla, tiene todo (o casi todo) lo que ofrecen Ibiza, Menorca y Formentera. Es una opción segura para todo tipo de turistas: no decepcionará a nadie. 

Palma de Mallorca

En nuestro caso, llegamos vía avión al aeropuerto de Son Sant Joan, al lado de la capital, Palma. Como queríamos descubrir varios puntos de la isla, alquilamos coches para tener más libertad. Fuimos un par de veces a Palma, para disfrutar tanto de su historia y patrimonio como de su oferta gastronómica.

El punto central de la ciudad es su imponente catedral, a la que vale la pena pagar la entrada para visitarla. Se construyó como si fuera una fortaleza, al estar situada tan cerca del mar, por lo que resulta impactante al verla desde un barco. Por dentro es magnífica, y además guarda muchísimos tesoros. Pese a ser gótica, cuenta con espectaculares capillas de otros estilos, como la contemporánea capilla del milagro de los panes y peces, realizada por el escultor Miquel Barceló a partir de cerámica. Otra preciosa capilla es la que supervisó Gaudí, de estilo modernista. 

Además de la catedral, pasear por el centro de Palma es una delicia, tanto de día como de noche. Sus calles, salpicadas de edificios medievales y modernistas, son muy agradables. Intentad colaros en los patios que podáis, ya que son todos estupendos. Hay también algunos jardines con encanto, como "els jardí del Bisbe" florido y con frutales, aunque con horarios para visitarlo.

El centro concentra gran parte de la mejor oferta gastronómica de la isla. Uno de los días cenamos en la popular "La Rosa Vermuteria y Colmado", que cuenta con un personal muy amable y una amplia carta de tapeo que mezcla ingredientes locales y platos internacionales. Sus precios son más que razonables, especialmente teniendo en cuenta la calidad de los ingredientes y su cocina. Y su vermut casero está para repetir muchas veces. Respecto a las tapas, no dejéis de pedir sus tortillas, las diferentes croquetas caseras, las tablas de sobrasada y embutidos mallorquines así como el pan pagès con tomate. 

Otro de los lugares imperdibles para hacer una pausa a media mañana o a media tarde es la icónica cafetería Ca´n Joan de S´Aigo, en el carrer de Sanç. El elemento estrella de su menú es el helado de almendras natural: uno de los mejores medio helado, medio granizado que he probado en mi vida. Sus ensaimadas están espectaculares, tanto las normales como las especiales, destacando la de albaricoques. Su decoración viejuna te traslada a esa Mallorca que no tenía turistas de hace décadas y a donde merendaban los mallorquines pudientes. 

Por último, para comprar ensaimadas para llevar hay varios hornos buenos en la ciudad. Uno de los que más me gustaron fue el Forn des Teatre, lleno de delicias dulces y saladas como las "panadas" (pasteles de carne o verduras), "coques" (pizzas finas de estilo local, destacando la de trempó, una mezcla de verduras a la brasa) o los "pastelons" salados. Su variedad de dulces es también enorme, como sus premiadas ensaimadas ecológicas, contando con algunas de masa de patata y otras de masa de trigo, y con distintas variedades, como las rellenas de sobrasada. Un lugar del que no saldréis sin nada.

Magaluf

Debido a un cambio de última hora que nos hizo el Grupo Melià, nos recolocaron en uno de sus hoteles en Magaluf, la población con peor reputación de la isla. Pese a todo, el hotel estaba bien, sus habitaciones tenían vistas preciosas a una pequeña bahía y su desayuno buffet era bueno y variado. Al no estar permitidos los viajes desde el Reino Unido, la población estaba muy tranquila. Y más allá de la fama, lo cierto es que la playa de arena cristalina es espectacular.

