Ruta por un bosque de hayas virgen
A pesar de que estaba hasta arriba de trabajo, aproveché que el pasado lunes era festivo para escaparme un par de días al norte de la isla de Honshu, visitar algunos lugares patrimonio de la humanidad y sentir la naturaleza, tras tantas semanas en la jungla de cristal que es Tokyo.
Ese sábado me levanté temprano para tomar el tren bala para llegar a la norteña ciudad de Aomori. Como no había reservado con tiempo, casi todos los trenes estaban llenos y tuve que hacer escala en Sendai, donde almorcé un buen plato de gyutan, típico de la ciudad. Se trata de finas rebanadas de lengua de vaca cocinadas en una parrilla de carbón acompañado de sopa de rabo de buey y mugimeshi, que es un arroz blanco con cebada.
Al llegar a Aomori tomé un tren local que me llevaría a mi destino final, Hirosaki, ciudad conocida por sus famosas manzanas. De hecho, es el principal centro de producción de esta fruta en Japón. La ciudad, fundada por un clan de samurais, los Tsugaru, creció a la sombre la la gran montaña Iwaki, que aún la preside. Tras un paseo por sus calles y como hacía algo de fresco me metí en el Kadare Yokocho, donde una docena de puestos de comida ofrecen platos de diferentes gastronomías. Yo me senté en el Hinata-bokko para probar la deliciosa hotate misoyaki, una vieira asada con mijo que se cocinaba en la propia concha. Mis únicas compañeras en la estrecha barra del restaurante eran varias jubiladas japonesas fumando cigarrillos y bebiendo sake, que insistían en hablarme en japonés e invitarme a probar diferentes platos como una sopa de tofu, carne y cebolleta, una mazorca a la brasa y el típico edamame. Una cena bastante curiosa cuanto menos
Al día siguiente, bien temprano, tomé el bus en dirección a Anmon Aqua, una especie de aldea a la entrada de un patrimonio de la UNESCO que quería visitar: Shirakami-Sanchi. Se trata de un bosque virgen de hayas japonesas. El caso es que hay varios senderos dentro del cinturón de protección a los que se permite la entrada al público sin autorización previa. Este es uno de los últimos bosques vírgenes de Japón. Escuchar los sonidos del bosque, las hojas movidas por el viento, el agua de los riachuelos y los diferentes pájaros fue muy relajante. Lo único es que me quedé con ganas de ver las tres cascadas Anmon, de 42 metros de altura, porque según los japoneses era muy arriesgado en estas fechas de lluvias. Al volver de la caminata, ya a la hora de comer, me senté en una de las cabañas de la aldea para degustar un menú de otoño, a base de arroz con setas del bosque, mientras en la gran pradera de hierba decenas de familias disfrutaban de los artistas que cantaban karaoke. La manzana en almíbar de postre estaba de vicio.
.
A pesar de que estaba hasta arriba de trabajo, aproveché que el pasado lunes era festivo para escaparme un par de días al norte de la isla de Honshu, visitar algunos lugares patrimonio de la humanidad y sentir la naturaleza, tras tantas semanas en la jungla de cristal que es Tokyo.
Ese sábado me levanté temprano para tomar el tren bala para llegar a la norteña ciudad de Aomori. Como no había reservado con tiempo, casi todos los trenes estaban llenos y tuve que hacer escala en Sendai, donde almorcé un buen plato de gyutan, típico de la ciudad. Se trata de finas rebanadas de lengua de vaca cocinadas en una parrilla de carbón acompañado de sopa de rabo de buey y mugimeshi, que es un arroz blanco con cebada.
