Hiroshima. La sola mención de esta ciudad japonesa nos lleva a pensar automáticamente en la bomba nuclear. Una explosión con forma de hongo se forma en nuestras cabezas. Cuando supe que iba a pasar una temporada en el país del sol naciente me puse como prioridad visitar Hiroshima. Quería visitar la zona cero, la primera ciudad en la que los estadounidenses lanzaron una bomba nuclear.
Aprovechando que tuve una reunión en Kobe y que justo ese miércoles empezaba un puente largo de vacaciones, me compré el West Rail Pass, que permite tomar de forma ilimitada todos los trenes de JR West incluidos los trenes bala o shinkansen de la línea San-yo. Dediqué un día y medio a Kobe y Himeji y otro a la isla de Naoshima. Pero el día que quiero contar en esta entrada es el que dediqué a Hiroshima y a la vecina isla de Miyajima.
Me levanté temprano en Okayama donde me estaba quedando y tomé el tren bala que en algo más de media hora me dejó en la moderna estación de Hiroshima. Era el puente de julio así que masas de turistas se dirigían hacia la estación del tranvía. Lo primero que me sorprendió es que Hiroshima no es para nada un lugar deprimente, a pesar de su durísimo pasado. La ciudad es muy próspera, cuenta con enormes rascacielos, calles arboladas y una población muy cosmopolita. Varias paradas después me bajaba del abarrotado tranvía en la parada Genbaku-domu-mae, justo al norte de la isla en mitad del río Hon-kawa, antiguo centro de la ciudad y hoy zona enteramente dedicada a la memoria de la s víctimas de la bomba atómica y de la paz.
6 de agosto de 1942: aquel día las puertas del infierno se abrieron en Hiroshima. La aviación estadounidense lanzaba la primera bomba atómica de la historia sobre población civil. Ante mi aparecía el recordatorio más visibile: la cúpula de la bomba atómica. Se trata de un edificio de 1915 que funcionó como pabellón de la promoción industrial hasta que la bomba le explotó justo encima. Todas las personas que se encontraban en su interior murieron al instante, pero al estar justo debajo de la explosión, el edificio se libró de la onda expansiva que arrasó el resto de la ciudad y fue de los pocos que quedó en pie. Se decidió mantener estas ruinas como símbolo de Hiroshima. A continuación, cruzando un puente, se abría ante mí la isla que alberga el conocido como parque conmemorativo de la paz. En el centro, una inmensa pradera tiene en su centro el alargado estanque de la paz que desemboca en el cenotafio, un arco de hormigón con los nombres de todas las víctimas confirmadas de la bomba. En ese estanque también se encuentra la llama de la paz, que arderá hasta que no queden más armas nucleares en el mundo.
En el extremo sur se encuentra el Museo conmemorativo de la paz. Como ya había muchísima fila, me puse también a esperar ya que no quería perderme la visita a este centro. Tenía muchísimo interés en entender mejor lo que allí pasó, sobretodo contado desde el lado japonés. Tras comprar la entrada empecé la visita al lugar, abarrotadísimo de turistas de todo el mundo. Aquí se exponen objetos rescatados tras la explosión de la bomba, como ropa hecha jirones, una fiambrera derretida, algunas fotografías terribles o el famoso reloj que se paró a las 8:15, la hora en la que la bomba explotó. El lugar es sobrecogedor, tanto por las fotografías como por la recreación de los minutos posteriores a la explosión, con el cielo negro, los restos de los edificios en llamas y los supervivientes con la piel derritiéndose y muriéndose de sed. Allí también se explican los cánceres que sufrieron los supervivientes y el estigma que arrastraron así como diversas curiosidades médicas. Por ejemplo, todas las partes de la piel desprotegidas o cubiertas por prendas oscuras sufrieron quemaduras de tercer grado en los supervivientes mientras que las partes cubiertas de prendas claras se libraron de los peores efectos. La última parte del museo se dedica a la iniciativa del gobernador de la prefectura de Hiroshima en sus esfuerzos internacionales por lograr un tratado que libre al mundo de esta mortífera arma de una vez por todas.
