Una ciudad de ensueño
Napoleón Bonaparte dijo que si el mundo fuera un sólo Estado, Estambul sería su capital. En mi opinión de viajero, Estambul es una de las ciudades más agradables de las que he conocido. Fascina que, a pesar de contar con más de once millones de habitantes, Estambul permite andar por casi todos sus barrios, ya que el tamaño de sus calles suele ser pequeño. Su situación entre Asia y Europa le da un encanto especial por la mezcla de culturas, actitudes y arquitectura que la hace única. Los cientos de minaretes que esculpen su horizonte y las grandes masas de agua que la atraviesan acaban de darle esa magia única.
Mi primera vez en la antigua Constantinopla fue por motivos de trabajo. La empresa para la que empezaba a trabajar me alojó en un hotel situado en el corazón de Sultanahmet, el barrio más histórico de la ciudad. Aquí se encuentran a tiro de piedra la mayoría de principales monumentos de la ciudad, empezando por Hagia Sophia, que la tenía justo enfrente del hotel.
Basílica, mezquita y museo
Hagia Sophía o Aya Sofya, la iglesia del Sagrado Conocimiento, fue originalmente la mayor basílica de la cristiandad. Su construcción fue por orden del emperador
Justiniano, tras el destrozo de las dos basílicas anteriores a manos de diferentes revueltas. El aquella época, el siglo VI, Estambul era Constantinopla, la capital del Imperio Romano en aquel entonces. Tras la conquista de la ciudad por parte de los otomanos, la basílica fue convertida en mezquita, siendo tapadas la mayoría de imágenes de estilo bizantino que la adornaban. La nueva mezquita se completó con la construcción de cuatro minaretes que dieron aún más esplendor al conjunto.
Con la revolución republicana de Mustafá Kemal Atatürk, la nueva república de Turquía que nacía tras la Primera Guerra Mundial inició un proceso de modernización y secularización que llevó, entre otras cosas, a que Hagia Sophia perdiera cualquier significado religioso y pasara a ser un museo. De esta manera, los restauradores pudieron sacar a la luz varios mosaicos cristianos que habían permanecido ocultos durante siglos. Esta agitada historia resultó en un edificio que mezcla elementos cristianos y musulmanes de forma impresionante combinados en sus espacios gigantescos con gran armonía arquitectónica. Aya Sofía impacta: la imagen de una Virgen con el Niño, por ejemplo, está escoltada por dos grandes medallones con frases del Corán en árabe antiguo. Durante su época como mezquita, todas las imágenes se taparon, ya que el Islam prohíbe la representación de animales o personas. Sólo se salvaron cuatro grandes imágenes bajo la cúpula principal, dedicadas a los ángeles. Gracias a una interpretación flexible del Islam, los ángeles pueden ser excluidos tanto del género persona como del animal, por lo que se permitió mantenerlos visibles en la mezquita.
Al salir, aún fascinado por tanta belleza, vi como empezaban a congregarse decenas de jóvenes manifestantes que pedían que Aya Sofya volviera a ser mezquita de nuevo. La cosa es que me había entrado hambre así que me dirigí a un restaurante cercano, el Buhara Kebab House, el mejor restaurante de Estambul según TripAdvisor. Allí pude degustar un delicioso sis kebap (brochetas de cordero) que venían acompañadas de varios entrantes. De poste, té turco y baklava, cortesía de la casa, algo muy habitual.
El Hotel Ottoman Imperial
Aquella primera vez me alojé una semana en el
Ottoman Hotel Imperial, cuyo edificio se construyó a mediados del XIX para ser una “madrasa”, es decir, una escuela islámica. A mediados del siglo XX cayó en el abandono hasta 2005, cuando se reformó y pasó a ser un hotel histórico de lujo. Su restaurante, Matbah, es conocido por servir platos cocinados según las recetas que se conservan de la época de los sultanes, con especial preferencia por aquellas preferidas por
Mehmet II.
Las habitaciones cuentan con todo lo necesario para una estancia estupenda en la ciudad, aunque lo mejor es su desayuno: todas las mañanas sirven todo aquello que implica un perfecto desayuno turco, incluyendo una variedad de olivas o el gran panel de cera y miel del que podremos tomar un pedazo y disfrutarlo con alguna de las delicias turcas que se ofrecen. Las estupendas vistas desde el salón donde se sirve el desayuno incluyen los minaretes de la Mezquita Azul, la cúpula de Hagia Sophia o las aguas del Cuerno de Oro.