Serra de Tramuntana

Otra de las excursiones que hicimos, aprovechando los coches, fue a la Serra de Tramuntana, una cadena montañosa paralela a la costa noroccidental de la isla. Con una agricultura milenaria con muchas terrazas cultivadas y un reparto de tierras de origen feudal, su paisaje es único. Pueblos y aldeas salpican la sierra, ofreciendo callejuelas inolvidables, bellas iglesias y masías de ensueño. 

Empezamos por Valldemossa, pueblo con gran encanto y ahora famoso por ser el lugar donde pasaron el invierno de 1838 el compositor Chopin y su amante, la escritora Sand (y esta lo dejó por escrito en "Un hiver à Majorque"). La Cartoixa con sus bucólicos jardines, las iglesias del pueblo así como el Palau del Rei Sanç son sus principales monumentos, pero las propias casas en piedra son suficientes para justificar una paseo por el pueblito. Hay detalles preciosos, como el antiguo lavadero o las cerámicas dedicadas a Santa Caterina Thomas, patrona de la villa. No olvidéis probar sus famosas "coques de patata", unos pastelitos dulces hechos con harina de patata que venden en sus hornos. 

Seguimos hacia Sóller, más grande y más modernista, incluyendo su iglesia principal o el tranvía que atraviesa la ciudad y baja hasta su bellísimo puerto. Allí comimos, concretamente en 
Ca´n Ribes, cuyas mesas ofrecen bonitas vistas. Y aunque su comida es de buena calidad, el precio es algo elevado. Personalmente, no me sentó bien que, tras los entrantes, propusimos pedir tres raciones de arroz negro (éramos cuatro) pero insistieron que pidiéramos cuatro. Al final, como sospechábamos, sobró mucho arroz, siendo que las raciones no eran baratas (20 euros por cabeza). De los entrantes destaco las gambas de Sóller: muy buenas.

Finalmente, tras la comida, nos dirigimos a la cuca aldea de Llucalcari, que huele a sus higueras, y situada en la cima de un acantilado, el cual bajamos a una rocosa casa de pescadores donde aprovechamos la rampa de la barca para tumbarnos a dormir un rato y luego bañarnos en sus cristalinas aguas y respirar el fuerte y aromático olor a pino mediterráneo que invade el lugar. 

A la vuelta, además de disfrutar de las vistas de la Tramuntana y su encuentro con el Mediterráneo, pasamos por la bella población de Deià, llena de limoneros, en la que no pudimos parar por estar a tope de coches, pero donde vimos "la Residencia", uno de los mejores hoteles de la isla. Tras eso, pasamos por Son Marroig para ver la espectacular puesta de sol en el mar, de esas que solo ofrecen las Baleares. Mi próxima vez en Mallorca me quedaré por la Tramuntana, sin duda el lugar con más encanto de la isla.

Es Trenc

Finalmente, también disfrutamos de las típicas playas de arena por la que millones de turistas aterrizan en Mallorca cada año. Si buscáis una playa parecida a las del Caribe, pero con el precioso mar Mediterráneo, dirigíos a Es Trenc. Pese a que hay que pagar una tasa por coche o moto, la playa suele estar siempre bastante llena. Y no es para menos. Situada en un parque natural, sus aguas cristalinas merecen más que la pena. Es una playa muy similar a las que se disfrutan en Ibiza o Formentera. Cuenta con varios chiringuitos donde comprar comida o bebida si es que os olvidasteis. 

Es cierto que me dejé decenas de cosas que ver y hacer, pero la isla es inmensa y era un viaje en grupo. De hecho, uno de los días lo pasamos en un catamarán que alquilamos, por lo que no hubo demasiado tiempo para turisteo. Aún así, me quedé con una gran impresión de la isla a la que volveré con total seguridad más pronto que tarde. Manacor, Alcúdia, el cap de Formentor, Inca y muchas más cosas me esperan. 

dijous, 17 de juny del 2021

La Gomera

La isla tranquila

Al llegar desde el mar, la Gomera parece una isla-fortaleza rodeada de altísimos muros de rocas, o al menos esa es la impresión que me dieron sus altos acantilados. La isla tiene su cima en el alto del Garajonay de casi un kilómetro y medio de alto, y de ahí baja al nivel del mar en menos de 5 kilómetros, por lo que las pendientes son enormes. Con esa geografía, os podéis imaginar las carreteras, con decenas de curvas y túneles, aunque en muy buen estado todas.

