Los andenes estaban mla iluminados y sólo un tren, de color verde oscuro y aspecto recio, esperaba a salir. El tren, manufacturado en la época soviética, era atendido por azafatas que parecían más bien funcionarias del registro civil. Algo malhumoradas nos repartieron a todos los camarotes bolsas con sábanas limpias que tenían los emblemas de la compañia nacional de ferrocarriles azerí. Así empezaba mi excursión al frondoso interior de Azerbayán, mi primera vez en las sierras del Caúcaso. Los vagones eran básicamente estrechos pasillos con varios compartimentos en los que cabían cuatro personas en cada uno, en cuatro literas más o menos cómodas. En los extremos de cada vagón habían sendos servicios mucho más limpios de lo esperado pero bastante malolientes e incómodos. A pesar de estar estrictamente prohibido fumar, numerosos pasajeros desobedecían tal prohibición y pagaban a las azafatas-burócratas el equivalente a 4 cuatro euros de multa. Aún hay mucho por hacer en el Caúcaso en la lucha contra el tabaquismo.
La suave cadencia del tren al avanzar por las vías mecía mi sueño, solo interrumpido cuando el tren frenaba más o menos bruscamente. De repente, a las siete de la mañana, mis amigas me despertaron instándome a prepararme. Llegábamos a la estación de Sheki. Medio vestido, a trompicones, con frío y despistado, "aterricé" en la solitaria estación, donde solo habían un par de taxistas. El lugar estaba algo alejado del centro de la ciudad. El taxista nos llevó sin pedírselo a un sitio bastante cutre donde se servían desayunos bastante simples: ensalada azerí, panes de todo tipo y huevos fritos en sartencitas individuales. Resumiendo, una llegada a Sheki nada triunfal. Sin embargo, el espectáculo de la neblina cubriendo los bosques y las primeras cimas caucásicas suplieron cualquier incomodidad. Un gran cartel con la efigie de Heydar Aliyev presidía una de las plazas de la ciudad.
El Palacio de los Khan
Tras el desayuno nos dispusimos a caminar por la ciudad, más grande de los que me esperaba. Remontamos la calle paralela al riachuelo que cruza la urbe. En mitad de montañas cubiertas por frondosos bosques verdes, Sheki se sitúa en un cruce de antiguas rutas comerciales entre Europa y Asia. Además, fue un importante punto de manufactura de la seda. Eso la hizo grande e influyente. Aún quedan testimonios de dicha época de esplendor, empezando por el bellísimo palacio de los Khan, situado en el interior de la antigua fortaleza de Nukha.
Esta fue nuestra primera visita. Realizado en el siglo XVIII, este palacio muestra un conjuntos de salas bellamente decoradas, testimonio de la refinada vida que los dirigentes de la zona llevaban. La antigua residencia de verano, restaurada, es la única estructura en buen estado que queda del antiguo complejo de palacios y edificios gubernamentales. La fachada exterior rebosa azulejos y algunos espejos. La visita solo puede hacerse guiada, y comprende tres salas en el primer piso y tres salas en el segundo. El primer piso tiene en la sala central una apacible fuente interior que permitía debates entre miembros del gobierno y visitantes guardando cierta privacidad ya que las conversaciones no se podían escuchar desde el exterior debido al sonido del agua. El techo está cubierto por enormes espejos que acentúan la sensación de amplitud. Otra de las salas más bellas es la del gabinete del rey, donde preciosos frescos muestran representaciones de animales y plantas relacionadas con la monarquía o el arte de gobernar. Por ejemplo, las granadas simbolizan el poder real. O los dragones escupiendo flores por la boca, símbolo del balance que un rey debe observar entre la fuerza y la clemencia. Impresionantes imágenes de batallas con cientos de hombres enfrentan grandes cristaleras de colores realizadas en cristal de Murano. Sin duda, un edificio con decoraciones muy diferentes a todo lo que hayáis visto antes.