Hipódromo, cisternas y la gran Mezquita Azul
Aquella tarde me dirigí al Hipódromo, ampliado por Constantino I en el año 325. Actualmente se encuentra a cinco metros bajo el suelo y sólo se pueden ver la "spina" (la barrera central que separaba el circuito) así como los dos obeliscos traídos de Egipto y la columna serpentina de metal.
Seguí el tour por la Mezquita Azul, que está enfrente. Esta es la única mezquita originalmente construida con seis minaretes en el mundo. Rezuma belleza y armonía en el exterior, con su gran cúpula y sus cupulitas. Atravesé su gigantesco claustro de acceso para admirar los interiores de la mezquita, decorados con diversos diseños gráficos en cerámica muy bonitos. Para entrar hay que quitarse los zapatos y ser respetuoso, especialmente si los fieles se encuentran en mitad de uno de los rezos.
Después visité las cisternas de la basílica, al lado de Hagia Sophia, que también fueron ordenadas construir por Justiniano para proveer de agua a la ciudad. El gigantesco techo se sostiene por más de 300 columnas de 9 metros de alto cada una. La serenidad que reina en el lugar, junto con la tranquilidad que da ver el agua almacenada y los silenciosos peces nadando se rompe por el gran número de turistas que abarrotan las pasarelas. Casi al final, podréis ver que dos pies de columnas son substituidos por la cabeza de Medusa, situada al revés. Según se dice la pusieron ahí para proteger las cisternas del mal. La leyenda dice que la Medusa transforma en piedra a todo aquel que la mire.
Tras tanta cultura, me decidí por dar un paseo a lo largo de la popular calle Ankara hasta llegar al puente Galata, lleno de familias y jóvenes paseando, abuelitos pescando o gente vendiendo zumos recién hechos de naranja y granada. En la otra entrada que tengo de Estambul os contaré mis visitas a la famosa y turística zona de Taksim, que se encuentra al otro lado del Cuerno de Oro.
Más mezquitas, pide y un gran hamam
Al otro día, con algo de tiempo libre, nos fuimos a explorar otra parte de Sultanamhet. Empezamos por la mezquita de Shezade, bella aunque algo más pequeña, construida originalmente para albergar el mausoleo de Suleimán el Magnífico pero que acabó siendo dedicada a uno de sus hijos, Shezade, muerto muy joven, cuyo mausoleo se encuentra en el jardín, junto el de diversos visires y altos cargos de la administración imperial de Suleimán. Pasamos cerca de los acueductos y del Gran Bazar, que ya estaba cerrado. Paseamos alrededor del barrio de Vefa, muy pobre pero con encanto. Cuando ya estaba anocheciendo, llegamos a la mezquita de Suleimán el Magnífico, una de las más bellas de la ciudad. Tras probar nuevas técnicas en la mezquita de Shezade, los arquitectos imperiales se dieron cuenta que podían hacer una cúpula aún más grande, que fue lo que hicieron en esta mezquita. Situada en la tercera colina, la mezquita de Suleimán domina el paisaje del Cuerno de Oro con su turbadora armonía arquitectónica exterior. Su interior en mármol es también bello, por la simpleza que destila. Las vistas desde la terraza de esta mezquita, con las cupulitas del Gran Bazar y la torre Gálata son preciosas. En el jardín trasero se encuentra la tumba del Sultán Suleimán, uno de los más importantes de la historia del Imperio Otomano, ya que durante su reinado se dobló el tamaño del imperio.
Algo hambrientos nos tomamos un par de pides (pizzas turcas) en la popular plaza de Beyazit y de ahí nos dirigimos a una de las experiencias más genuinas que se pueden tener en Estambul: visitar uno de los famosos hamam o baños turcos. Uno de los más antiguos de la ciudad es el
Cemberlitas Hamami, al lado del Gran Bazar, en la calle Divanyolu. Fue diseñado por
Mimar Sinan en 1584 por orden de
Nurbanu Sultan, la esposa del
Sultán Murad III con el fin de poder obtener fondos para financiar una mezquita cercana. Debido a su historia y sus asequibles precios para ser un hamam histórico, decidimos meternos y conocer esta tradición heredada de los tiempos de los romanos.