Al llegar a Aomori tomé un tren local que me llevaría a mi destino final, Hirosaki, ciudad conocida por sus famosas manzanas. De hecho, es el principal centro de producción de esta fruta en Japón. La ciudad, fundada por un clan de samurais, los Tsugaru, creció a la sombre la la gran montaña Iwaki, que aún la preside. Tras un paseo por sus calles y como hacía algo de fresco me metí en el Kadare Yokocho, donde una docena de puestos de comida ofrecen platos de diferentes gastronomías. Yo me senté en el Hinata-bokko para probar la deliciosa hotate misoyaki, una vieira asada con mijo que se cocinaba en la propia concha. Mis únicas compañeras en la estrecha barra del restaurante eran varias jubiladas japonesas fumando cigarrillos y bebiendo sake, que insistían en hablarme en japonés e invitarme a probar diferentes platos como una sopa de tofu, carne y cebolleta, una mazorca a la brasa y el típico edamame. Una cena bastante curiosa cuanto menos
Al día siguiente, bien temprano, tomé el bus en dirección a Anmon Aqua, una especie de aldea a la entrada de un patrimonio de la UNESCO que quería visitar: Shirakami-Sanchi. Se trata de un bosque virgen de hayas japonesas. El caso es que hay varios senderos dentro del cinturón de protección a los que se permite la entrada al público sin autorización previa. Este es uno de los últimos bosques vírgenes de Japón. Escuchar los sonidos del bosque, las hojas movidas por el viento, el agua de los riachuelos y los diferentes pájaros fue muy relajante. Lo único es que me quedé con ganas de ver las tres cascadas Anmon, de 42 metros de altura, porque según los japoneses era muy arriesgado en estas fechas de lluvias. Al volver de la caminata, ya a la hora de comer, me senté en una de las cabañas de la aldea para degustar un menú de otoño, a base de arroz con setas del bosque, mientras en la gran pradera de hierba decenas de familias disfrutaban de los artistas que cantaban karaoke. La manzana en almíbar de postre estaba de vicio.
.
En la ciudad de las manzanas
Ya de vuelta a Hirosaki, me fui directo al jardín Fujita, antigua mansión de la rica familia Fujita, que poseía uno de los jardines japoneses más bellos de la región. Me impresionó la preciosa colina artificial con su cascada y bello puente rojo. Además de un antiguo salón de té de madera, la propiedad cuenta con una mansión de la era Meiji, que imita la arquitectura occidental y que ahora es un café con piano de cola tocado en directo y todo. Me senté un rato en su jardín de invierno para degustar una de las decenas de tartas de manzana que ofrecen. La acompañé, claro está, de zumo de manzana recién hecho. En Hirosaki se toman las manzanas muy en serio. De hecho, tras mi paso por la oficina de turismo, me fui con una guía de todas las pastelerías de la ciudad y el tipo de tarta ene el que están especializadas. Hay 47 tipos de tarta, ni más ni menos. La que me pareció más original es la que viene con la manzana entera pelada y al horno cubierta de una capa redonda de hojaldre a modo de piel. Probé dos más en mi ruta por la ciudad.
Tras la merienda me di una vuelta por el bellísimo Chosho-ji, un barrio lleno de templos que sube hasta una pequeña colina desde la que se atisba parte de la tranquila ciudad. Uno de los más bonitos es el Sazaedo, de forma octogonal y con las paredes de color rojo bermellón. En la cima se encuentra uno de los edificios de madera más antiguos de la región, un imponente templo sintoísta de gran belleza construido por el clan Tsugaru. No había nadie por las calles de este barrio. Los templos se alzaban a ambos lados de los bulevares con gran serenidad mientras en sol se ponía. Entre la soledad y los imponentes mausoleos y cementerios, me empezó a dar un poco de cosa así que me apresuré para volver al centro mientras las farolas empezaban a encenderse.
Ya de noche, me di un paseo por el sereno parque del castillo, con sus antiguos fosos, los solemnes y bien iluminados torreones y el bello castillo en el medio, que es una reconstrucción de 1811 del original que se hizo en 1603. Luego seguí paseando por el centro de la ciudad, abarrotado del edificios de estilo europeo, que se popularizaron sobremanera en Japón durante la restauración Meiji. La antigua librería, diferentes residencias de misioneros cristianos, una pequeña iglesia católica, otra protestante y otra anglicana, en antiguo banco de la ciudad (de estilo neorenacentista) o el salón de exhibiciones son buenos ejemplos. Todos estos edificios están representados a escala justo detrás del edificio de la antigua biblioteca, al lado también de la modernísima oficina de turismo.
Ya de vuelta a Hirosaki, me fui directo al jardín Fujita, antigua mansión de la rica familia Fujita, que poseía uno de los jardines japoneses más bellos de la región. Me impresionó la preciosa colina artificial con su cascada y bello puente rojo. Además de un antiguo salón de té de madera, la propiedad cuenta con una mansión de la era Meiji, que imita la arquitectura occidental y que ahora es un café con piano de cola tocado en directo y todo. Me senté un rato en su jardín de invierno para degustar una de las decenas de tartas de manzana que ofrecen. La acompañé, claro está, de zumo de manzana recién hecho. En Hirosaki se toman las manzanas muy en serio. De hecho, tras mi paso por la oficina de turismo, me fui con una guía de todas las pastelerías de la ciudad y el tipo de tarta ene el que están especializadas. Hay 47 tipos de tarta, ni más ni menos. La que me pareció más original es la que viene con la manzana entera pelada y al horno cubierta de una capa redonda de hojaldre a modo de piel. Probé dos más en mi ruta por la ciudad.