Esta fue nuestra primera visita. Realizado en el siglo XVIII, este palacio muestra un conjuntos de salas bellamente decoradas, testimonio de la refinada vida que los dirigentes de la zona llevaban. La antigua residencia de verano, restaurada, es la única estructura en buen estado que queda del antiguo complejo de palacios y edificios gubernamentales. La fachada exterior rebosa azulejos y algunos espejos. La visita solo puede hacerse guiada, y comprende tres salas en el primer piso y tres salas en el segundo. El primer piso tiene en la sala central una apacible fuente interior que permitía debates entre miembros del gobierno y visitantes guardando cierta privacidad ya que las conversaciones no se podían escuchar desde el exterior debido al sonido del agua. El techo está cubierto por enormes espejos que acentúan la sensación de amplitud. Otra de las salas más bellas es la del gabinete del rey, donde preciosos frescos muestran representaciones de animales y plantas relacionadas con la monarquía o el arte de gobernar. Por ejemplo, las granadas simbolizan el poder real. O los dragones escupiendo flores por la boca, símbolo del balance que un rey debe observar entre la fuerza y la clemencia. Impresionantes imágenes de batallas con cientos de hombres enfrentan grandes cristaleras de colores realizadas en cristal de Murano. Sin duda, un edificio con decoraciones muy diferentes a todo lo que hayáis visto antes.
Mientras esperábamos a la guía (que por cierto fue demasiado rápida y sin poner mucha pasión en su trabajo) me compré un gorro típico turco. Quería uno azerí pero, en opinión de mis dos amigas, no me quedaba tan bien.
Probando el piti y la halva
Tras la visita, como el hambre apretaba, nos dirigimos a almorzar algo pronto: engullimos un contundente piti. Se trata de un guisote campestre de carne de cordero deshuesada, garbanzos, patatas, tomates y azafrán que se come en dos partes. El piti se cocina en potes de barro y es muy típico en Sheki. Lo primero que debemos hacer es cortar trozos de pan y ponerlos en nuestro plato sopero. A continuación, salpimentar con sumac, unas bayas desecadas de color rojo que dan un sabor muy especial. Una vez hecho esto, rociamos todo con el caldo del piti, quedándonos una sopa humeante que hizo las veces de entrante. Y vaya que entró bien, perfecta para contrarrestar el fresquito de aquella mañana en mitad de las montañas. Cuando nos la acabamos, volcamos el resto del piti al plato, salpimentando todo de nuevo con sumac, y devorándolo. Nos lo comimos en un restaurante con vistas llamado Gagarin, en honor al primer hombre en el espacio, Yuri Gagarin, todo un héroe de la antigua URSS. Identificaréis el restaurante porque hay un cohete dibujado. Este restaurante sirve uno de los mejores pitis de Sheki, según los entendidos en gastronomía de Baku.
Satisfechos, mis amigas me acompañaron para instalarme en la casa donde me quedaría esa noche. Me alojaban un amable matrimonio de azerís jubilados, que tenían sus gallinas y su huerto. Allí, por algo menos de 10 euros tenía una habitación cómoda para mi solo y el desayuno incluido. Mi curiosidad era como me iba a comunicar con ellos una vez mis amigas partieran de vuelta a Baku. En cualquier caso, dejé allí mi mochila y proseguimos la visita.
Nos dirigimos al antiguo caravansar, donde los comerciantes que iban y venían de los diferentes lugares de la ruta de la seda paraban a descansar e intercambiar bienes. Ahora es un hotel modesto, que aún conserva la antigua distribución, en forma de claustro, con las habitaciones semi soterradas. En una de las antiguas tabernas se puede ahora celebrar una especie de ritual del té sentando en cómodos almohadones en el suelo alrededor de una mesa baja. En el verde jardín, los comerciantes solían dejar sus camellos y caballos.
Bajando la empinada calle junto al riachuelo que habíamos remontado antes encontramos el local comercial más famoso de la ciudad: Elihmed Shirinyyet, donde desde hace décadas una familia elabora cientos de halvas cada día. Redondas y enormes, las halvas de Sheki se preparan con nueces, otros frutos secos, mantequilla, azúcar y especias. Está decorada por arriba con líneas de color rojo hechas con azafrán y para acabar le tiran por encima un pastoso sirope muy rico. Sólo se elaboran en esta ciudad azerí, por lo que no sólo hay que probarlas, sino que deberéis comprar un par de cajas para llevar y regalar a amigos o familia a la vuelta. Hicimos cola más de media hora: la gente llegaba sin parar llevándose cajas y cajas de halva de Sheki. También vendían una especie de churros más fritos de lo común y cubiertos de una crema que nos gustaron.