Lo primero que se hace en un hamam es cambiarse en una de las salitas y ponerse una toalla de tela y las chanclas. La primera sala es de madera y está dedicada tanto a las salas de cambio (planta superior) como a un pequeño bar de zumos naturales de granada y naranja (planta inferior). Aquí se entra a los históricos baños, que se conservan tal y como se hicieron, empezando por la sala principal, el conocido como cuarto caliente, bellamente decorado con una enorme cúpula central y diversas cúpulas más pequeñas a los lados. Nos tumbamos en la gran zona central, de mármol, muy caliente. Tras sudar un rato en el húmedo ambiente, llegó uno de los trabajadores del hamam (hombres con hombres y mujeres con mujeres, de hecho la mayoría de hamams son separados) y con el guante que nos dieron en recepción empezó a frotarnos de forma contundente para exfoliar nuestra piel.
Tras esto, nos situamos en una de las bellas fuentes que hay alrededor de la gran sala para retirarnos el jabón y sudor con agua fría mediante unos recipientes metálicos muy bonitos. Luego pasamos a la sala donde tuvimos un masaje de casi una hora con aceite. Sólo lo recomiendo para los que resistáis porque puede ser bastante doloroso. Tras el masaje nos dimos una ducha para retirarnos el aceite y volvimos a la sala caliente para tumbarnos otra vez en la elevada zona central de mármol y relajarnos. Finalmente volvimos a las fuentecitas para tirarnos agua fría y retirarnos el sudor. Fuera de la sala nos cambiamos a toallas secas y nos vestimos en nuestra salita. Una experiencia curiosa pero que encuentro excesivamente cara. Lo mejor es la experiencia de estar relajado en la gran sala caliente, rodeado de los diferentes sonidos del agua y las fuentes y disfrutando de la bella e impresionante arquitectura que os trasladará a la época imperial cuando los sultanes reinaban desde Estambul sobre el inmenso Imperio Otomano.
Perdido en los bazares
Como estábamos muertos de sueño después de la experiencia, nos fuimos a dormir. Mi última tarde en Estambul la pasé visitando los diversos mercados, empezando por el Gran Bazar. Este es el mercado cubierto más antiguo y de los más grandes del mundo. Es divertido perderse por sus pasillos porque tarde o temprano te vuelves a situar, a pesar de sus más de 18 puertas y sus 65 calles. Sus techos, bellamente decorados, son casi siempre iguales. Y en las más de 4000 tiendas se encuentra desde ropa y zapatos a souvenirs, joyas o comida. Pero la verdad es que me gustó mucho más el bazar egipcio, también conocido como mercado de las especias, donde estas se venden a granel junto con hierbas, tés, frutas desecadas, aceites, esencias y delicias turcas de todo tipo. Ambos mercados fueron construidos en el siglo XVI y son todo un festival para los sentidos. También hay un pequeño bazar de los libros. Lo más curioso es que las calles que hay entre estos bazares también están llenas de comercios que abarrotan los bajos de los edificios generando un curioso aunque a veces estresante bullicio.
Por último, di un paseo por el elegante pero decandente barrio de Eminonu y recorrí el parque Gulhane, precioso, a los pies del famoso palacio de Topkapi que visité en mi segunda estancia en Estambul.
Topkapi
Mi segunda vez en Estambul vine invitado por una amiga turca, que me alojó en su bonito loft de Rumeli Hisari, uno de los barrios más cotizados de la ciudad, con elegantes apartamentos y mansiones a lo largo del Bósforo. Desde las enormes cristaleras de su salón se veían enormes barcos de carga pasar por uno de los puntos estratégicos más importantes del planeta. Os hablaré más de esta zona de Estambul en mi otro post dedicado a la ciudad.