Lo primero que debéis saber, es que la Gomera no es un lugar de fiesta, ni de multitudes. La isla entera no cuenta con más de 20.000 habitantes. Tampoco es un destino de playa: hay algunas pocas playas de arena negra o de piedras, destacando la de Valle Gran Rey, pero no son gran cosa comparadas con el resto de las islas. Eso sí, es un lugar perfecto para relajarse, hacer senderismo, y disfrutar de los paisajes y productos locales. La Gomera es conocida también por ser la isla en la que veranea Merkel desde hace décadas.

Habitada desde hacía siglos por la población local, fue conquistada a mediados de siglo XV por los castellanos, que introdujeron la cultura europea y la religión cristiana sin grandes problemas, permitiendo la coexistencia de ambas culturas. Sin embargo, con la llegada de Peraza, un nuevo gobernador, se desató una masacre de gomeros que acabó con sus prácticas culturales y religiosas. En cualquier caso, y más allá de las paradas que hizo Cristóbal Colón en sus rutas hacia América, la Gomera permaneció bastante aislada del mundo hasta los años cincuenta del siglo XX, cuando la construcción de un pequeño puerto en San Sebastián hizo que llegaran ferrys frecuentes y con ellos, el turismo. Pese a que actualmente también cuenta con un bonito aeropuerto, la isla sigue siendo muy tranquila y en ella uno puede aislarse del bullicio durante varios días.

Llegada a La Gomera

A la Gomera se puede llegar tanto por avión (la mayoría de vuelos son a Tenerife Norte) como por ferry, siendo los más cortos y frecuentes los que salen desde Playa Los Cristianos, también en la isla de Tenerife. Nosotros llegamos en ferry a San Sebastián, la pequeña capital con aires coloniales que tiene la isla, y nos alojamos en lo alto del peñasco que preside la capital: en el pintoresco parador nacional. Situado en una antigua casona noble, es un lugar precioso y perfecto para descansar, por su piscina, jardines y salones. Tuvimos la mala suerte de que los días fueron muy ventosos por lo que no era agradable bañarse, aunque sí tumbarse al sol y pasear por sus jardines y patios. Quizá podrían poner colchones más cómodos, porque son algo blandos. Y mejorar la potencia de la ducha. Pero por lo demás, es un sitio estupendo.

Además, su restaurante es el mejor de la isla, aunque el servicio fue bastante lento al servir los platos.   Eso sí, muy elegante y con ingredientes de calidad. Pedimos platos gomeros con un toque de fusión: rejo de pulpo asado, un plato de cabrito asado y ensalada de queso de cabra canario. De postre, espuma de avellanas con dulce de palma. Y para beber, un vino gomero delicioso que no puedo dejar de recomendar: el Acebiñón.

Tras levantarnos y desayunar, el segundo día dimos una vuelta por las calles de San Sebastián, que no nos impresionaron demasiado. Me recordó mucho a los barrios periféricos de la capital de Cabo Verde. Así que cogimos el coche para adentrarnos en la isla y dirigirnos al que sería nuestro alojamiento los tres días siguientes: el aparthotel Los Telares, en el pueblo de Hermigua. 


