Mi primer Thanksgiving, o día de Acción de Gracias, lo he pasado en el estado de Georgia, el vecino del norte de Florida, dónde vivo este año. Esta fiesta recuerda la ayuda que los nativos prestaron a los europeos que llegaron en el Mayflower al Nuevo Mundo, huyendo de la persecución religiosa en el Viejo Continente. Al año siguiente, como agradecimiento a la ayuda prestada, los recién llegados organizaron una cena para dar gracias a los indios. Por eso, cada 24 de noviembre las familias estadounidenses se reúnen alrededor de un enorme pavo que tarda horas y horas en el horno (el de la familia que me invitó tardó seis horas en hacerse). También asan a la parrilla un jamón enorme, preparan verduras, la típica gelatina de arandanos, salsa de setas y, al estar con sureños, los omnipresentes mac & cheese, una especie de fideos pequeños y acaracolados con tres tipos de quesos fundidos (uno de ellos con pinta bastante insana y grasienta, pero sabroso igualmente). Básicamente se reúnen familiares y amigos en las casas para pasar el día juntos, bebiendo algo y picando mientras el pavo se hornea y se preparan el resto de ingredientes. Cuando por fin está todo preparado y la gente satisfecha llega la hora de los postres: el típico pastel de calabaza caliente con una bola de helado de vainilla encima. Y algunos chupitos para digerir bien todo.
Las tradiciones siguen cuando miles de familias se dirigen minutos antes de medianoche a tiendas como BestBuy o Wal-Mart para la apertura del conocido como Black Friday, llamado así porque todas las tiendas cosiguen con estas rebajas pasar sus cuentas de color rojo a negro. Televisores de pantalla de plasma por 250 dólares vuelan, y miles de artículos, fundamentalmente de electrónica y perfumería están muy baratos. Fue curioso ver las larguísimas colas para entrar en las tiendas, los atascos de coches, y la cantidad de gente comprando a las dos de la mañana. Yo aproveché y compré una memoria SD para mi cámara a mitad de precio.
Tras este curioso ritual de consumismo yanqui, nos fuimos a dormir. Al día siguiente nos despertamos pronto para descubrir la capital no oficial del conocido como "Sur": Atlanta. En efecto, desde hace un par de décadas esta ciudad de Georgia crece como la espuma. Varias empresas multinacionales como UPS o Coca-Cola tienen su sede social aquí. Además, cuenta con el aeropuerto más grande del mundo y es sede también de Delta, una de las compañías aéreas más importantes de EE. UU., que ha convertido a Atlanta en el punto de conexión de miles de vuelos nacionales e internacionales. Por último, haber sido capaz de celebrar los Juegos Olímpicos de 1997 da la talla de la gran capacidad financiera y organizativa de la ciudad. Y no olvidemos que lleva años difundiendo una particular manera de ver el mundo y de contarnos lo que pasa a través de su canal más internacional: CNN.
Empezamos a conocer Atlanta por la Stone Mountain, el bloque de granito más grande del mundo. La subimos y la bajamos, rodeados del agradable olor que desprenden los cientos de pinos que crecen en este parque natural. El día era magnífico, soleado, sin una nube y con cientos de personas paseando por allí. Desde la cima se podía observar toda la planicie central georgiana, profundamente boscosa, y sobretodo el skyline de Atlanta y las ciudades que la rodean, especialmente Marietta. Precioso. Esta enorme roca tiene además el perfil de diversos generales secesionistas de la época de la Guerra Civil estadounidense, a los que se recuerda en determinados espectáculos de luces y láseres que se celebran en verano. Los habitantes de esta ciudad no olvidaran nunca que el Ejército del norte, durante la Guerra Civil, quemaron la ciudad entera. Sigue existiendo el recuerdo a lo que fue la Confederación entre amplios sectores de la población, por extraño que parezca.
Tras un primer contacto con la naturaleza, nos fuimos al centro de la ciudad, donde lo primero en la agenda era The World of Coca-Cola, tal vez una de las atracciones más populares de la ciudad. Por apenas 16 dólares podremos explorar la mayor colección de objetos de esta marca de refrescos: desde el primer coche a motor que distribuyó los botellines (por cierto en Buenos Aires), hasta la máquina distribuidora de Coca-Cola y Sprite instalada en la Estación Espacial Internacional, pasando por el mostrador de la farmacia dónde por primera vez se sirvió un vaso de Coke por sólo 5 centavos, con propiedades medicinales, especialmente contra el dolor de cabeza.