Tras la merienda me di una vuelta por el bellísimo Chosho-ji, un barrio lleno de templos que sube hasta una pequeña colina desde la que se atisba parte de la tranquila ciudad. Uno de los más bonitos es el Sazaedo, de forma octogonal y con las paredes de color rojo bermellón. En la cima se encuentra uno de los edificios de madera más antiguos de la región, un imponente templo sintoísta de gran belleza construido por el clan Tsugaru. No había nadie por las calles de este barrio. Los templos se alzaban a ambos lados de los bulevares con gran serenidad mientras en sol se ponía. Entre la soledad y los imponentes mausoleos y cementerios, me empezó a dar un poco de cosa así que me apresuré para volver al centro mientras las farolas empezaban a encenderse.
Ya de noche, me di un paseo por el sereno parque del castillo, con sus antiguos fosos, los solemnes y bien iluminados torreones y el bello castillo en el medio, que es una reconstrucción de 1811 del original que se hizo en 1603. Luego seguí paseando por el centro de la ciudad, abarrotado del edificios de estilo europeo, que se popularizaron sobremanera en Japón durante la restauración Meiji. La antigua librería, diferentes residencias de misioneros cristianos, una pequeña iglesia católica, otra protestante y otra anglicana, en antiguo banco de la ciudad (de estilo neorenacentista) o el salón de exhibiciones son buenos ejemplos. Todos estos edificios están representados a escala justo detrás del edificio de la antigua biblioteca, al lado también de la modernísima oficina de turismo.
La celestial tierra pura budista recreada en la tierra
Dejé Hirosaki pronto el lunes, que era festivo, para dirigirme a otro de los puntos de interés de la región de Tohoku: Hiraizumi. Se trata de un tranquilo pueblo que, de 1089 a 1189, rivalizó con Kyoto en importancia y riqueza. En efecto, Hirazumi contó con 100,000 habitantes, los mismo que tenía Kyoto en aquel entonces. Tres generaciones del clan Oshu Fujiwara engrandecieron la ciudad gracias al comercio del oro de sus minas cercanas y la convirtieron en uno de los núcleos de la escuela Tendai del budismo (el budismo en Japón se divide en trece ramas o escuelas). Esta rama tenía fe en un paraíso después de la muerte: la llamada “tierra pura”. Este clan financió la construcción de templos y jardines que tenían que representar en la tierra la futura tierra pura celestial, con el fin de engrandecer la fe de los creyentes y animar a la meditación.
En una combinación de tren bala y tren normal (como un metro vaya) llegué a la pequeña estación de Hiraizumi. Nada más salir, me topé con un par de guías que el gobierno ofrece en un plan piloto. El que hablaba inglés, de 71 años, se ofreció a mostrarme los principales puntos de interés y acepté encantado.
Siguiendo con la historia, y por desgracia, este paraíso budista duró poco. Uno de los héroes japoneses más famosos, Yoshistsune, despertó los celos de su hermanastro mayor, Yoritomo, a la sazón primer sogún de Japón. Para salvar su vida, Yoshistsune huyó al este de Japón y se refugió en Hiraizumi, donde el señor de aquel entonces, tercera generación de los Oshu Fujiwara, le acogió. Con ta de cazar a su hermano, Yoritomo atacó la población y la redujo prácticamente a escombros con la excepción de varios templos, que de tan bellos que eran no pudo sino protegerlos. El clan de los Oshu Fujiwara se extinguió, Yoshitsune murió y el proyecto de paraíso budista en la tierra despareció. Sin embargo, Yoritomo quedó tan impresionado con algunos de los templos que incluso costeó la construcción de una cobertura de madera para el más impresionante de todos: en Konjiki-do.
En ese preciso momento empezaba el sogunato (gobierno militar) de casi todo el Japón, un sistema feudal en el que el poder centralizado real recaía en el sogún o “generalísimo” y el emperador era más bien una figura decorativa. Este primer sogunato con capital en Kamakura duraría más de 100 años.