Recorrimos las sinuosas carreteras de la isla, que se cruzan todas a mitad del parque nacional del Garajonay para ir de un lugar a otro. Es decir, siempre hay que subirlo y bajarlo, con todas sus curvas, que se compensan por la belleza de sus paisajes cambiantes. Antes de ir al hotel, aprovechamos para conocer más la isla, parando en el bellísimo pueblo de Agulo, de calles empedradas y casas blancas con puertas y ventanas de colores. Sus pequeñas huertas albergan todo tipo de cultivos destacando los famosos plátanos de canarias, pero también se ven piñas y, sobre todo, decenas de flores. Las vistas a los acantilados son también preciosas. 

Seguimos hasta el restaurante Roque Blanco, en lo alto de una montaña, ya que nos lo habían recomendado varias personas. Con unas vistas increíbles, este restaurante ofrece una barbacoa canaria a la leña con precios de escándalo. Pedimos almogrote de entrante. Se trata de un mojo con textura de paté, elaborado a base de queso añejo, típico de la isla, muy sabroso y ligeramente picante. Combina dos elementos básicos de la dieta local: queso curado de cabra y mojón picón. De primero optamos por un calentito potaje de berros con gofio de millo (hacía frío en lo alto de la montaña). Y como plato principal pedimos chuleta de ternera lechal y también un conejo, ambos a la brasa, sabrosísimos y acompañados de las deliciosas papas arrugadas con su mojo. Y todo a un precio de risa. No pudimos pedir postre.

De ahí ya nos fuimos a Hermigua a instalarnos en nuestra habitación, que contaba con preciosas vistas al valle, lleno de cultivos de plataneros y preciosas palmeras salpicando el paisaje. Los Telares cuenta con una piscina agradable, aunque hizo mucho frío para usarla. Lo mejor de este hotel es su restaurante, algo alejado de las habitaciones, al que fuimos dos veces a cenar, por ser la mejor opción en Hermigua. De su carta pedimos el queso asado tierno de cabra a la plancha con mojo rojo, mojo verde y miel de palma. También pedimos la crema de bubango casera (calabacín), acompañada de queso de cabra y un toque de aceite de oliva virgen extra, así como la crema de potaje de berros tradicional, una especialidad gomera acompañada de gofio de maíz. Como principales, entre las dos noches, pedimos el pollo a la cantonesa, que son deliciosos dados de contramuslos de pollo deshuesado con verduras a las 5 especias chinas y acompañado de arroz basmati. También el curry de flor de plátano ecológica con verduras de temporada al curry suave casero y arroz basmati. Y el exquisito atún gomero a la plancha con papas arrugadas, mojo y verduras de temporada. Nos faltó pedir postres, pero siempre nos quedamos llenos. En esta isla las raciones son muy contundentes, pedid siempre a compartir.

Hermigua es un pueblo alargado pero agradable de pasear. Es curiosa la pasión por las flores que tienen sus habitantes, ya que todas las casas tienen grandes macizos plantados así como macetas en los balcones. Uno de los pocos entretenimientos a media tarde es ir a tomar el café o té a la Dulcería Ibo-Alfaro Carmita, con pastas y dulces tradicionales así como la curiosa torta de cuajada.


El parque nacional del Garajonay

Nuestro tercer día en la Gomera lo dedicamos a descubrir otros dos lugares de la isla. Por la mañana fuimos al parque nacional del Garajonay, que como ya he dicho, ocupa todo el centro de la isla. Los que ya me conocéis no os sorprenderá saber que es uno de los patrimonios de la humanidad declarados por la UNESCO con los que cuenta España. Este parque natural posee un enorme bosque de laureles. que crecen fuertes gracias a la humedad emanada de sus numerosos manantiales y arroyos. Esta vegetación es única en el mundo, por ser uno de los últimos bosques de la Era Terciaria, que han desparecido por completo de casi todo el mundo debido a los cambios climáticos. El terreno del parque estaba envuelto en una húmeda niebla. Era muy curioso porque al subir en el coche las temperaturas bajan hasta los nueve grados, y vuelven a subir a los agradables 23 una vez bajas a la costa de la isla. Atravesar el mar de nubes supone una experiencia bellísima. 