Esta segunda vez no iba a dejar pasar la oportunidad de visitar Topkapi, así que la mitad del primer día lo dedicamos a explorar los diferentes patios, pasillos y estancias que forman el antiguo palacio de los sultanes del extinto Imperio Otomano. Durante cuatrocientos años, 25 sultanes se sucedieron en el poder, residiendo aquí su gigantesca corte y administración central. Las entradas a los diferentes lugares son caras en conjunto, así que lo mejor es comprar el pase de tres días que da acceso a otros monumentos y museos de la ciudad, para ahorrar. La visita empieza por la puerta imperial, que dan acceso a un gran jardín. El edificio más llamativo de esta primera parte, semi-pública, es la iglesia de Hagia Irene, o la Santa Paz, la segunda iglesia más grande de la ciudad tras Santa Sofía. Actualmente desacralizada, sirve como espacio para conciertos, aunque aún se mantiene una gigantesca cruz en los mosaicos del altar así como inscripciones bíblicas en griego. Esta enorme iglesia formaba el conjunto del enorme santuario construido por el Emperador Constantino I, dedicado a los tres atributos de Dios: Sabiduría (Santa Sofía), Paz (Santa Irene) y Poder (Santa Dynamis). Durante el tiempo de los otomanos sirvió como almacén de armas y posterior Museo Militar. A pesar de que sus frescos y mosaicos ya han desaparecido (excepto el del altar), su magnificencia aún se aprecia bien. Por fuera Hagia Irene es como una Santa Sofía algo más pequeña. Seguimos hacia la segunda gran puerta de Topkapi, la de la acogida, con sus torres octogonales que dan acceso al patio de ceremonias, donde se efectuaban los actos más importantes del protocolo imperial. Al lado derecho están las cocinas, donde hoy en día se exhiben varias de las vajillas que se usaron en palacio. Al lado izquierdo se encuentra el bello edificio del Consejo Imperial, hecho casi todo de mármol, con decoraciones en pan de oro que refulgen. A un lado, el Consejo de Gobierno tomaba decisiones ejecutivas tras las oportunas deliberaciones. El sultán no podía estar presente pero tenía una ventana enrejada en la parte superior desde la cual podía escuchar, en secreto, las deliberaciones del Consejo. La sala de al lado es donde se sentaba el Consejo Consultivo, del que formaban parte expertos de diferentes materias venidos de diferentes provincias del Imperio y con diferentes religiones, a los que el Consejo Imperial preguntaba sobre cuestiones que afectaban a sus materias o a sus provincias, para asegurarse que siempre se tomaba la mejor decisión. Este gran edificio está coronado por la torre de la Justicia, punto más alto del palacio de Topkapi. En uno de los anexos hay una sala dedicada a exponer parte de la enorme colección de relojes, sobretodo europeos, con la que contaba el palacio.
Por uno de los lados accedimos a unas escaleras que desembocan en el edificio reservado a la Guardia Imperial, con sus dormitorios comunes, el hamam del que disponían así como la sala de descanso o incluso su propia mezquita. Seguimos la visita atravesando la tercera puerta: la de la felicidad, que da acceso al núcleo del palacio, y por ende del Imperio Otomano: el salón de audiencias o peticiones. El Sultán, sentado en su enorme y confortable trono (casi diría una doble cama King) recibía a embajadores extranjeros, escuchaba las sugerencias y peticiones del Consejo Imperial o se nombraba a generales como jefes de una determinada campaña militar. Por este patio también se accedía al laberíntico harén, zona privada donde vivían las mujeres, niños y los eunucos, criados castrados para evitar tentaciones. El único hombre adulto autorizado a entrar aquí era el propio Sultán, y aquí vivían sus esposas, madre, abuela, tías, hermanas y criadas. En esta pequeña ciudadela había de todo: una bella mezquita, dormitorios, cocinas, hamams, apartamentos privados para la familia directa del Sultán... hasta una piscina. Me encantaron los bellísimos comedores, con fuentes para refrescar el ambiente en verano y grandes chimeneas para el invierno, así como la elegante habitación del Sultán. Pero las salas más especiales son la de la biblioteca y la de estudios, donde los niños se educaban durante años con los mejores profesores del Imperio. Finalmente, el salón del trono deslumbra por su decoración que fusiona lo mejor de las tradiciones decorativas árabe, otomana, francesa, italiana y holandesa del siglo XVIII.
El cuarto patio, con tulipanes en mitad del jardín (símbolo del Imperio Otomano), cuenta con la farmacia, el gabinete médico, el vestidor y otros diversos edificios. Me faltaron por ver numerosas salas de Topkapi, pero teníamos sueño y hambre, así que decidimos parar y dirigirnos al restaurante Konyali, situado a los pies de una de sus murallas, con estratégicas vistas a las tres masas de agua que tocan Estambul: el mar de Mármara, el Cuerno de Oro y el Bósforo. Nos refugiamos del frío con esas maravillosas vistas mientras comíamos nuestra sopa de lentejas, nuestro plato de kofta y todo regado por el sorbete favorito de los sultanes: jengibre, remolacha, zanahoria, limón y perejil.
Toda la zona de Sultanahmet y este lado del Cuerno de Oro es sin duda la más importante de la ciudad desde un punto de vista turístico. Pero Estambul es muchísimo más al otro lado de esa masa de agua. Os cuento mis visitas a esas partes de la ciudad
en mi siguiente post.