Seguí la visita al cercano pabellón nacional de la paz de Hiroshima en recuerdo a las víctimas de la bomba atómica, con su pasarela que desciende hacia un espacio frío que invita a la reflexión. Sus paredes circulares muestran fotos de como era la ciudad antes de su destrucción y en el centro hay una fuente con forma de reloj que representa el momento en el que cayó la bomba, las 8:15. Testimonios de los supervivientes y fotos de las víctimas acompañan el resto del complejo. Seguí paseando por el parque, acercándome al monumento a la paz de los niños, donde se representa a Sadako Sasaki, una niña que tenía dos años cuando lanzaron la bomba y que como resultado de su exposición a las radiaciones desarrolló leucemia a los 11 años. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Sadako decidió hacer 1000 grullas de papel, ya que en Japón son el símbolo de la longevidad y la felicidad. Creyó que si alcanzaba ese objetivo, se recuperaría. Tristemente, Sadako murió antes de alcanzar su meta, pero sus compañeros de clase lo terminaron. La historia de esta niña desencadenó en todo el país una fiebre por las grullas de papel que aún sigue. Miles de guirnaldas con grullas cuelgan alrededor de este monumento, enviadas por escolares de Japón y de todo el mundo. Como hay tantísimas y se siguen recibiendo, de tanto en tanto el museo recicla varias miles y fabrica postales que se reparten con cada entrada a cada uno de los visitantes.
El parque también cuenta con un monumento a las víctimas coreanas de la bomba atómica, ya que fueron centenares los coreanos que se encontraban en Hiroshima como esclavos y murieron como consecuencia del ataque. Como hacía muchísimo calor, me dirigí hacia el lugar donde quería comerme un okonomiyaki, las tortitas de col china cubiertas de marisco y carne tan famosas de la ciudad. Son una especie de tortillas de huevo con cosas a la plancha. La versión local, las Hiroshima-yaki, llevan fideos como ingrediente principal. Muchos amigos me recomendaron Okonomi-mura, un lugar situado en tres plantas de un insulso edificio de los años 50, a los que se accede por un cutrísimo ascensor. 26 puestos que preparan la versión local del okonomiyaki presentan sus planchas calientes preparadas para cocinar nuestra orden al momento. Me senté en uno de los taburetes observando como la cocinera preparaba mi especialidad. Tras disfrutar del exquisito sabor de este plato, me dirigí de vuelta a la estación para tomar un tren local hacia la estación de Miyajima-guchi. Caminando unos minutos llegué a la estación del ferri de JR que me llevó hasta la bellísima isla de Miyajima, una excursión perfecta para combinar con la visita a Hiroshima. A medida que me acercaba vi la famosa puerta torii flotante, emblema de esta isla y uno de los lugares más bellos de Japón.
Miyajima está también catalogada como patrimonio de la UNESCO. El famoso torii color bermellón no es más que la entrada al santuario sintoísta de Itsukishima-jinja, construído a modo de muelle. Nada más llegar en ferri al puerto, atravesé Omotesando, la calle principal, donde se encuentran la mayoría de comercios y restaurantes de la isla, así como la pequeña comisaría de policía y la estafeta de correos. Paseando por el parque al lado del mar, se me acercaron varios de los famosos ciervos de la isla en busca de comida. Son bastante descarados y si os despistáis os robarán folletos y mapas de vuestros bolsillos para comérselos. En pocos minutos llegué a la entrada del antiguo santuario. Construido en el siglo VI, Itsukishima-jinja se hizo como un muelle ya que Miyajima era una isla enteramente sagrada. Para permitir la llegada de devotos, estos solo podían pisar el templo y llegar en barco directamente a él. Aún hoy en día no se permiten muertes ni nacimientos en la isla para conservar su carácter sagrado. La apariencia actual del santuario es de 1168, cuando fue reconstruido por el jefe del clan Heike. El templo está consagrado a las tres diosas hijas de Susano-o no Mikoto, dios sintoísta de los mares y las tormentas, hermano de la diosa Amaterasu, diosa del sol y protectora de la familia imperial.
En mitad del templo hay un bello escenario de no, uno de los estilos de teatro japonés, que incluye danzas. Mi visita al templo transcurrió durante la puesta de sol, con lo que pude admirar la belleza de las diferentes tonalidades del cielo en contraste con el fuerte rojo de los pilares y vallas del templo, el verde de las montañas y el azul del mar. Ver el sol desaparecer tras las montañas enmarcado por la bellísima puerta torii en mitad el agua es sobrecogedor. Lástima que las masas de turistas estropean un poco el momento zen.
Antes de dejar la isla volví a Omotesando a comer algunas ostras, la especialidad insular, que se preparan en parrillas exteriores y están deliciosas. También me zampé un par de bollos al vapor rellenos de anguila, muy populares también. Tras la puesta de sol las masas de turistas desaparecieron como por arte de magia y pude disfrutar de un momento de tranquilidad antes de tomar el ferri de vuelta.
Tendré que volver a Miyajima. Estoy seguro que vale la pena pasar la noche en un lugar tan mágico y de una belleza tan impactante. Me reconfortó mucho sobretodo tras la triste visita a Hiroshima. Me dejé muchos otros templos por visitar, así como el teleférico y los diversos senderos. Espero poder hacerlo en otoño, para disfrutar del follaje anaranjado, o en primavera, para ver los cerezos en flor. Mi visita fue en julio y pasé un calor agobiante, además de las masas ruidosas de turistas. No lo recomiendo en absoluto.