En esta exposición se explica como John Pemberton, un modesto farmacéutico de Atlanta, llegó a vender por pocos dólares su invento, y cómo otros farmacéuticos fueron los que consiguieron popularizar la famosa bebida, utilizando mediadas de marqueting innovadoras para aquel momento. La primera fue publicar cupones para probar un vaso de Coca-Cola gratis. Con ello, se aseguraron que miles de personas sabían el sabor del producto, y la mayoría lo volvieron a comprar. Pero sin duda, la mayor innovación de esta empresa fue su campaña navideña de los años treinta, dónde reformuló la imagen de Santa Claus, pasando de un viejecito mal vestido, encogido y enfermizo, a ser el risueño y barbudo gordinflón vestido de rojo que todos hoy conocemos: invento de los expertos de la empresa.
Otras de las curiosidades son los expedientes de la multinacional cuando decidió cambiar la receta original y pasar de Coca-Cola a Coke. Esto fue en 1985 y se debió a que miles de tests entre consumidores determinaron que la nueva receta gustaba más que la antigua y también que la Pepsi. Sin embargo, la compañía no contó con la nostalgia de millones de clientes que se movilizaron incluso judicialmente para que se comercializara de nuevo la receta original. Finalmente, la empresa decidió comercializarlas juntas: New Coke y Coca-Cola Classic. Pocos años después, New Coke despareció.
Lo siguiente que nos muestran es un ejemplo de una factoría moderna, con los robots funcionando en un proceso de fabricar Coca-Cola (en este caso a muy pequeña escala), donde podemos observar desde el lavado de botellas con agua hirviendo a presión, la mezcla del sirope con el água carbonatada, hasta su relleno del famoso líquido, su etiquetaje y el cierre de la chapa. Al final del proceso un sonriente empleado nos regalará uno de esos botellines recién fabricados etiquetados con el logo del museo.
También hay una película 4D con curiososos efectos especiales que hará las delicias de los más jóvenes, con cero interés educativo (eso es cierto) pero mostrándonos de una manera muy impresionante las maneras de distribuir la Coca-Cola por todo el mundo: desde los callejones estrechos de Saint-Tropez hasta las humeantes callejuelas de Beijing, pasando por las montañas nevadas de Noruega hasta las remotas islas Filipinas pasando por los caudalosos ríos africanos. El mensaje que la multinacional lanza es claro: por muchas culturas que existan algo nos une a los humanos: el placer de disfrutar de una Coca-Cola.
La colección de objetos artísticos realizados con latas, botellas y chapas de Coca-Cola, así como utilizando su logo, es también curiosa, en especial la colección de cartas enviadas por miles de consumidores asociando esta bebida a recuedos positivos de sus vidas o las joyas hechas con latas. También hay una gran sala de proyecciones para ver todos los anuncios que la compañía ha realizado en televisión y cine a lo largo de las últimas décadas.
Aunque sin duda, la parte que más éxito tiene es la zona de cata, con pilares dedicados a cada continente en el que decenas de dispensadores de refrescos ofrecen la oportunidad a los visitantes de probar refrescos que la compañía produce en diferentes países: desde la Fanta de piña de Grecia a la de kiwi y fresa de Tailanda, pasando por el refresco de manzana y zanahoria del Japón, el té de menta burbujeante de Djbuti, el Nestea ultrarrefrescante (efecto hielo) de China, muy diferente del suave Nestea Pêche blanche francés, o la Inka Kola del Perú. El final era una zona acristalada con vistas a Atlanta con decenas de dispensadores con todos los productos más tradicionales, desde la Coca-Cola de toda la vida pasando por todas sus variantes: ya sea Light, Zero, Cherry Coke, de vainilla, la que tenía limón o el curioso TAB. Y muchas más. Personalmente acabé con el estómago algo revuelto, tras la mezcla de cientos de refrescos, la mayoría gaseosos. Pero fue una curiosa experiencia.