Un vetusto hammam
Bajando la empinada calle junto al riachuelo que habíamos remontado antes encontramos el local comercial más famoso de la ciudad: Elihmed Shirinyyet, donde desde hace décadas una familia elabora cientos de halvas cada día. Redondas y enormes, las halvas de Sheki se preparan con nueces, otros frutos secos, mantequilla, azúcar y especias. Está decorada por arriba con líneas de color rojo hechas con azafrán y para acabar le tiran por encima un pastoso sirope muy rico. Sólo se elaboran en esta ciudad azerí, por lo que no sólo hay que probarlas, sino que deberéis comprar un par de cajas para llevar y regalar a amigos o familia a la vuelta. Hicimos cola más de media hora: la gente llegaba sin parar llevándose cajas y cajas de halva de Sheki. También vendían una especie de churros más fritos de lo común y cubiertos de una crema que nos gustaron.
Un vetusto hammam
Como ya no había mucho más que hacer decidí visitar el antiguo hammam conocido como Abduxaliq. Ya había estado en un baño turco durante mi visita a Estambul, por lo que me apetecía repetir. Estos antiguos baños públicos del siglo XVIII siguen abiertos y ofrecen los típicos servicios de un hammam turco aunque bastante anticuado. Las dos grandes salas (fría y caliente) contaban con sendas cúpulas. La sauna, minúscula, estaba llena de tuberías del siglo XIX. Allí, en mitad de la gran sala caliente, el masajista deshizo todos mis nudos musculares "a la turca", es decir a lo bestia. Pero vaya, se me quedó la espalda como nueva. Al final, cómo no, me ofrecieron un té negro. Varios de los que ya habían tomado su sauna se arremolinaban a mi alrededor mientras insistían en hablarme en ruso. Yo era un extranjero. Y para ellos, cualquier extranjero tiene forzosamente que hablar ruso, ya que aún lo ven como la "lingua franca". Obviamente yo mostraba mi desconocimiento y sólo llegaba a entender palabras como Real Madrid o Barcelona. Les encanta la Liga española, como a la mitad del planeta.
Acabé el día cenando a las siete con un suizo y una suiza que se quedaban en la casa de al lado y que conocí por casualidad (eramos de los pocos extranjeros en Sheki). Fuimos a un restaurante de comida tradicional donde pedimos vino azerí (al principio no nos gustó pero cuando respiró estaba más rico). De entrantes disfrutamos de las dolmas, que son hojas de col y de parra rellenas de una mezcla de arroz y carne de cordero picada con menta fresca, hinojo y canela, cocinadas al vapor y servidas en un pote de barro. De plato principal tomamos carne de cordero en barbacoa. Nos quedamos un rato de sobremesa hablando un poco de todo. Volvimos a la casa donde se alojaban, en la que también se estaban quedando un británico y una estadounidense. Hablamos con ellos otro buen rato alrededor del enésimo té negro del día, y luego yo me retiré hacia la casa donde dormiría esa noche.
Al día siguiente, tras un frugal desayuno a base de panes, mantequilla, huevos y hierbas, y escuchar pacientemente a mi huésped hablar en azerí, me dirigí caminando tranquilamente hasta la estación de autobuses. Aunque más que autobuses, lo que abunda en el Caúcaso son las marshrutkas, o minibuses donde meten el máximo posible de gente por precios irrisorios para desplazarse entre ciudades. A pesar de la incomodidad, he de subrayar la amabilidad de los locales en indicarme los cambios de minibus. El último tramo hacia la frontera con Georgia lo hice en un taxi compartido. Este paso, cerca de Balakan, esta muy poco transitado, por lo que se me hizo muy fácil cruzar la frontera a pie. Noté muchísimo el contraste entre la modernidad de los controles fronterizos azerís y las construcciones más rústicas en Georgia. Cruzar el puente sobre aquel bravo río con la bandera de Georgia esperándome al final fue toda una experiencia. Casi como si estuviera volviendo a Europa. Llegaba el momento, en efecto, de visitar el país más proeuropeo de la región.