Aprovechando que tuve una reunión en Kobe y que justo ese miércoles empezaba un puente largo de vacaciones, me compré el West Rail Pass, que permite tomar de forma ilimitada todos los trenes de JR West incluidos los trenes bala o shinkansen de la línea San-yo. Dediqué un día y medio a Kobe y Himeji y otro a la isla de Naoshima. Pero el día que quiero contar en esta entrada es el que dediqué a Hiroshima y a la vecina isla de Miyajima.
Me levanté temprano en Okayama donde me estaba quedando y tomé el tren bala que en algo más de media hora me dejó en la moderna estación de Hiroshima. Era el puente de julio así que masas de turistas se dirigían hacia la estación del tranvía. Lo primero que me sorprendió es que Hiroshima no es para nada un lugar deprimente, a pesar de su durísimo pasado. La ciudad es muy próspera, cuenta con enormes rascacielos, calles arboladas y una población muy cosmopolita. Varias paradas después me bajaba del abarrotado tranvía en la parada Genbaku-domu-mae, justo al norte de la isla en mitad del río Hon-kawa, antiguo centro de la ciudad y hoy zona enteramente dedicada a la memoria de la s víctimas de la bomba atómica y de la paz.
6 de agosto de 1942: aquel día las puertas del infierno se abrieron en Hiroshima. La aviación estadounidense lanzaba la primera bomba atómica de la historia sobre población civil. Ante mi aparecía el recordatorio más visibile: la cúpula de la bomba atómica. Se trata de un edificio de 1915 que funcionó como pabellón de la promoción industrial hasta que la bomba le explotó justo encima. Todas las personas que se encontraban en su interior murieron al instante, pero al estar justo debajo de la explosión, el edificio se libró de la onda expansiva que arrasó el resto de la ciudad y fue de los pocos que quedó en pie. Se decidió mantener estas ruinas como símbolo de Hiroshima. A continuación, cruzando un puente, se abría ante mí la isla que alberga el conocido como parque conmemorativo de la paz. En el centro, una inmensa pradera tiene en su centro el alargado estanque de la paz que desemboca en el cenotafio, un arco de hormigón con los nombres de todas las víctimas confirmadas de la bomba. En ese estanque también se encuentra la llama de la paz, que arderá hasta que no queden más armas nucleares en el mundo.
En el extremo sur se encuentra el Museo conmemorativo de la paz. Como ya había muchísima fila, me puse también a esperar ya que no quería perderme la visita a este centro. Tenía muchísimo interés en entender mejor lo que allí pasó, sobretodo contado desde el lado japonés. Tras comprar la entrada empecé la visita al lugar, abarrotadísimo de turistas de todo el mundo. Aquí se exponen objetos rescatados tras la explosión de la bomba, como ropa hecha jirones, una fiambrera derretida, algunas fotografías terribles o el famoso reloj que se paró a las 8:15, la hora en la que la bomba explotó. El lugar es sobrecogedor, tanto por las fotografías como por la recreación de los minutos posteriores a la explosión, con el cielo negro, los restos de los edificios en llamas y los supervivientes con la piel derritiéndose y muriéndose de sed. Allí también se explican los cánceres que sufrieron los supervivientes y el estigma que arrastraron así como diversas curiosidades médicas. Por ejemplo, todas las partes de la piel desprotegidas o cubiertas por prendas oscuras sufrieron quemaduras de tercer grado en los supervivientes mientras que las partes cubiertas de prendas claras se libraron de los peores efectos. La última parte del museo se dedica a la iniciativa del gobernador de la prefectura de Hiroshima en sus esfuerzos internacionales por lograr un tratado que libre al mundo de esta mortífera arma de una vez por todas.
Seguí la visita al cercano pabellón nacional de la paz de Hiroshima en recuerdo a las víctimas de la bomba atómica, con su pasarela que desciende hacia un espacio frío que invita a la reflexión. Sus paredes circulares muestran fotos de como era la ciudad antes de su destrucción y en el centro hay una fuente con forma de reloj que representa el momento en el que cayó la bomba, las 8:15. Testimonios de los supervivientes y fotos de las víctimas acompañan el resto del complejo. Seguí paseando por el parque, acercándome al monumento a la paz de los niños, donde se representa a Sadako Sasaki, una niña que tenía dos años cuando lanzaron la bomba y que como resultado de su exposición a las radiaciones desarrolló leucemia a los 11 años. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Sadako decidió hacer 1000 grullas de papel, ya que en Japón son el símbolo de la longevidad y la felicidad. Creyó que si alcanzaba ese objetivo, se recuperaría. Tristemente, Sadako murió antes de alcanzar su meta, pero sus compañeros de clase lo terminaron. La historia de esta niña desencadenó en todo el país una fiebre por las grullas de papel que aún sigue. Miles de guirnaldas con grullas cuelgan alrededor de este monumento, enviadas por escolares de Japón y de todo el mundo. Como hay tantísimas y se siguen recibiendo, de tanto en tanto el museo recicla varias miles y fabrica postales que se reparten con cada entrada a cada uno de los visitantes.