La visita acaba por la gran tienda, dónde podremos comprar casi cualquier cosa relacionada con la popular marca. Lo que no son tan populares son los precios. Pero curiosear es gratis.
Tras tal bombardeo de publicidad corporativa deambulamos por el parque Olímpico, donde una preciosa fuente en el suelo forma los famosos cinco círculos símbolo de las Olimpiadas. Luego pusimos rumbos unas calle al sur para dirigirnos al hotel más alto del hemisferio occidental: el Peachtree Plaza. Cuenta con un restaurante giratorio y unos pisos más arriba, con un agradable lounge, también giratorio, donde nos tomamos algo mientras disfrutábamos de las increíbles vistas nocturnas de Atlanta y sus alrededores. La noche la terminamos en el Hard Rock Café Atlanta, dos calles más allá, tomando tomates verdes fritos como entrante, algo muy sureño.
Quedaba mucho por hacer en Atlanta: desde visitar el Acuario más grande del mundo hasta la Casa-Museo de Martin Luther King. Y por supuesto, hacer el tour por los estudios de CNN. Sin embargo, el tiempo apremiaba y tocaba volver a la Florida, haciendo parada de una noche en la colonial Savannah. Visto el interior de Georgia, tocaba ver algo de su bonita costa.
Y así, llegamos a la antigua capital de este Estado sureño. Alrededor del río homónimo, en mitad de un pantano y con calles llenas de robles centenarios cubiertos de musgo negro que cuelga de las ramas, esta ciudad es una gran colección de espléndidas mansiones colocaldas en perfecto orden. No en vano, es la primera ciudad planificada de EE. UU., con calles rectas, y plazas cada cinco avenidas. De hecho, sus 21 placitas son lugares frondosos con muchísimo encanto, cubiertos de los robustos árboles y siempre con alguna bonita estatua o fuente en el medio.
Y ya más hacia el puerto, las calles se estrechan y encontramos decenas de restaurantes de mariscos y pescados recién capturados en el Atlántico. Como por ejemplo en el tradicional, ruidosa y algo cara Shrimp Factory, un lugar dónde saborear las decenas de recetas típicas del lugar, como las excelentes gambas con carne de cangrejo y arroz de la Georgia. Y de postre nada mejor que ir a una de las decenas de tiendas de dulces artesanales de al lado para degustar una especie de galleta de nueces con chocolate y dulce de leche mientras se pasea admirando la preciosa arquitectura de la ciudad.
Ciertamente la neblina y los musgos cayendo de los árboles dan un aspecto tétrico durante la noche. Vale la pena acercarse al céntrico cementerio mientras se oyen las campanas de alguna cercana iglesia y los caballos trotan haciendo un ruido típico en los adoquines de las antiguas calles, arrastrando carros llenos de turistas a los que les explican los diferentes momentos históricos de la ciudad. Más curiosos aún son los coches fúnebres llenos de gente de pie en el maletero, lugar dónde normalmente van los ataúdes. No en vano, se cree que la ciudad está encantada.
Al día siguiente, con la luz del sol, la ciudad cambia muchísimo, transmitiendo alegría. Pusimos rumbo a uno de los cafés más populares: The Goose Feathers, dónde los lugareños disfrutaban de su brunch dominical. Y lo mismo hicimos. Un buen croissant relleno, a la sureña, con los famosos huevos pochados, jamón dulce, queso cheddar fundido, salsa holandesa... delicioso. Un paseo diurno por las mansiones más relevantes de la ciudad, especialmente por la conocida como Ginger Bread, amarilla, de madera, con su porche y sus terrazas, nos trasladará a los primeros años de vida de los Estados Unidos. Fue la riqueza del algodón la que trajo el esplendor a Savannah, y los antiguos almacenes nos lo recuerdan.
Una de las grandes curiosidades de Savannah es que en uno de sus parques fue dónde se rodaron partes de la popular película Forrest Gump. Un último paseo por la calle mayor, Broughton Street, con sus decenas de tiendas y restaurantes, decorada de Navidad, con la cúpula dorada del ayuntamiento, fue la despedida de Georgia, poniendo rumbo de nuevo al Estado dónde tengo mi hogar estos meses: la Florida.