El parque toma su nombre del alto de Garajonay, una montaña de kilómetro y medio de alto. La vegetación que lo cubre es llamada como monteverde canario, que cuenta con más de cincuenta especies arbóreas. Destaca también la abundancia de musgos y líquenes recubriendo los troncos de los árboles, así como la cobertura de helechos, indicadores de la elevada humedad ambiental. Abrazar árboles se convierte en una actividad comodísima, puesto que están mullidos y suaves gracias al espeso musgo que los recubre (sí, abracé un par de ellos). Asimismo, se observan numerosas flores endémicas de la isla. Pasear por las diferentes rutas disponibles es un placer relajante y una maravilla para los que os gusten la flora y la fauna (sobretodo las aves). Aunque eso sí: id suficientemente abrigados ya que las temperaturas son bajas y suele hacer un viento frío a esas alturas. Uno de los caminos más bellos es el del Raso de la Bruma, donde hay un pequeño aparcamiento gratuito para dejar el coche y hacer el espectacular sendero circular que nos dejará de vuelta al aparcamiento.

Valle Gran Rey

Tras el frío del Garajonay, continuamos por la carretera hacia el oeste y volvimos a bajar, recuperando el sol y las temperaturas templadas, para llegar al impresionante Valle Gran Rey, de paisaje desértico con palmeras y el mar. Nos relajamos en sus playas de arena negra y después comimos en uno de los restaurantes a pie de playa. Además del delicioso pescado fresco, también pedimos lapas, algo que yo no había probado nunca. Nos las prepararon a la sartén, cubiertas de mojo verde, y estaban buenísimas. Muy parecidas a las tellinas valencianas, pero más grandes.

Nos quedamos sin escuchar el afamado silbo gomero y sin ver el mirador de Abrantes (estaba muy nublado el día que estábamos cerca). Aunque la Gomera es un buen sitio si buscáis relajaros y hacer senderismo, lo cierto es que si también buscáis historia y patrimonio arquitectónico, esta no es la isla. Asimismo, olvidaos de fiestas o playas: para eso hay otras islas en las Canarias.

dimarts, 5 de gener del 2021

2020: primer año sedentario

 ¿Qué más se puede decir de 2020 que no se haya escrito ya? Un año de sufrimiento y muerte para miles de familias, de pérdida de trabajo o cierre de negocios para muchas más... y un año negro para el turismo. Y justo cuando muchas economías apostaron en este sector para diversificarse. Los Emiratos Árabes Unidos, que lo ven como un excelente sustituto del petróleo, se aprestaban a inaugurar la primera Exposición Universal de la región: la Expo Dubai 2020. Japón confiaba insuflar crecimiento a su estancada economía alcanzando un nuevo récord de turistas gracias a los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020. Y en España, el récord histórico de turistas suponía ya un 12% de nuestro PIB en 2019. Eventos pospuestos y consecuentes caídas en picado de turistas por las restricciones, primero, y el miedo a viajar o la desconfianza en el futuro, después.

Personalmente, 2020 empezaba como un año de ensueño: acababa de aprobar la oposición y me esperaban unos meses de formación en el Instituto Nacional de la Administración Pública, seguidos de otros meses más de prácticas en uno de los ministerios del Gobierno de España. Empezaba mi nueva vida en Madrid, una vida sedentaria por primera vez en 12 años, donde pondría punto y final al nomadismo que empecé cuando me trasladé a París en 2007. Desde ese año nunca me quedé a vivir en el mismo lugar más de 10 meses seguidos. Y hace algo más de 10 años os lo empecé a contar en este blog. 

En el plano viajero, el año empezaba con fuegos artificiales y bengalas, regados de copas de Prosecco, en el salón más elegante de Europa: la plaza de San Marcos, corazón de Venecia. Además de pasar unos días en la maravillosa ciudad de los canales, también me quedé un par más descubriendo la curiosa Padua. No hay año que no viaje a alguna de las regiones italianas, y 2020 no fue la excepción. 