El parque también cuenta con un monumento a las víctimas coreanas de la bomba atómica, ya que fueron centenares los coreanos que se encontraban en Hiroshima como esclavos y murieron como consecuencia del ataque. Como hacía muchísimo calor, me dirigí hacia el lugar donde quería comerme un okonomiyaki, las tortitas de col china cubiertas de marisco y carne tan famosas de la ciudad. Son una especie de tortillas de huevo con cosas a la plancha. La versión local, las Hiroshima-yaki, llevan fideos como ingrediente principal. Muchos amigos me recomendaron Okonomi-mura, un lugar situado en tres plantas de un insulso edificio de los años 50, a los que se accede por un cutrísimo ascensor. 26 puestos que preparan la versión local del okonomiyaki presentan sus planchas calientes preparadas para cocinar nuestra orden al momento. Me senté en uno de los taburetes observando como la cocinera preparaba mi especialidad. Tras disfrutar del exquisito sabor de este plato, me dirigí de vuelta a la estación para tomar un tren local hacia la estación de Miyajima-guchi. Caminando unos minutos llegué a la estación del ferri de JR que me llevó hasta la bellísima isla de Miyajima, una excursión perfecta para combinar con la visita a Hiroshima. A medida que me acercaba vi la famosa puerta torii flotante, emblema de esta isla y uno de los lugares más bellos de Japón.
Miyajima está también catalogada como patrimonio de la UNESCO. El famoso torii color bermellón no es más que la entrada al santuario sintoísta de Itsukishima-jinja, construído a modo de muelle. Nada más llegar en ferri al puerto, atravesé Omotesando, la calle principal, donde se encuentran la mayoría de comercios y restaurantes de la isla, así como la pequeña comisaría de policía y la estafeta de correos. Paseando por el parque al lado del mar, se me acercaron varios de los famosos ciervos de la isla en busca de comida. Son bastante descarados y si os despistáis os robarán folletos y mapas de vuestros bolsillos para comérselos. En pocos minutos llegué a la entrada del antiguo santuario. Construido en el siglo VI, Itsukishima-jinja se hizo como un muelle ya que Miyajima era una isla enteramente sagrada. Para permitir la llegada de devotos, estos solo podían pisar el templo y llegar en barco directamente a él. Aún hoy en día no se permiten muertes ni nacimientos en la isla para conservar su carácter sagrado. La apariencia actual del santuario es de 1168, cuando fue reconstruido por el jefe del clan Heike. El templo está consagrado a las tres diosas hijas de Susano-o no Mikoto, dios sintoísta de los mares y las tormentas, hermano de la diosa Amaterasu, diosa del sol y protectora de la familia imperial.
En mitad del templo hay un bello escenario de no, uno de los estilos de teatro japonés, que incluye danzas. Mi visita al templo transcurrió durante la puesta de sol, con lo que pude admirar la belleza de las diferentes tonalidades del cielo en contraste con el fuerte rojo de los pilares y vallas del templo, el verde de las montañas y el azul del mar. Ver el sol desaparecer tras las montañas enmarcado por la bellísima puerta torii en mitad el agua es sobrecogedor. Lástima que las masas de turistas estropean un poco el momento zen.
Antes de dejar la isla volví a Omotesando a comer algunas ostras, la especialidad insular, que se preparan en parrillas exteriores y están deliciosas. También me zampé un par de bollos al vapor rellenos de anguila, muy populares también. Tras la puesta de sol las masas de turistas desaparecieron como por arte de magia y pude disfrutar de un momento de tranquilidad antes de tomar el ferri de vuelta.
Tendré que volver a Miyajima. Estoy seguro que vale la pena pasar la noche en un lugar tan mágico y de una belleza tan impactante. Me reconfortó mucho sobretodo tras la triste visita a Hiroshima. Me dejé muchos otros templos por visitar, así como el teleférico y los diversos senderos. Espero poder hacerlo en otoño, para disfrutar del follaje anaranjado, o en primavera, para ver los cerezos en flor. Mi visita fue en julio y pasé un calor agobiante, además de las masas ruidosas de turistas. No lo recomiendo en absoluto.