Pocas semanas después, viajaba a la capital de los Estados Unidos de América: Washington D.C., una ciudad sorprendente, dinámica y agradable en la que no me importaría vivir una temporada. Al volver, me mudaba a Madrid para empezar mi nueva vida, pero cuando un fin de semana volvía a Valencia a por más maletas, se declaraba el estado de alarma y empezábamos un largo confinamiento que marcaría el 2020. La pandemia de la COVID-19 se expandía sin control y había que frenar las infecciones, las hospitalizaciones y las muertes.

Gracias a las restricciones, la situación se fue controlando y los hospitales volvieron a niveles de ocupación normales. Eso permitió relajar las medidas y pudimos volver a viajar. Volví con amigos a Baleares (uno nunca se cansa de ses illes) para visitar Ibiza y quedarnos unos días, por primera vez, en Formentera, que yo sólo conocía de haber pasado medio día allí. Perfecto todo, como siempre.

Después pasé unos días en la sierra de Guadarrama, tras los que cogía un vuelo desde Madrid para descubrir Zúrich y visitar a unos amigos que vivían allí. Desde la capital económica de Suiza hicimos excursiones tanto por el país (St. Gallen o Stein Am Rhein), como a la vecina Alemania (la isla de Reichenau y la ciudad de Constanza), y de paso descubrir el pequeño país de Liechtenstein, mi país número 66 y el único nuevo que he podido descubrir en este 2020. 


Tras ello, aprovechaba el resto del verano para descubrir algunos rincones de las comarcas valencianas y en septiembre, me escapaba unos días a mi ciudad favorita: París. Allí disfrutaba de restaurantes, bares y terrazas que no conocía mientras paseaba por otros de mis lugares favoritos de la ciudad de las luces y veía a amigos. 

A principios de octubre me instalaba definitivamente en Madrid tras firmar la compra de mi piso. En ese momento no había grandes viajes en el horizonte. Sin embargo, pocas semanas después, y aprovechando una mejora de la situación de la pandemia en Brasil que eliminaba las restricciones de viaje, reservaba un vuelo a mi segunda ciudad favorita: Río de Janeiro. 10 años después de mis meses viviendo en Brasil, volvía al país tropical para pasar unos días en Río y otros descubriendo la bella  Ilha Grande, reserva natural de la UNESCO. A Cidade Maravilhosa sigue tan maravillosa como siempre. 

2020 lo acabé en la capital europea: Bruselas. Y si 2020 lo empecé en Venecia, este 2021 lo empecé 2021 en la "Venecia del norte": Brujas. La bella población belga, donde pasé un año viviendo que me cambió la vida, haciendo un Máster en el Colegio de Europa, es un lugar que nunca olvidaré.


He de reconocer que, en este año tan complicado, he viajado bastante. Cierto que en su mayoría redescubriendo lugares que ya conocía bien o visitando partes nuevas de países en los que sí había estado. Con la excepción del pequeño principado de Liechtenstein, no he añadido ningún otro país a mi lista. Pero no me preocupa. Cancelaciones de vuelos, retrasos, tests COVID-19... eran tantas las complicaciones que pese a que me hubiera gustado visitar algún par de lugares más, evité hacerlo. Me lo he pasado muy bien y no me quejo de nada. He viajado más de lo que hubiera podido soñar en una situación de pandemia global, por lo que estoy tremendamente agradecido.

Ahora mismo no tengo ningún plan concreto de viajar, más allá de mi vuelta a mi casa en Madrid en unos días. Ojalá la vacuna nos traiga una nueva normalidad en la que podamos seguir conociendo los rincones de este bello planeta de forma más sostenible y responsable. Los más cercanos o los más lejanos. Yo os seguiré contando mis experiencias por aquí. Vaya donde vaya.