Precisamente la visita empezó por el Konjiki-do. A quince minutos caminando
de la estación se alza una montaña cubierta de altísimos cedros. Tras una
empinada subida se llega al Chuson-ji, un complejo de templos fundado en el año
850 y ampliado por el clan Oshu Fujiwara con más de 300 edificios y 40 templos
en el marco de su ambicioso proyecto familiar de crear una utopía budista. Sin
embargo, la mayoría de las construcciones fueron reducidas a cenizas tanto
durante la conquista de la ciudad por parte del sogún Yorimoto como por un
incendio que arrasó casi todo el resto en 1337. Por suerte, el Konjiki-do
estaba ya ese año protegido por una bella cobertura de madera encargada desde
el sogunato de Kamakura y se salvó. Hoy en día aún se puede disfrutar del
espectacular templo, ahora en el interior de una estructura de hormigón a
prueba de incendios, que se construyó en los años 60 del pasado siglo. La
antigua estructura de madera que lo solía proteger hasta entonces se recolocó
casi al lado.
Un templo de oro
Un templo de oro
Sorprende entrar a esta estructura y ver el templo dorado en su interior, que refulge. Todo está cubierto de pan de oro o laca de oro, desde los suelos y las paredes hasta el final de los aleros del tejado. La estructura cuadrada contiene en su interior al Buda de la Luz Infinita flanqueado de los bodhisattvas (seres a medio camino de alcanzar el Nirvana que vienen a ayudarnos a seguir progresando y hacer el bien) Kannon y Seishi. Además, a cada lado hay tres bodhisattvas más, detrás de Jikokuten y Zochoten, dos reyes guardianes. Este conjunto de estatuas se repite dos veces, a cada lado del conjunto principal, creando tres altares de estatuas doradas bajo los cuales reposan los restos de cada uno de los tres jefes de cada una de las generaciones del clan Oshu Fujiwara. Destacan también en pilares y maderas las figuras floradas realizas de concha marina incrustadas en las maderas nobles.
En Chuson-ji, además, hay otros templos reconstruidos y uno
más original: el Kyozo, o edificio de madera donde se guardan los sutras,
grandes rollos donde se habla de las enseñanzas de Buda, en caracteres chinos.
Algunas de estas sutras se muestran en el museo que hay en el complejo, muchas
de ellas bellísimas, escritas en líneas alternas de oro y plata con fondo de un
papel azul oscuro. Me llamó especialmente la atención un par de legajos donde se
representaban dos pagodas. Acercando la mirada uno se daba cuenta que las
pagodas están formadas por cientos de caracteres chinos, recitando sutras.
Pasear por este complejo y disfrutar del fuerte aire puro, el sonido de los pájaros, los gigantescos arces y la variedad de templos no tiene precio. De ahí nos dirigimos hacia Motsu-ji, el que en su día fue el complejo de templos de Hiraizumi más vasto y grandioso. Por desgracia, todos los edificios desparecieron a causa de guerras incendios y terremotos, aunque unos pocos se han reconstruido. Sin embargo, el interés del lugar reside más bien en los jardines, que sí se han mantenido tal cual eran en la época dorada de Hiraizumi durante el siglo XII. Los enigmáticos jardines de la tierra pura se trazaron siguiemdo la idea budista del paraíso, con un gran lago que representa el océano infinito, islas, playas y acantilados rocosos.
Un pequeño riachuelo artificial encauza las aguas de la montaña para llevarlas hasta el lago artificial que representa el océano del paraíso budista. Las avanzadas técnicas usadas en la construcción de este pequeño río muestran los altos conocimiento de jardinería que poseían los funcionarios de Hiraizumi en el siglo XI. Finalmente, el guía me llevó al moderno centro de interpretación del Patrimonio de la Humanidad UNESCO de Hiraizumi (tanto el Chuson-ji como el Motsu-ji forman parte de este patrimonio) para aprender más de la época dorada de la ciudad. Allí hay restos arqueológicos diversos, muestras de los trajes que se llevaban, explicaciones, mapas e imágenes de la época en pergaminos. También hay varias miniaturas donde se muestran escenas de la vida cotidiana de aquel entonces.
Hiraizumi está muy bien como excursión de mediodía en una escapada más general a Tohuku. Sin duda, es un lugar importante en la historia de Japón, representa el momento de mayor gloria de la región y es un punto crucial del budismo, ya que aquí se creó una utopía basada en las enseñanzas de una de las trece escuelas de esta religión oriental.
Para visitar todo esto, recomiendo encarecidamente que compréis el Japan Railways East Pass, que os permite, desde Tokyo, poder visitar toda la región de Tohoku tomando los trenes de JR de forma ilimitada, incluidos los shinkansen o trenes bala sin coste adicional. El único requisito para comprar este pase es tener un pasaporte extranjero con visado de turista. Por algo menos de 200 euros podréis viajar de forma ilimitada durante 5 días. Sale muy a cuenta. Tohoku es la región menos visitada de Japón por los extranjeros, especialmente el norte. Solo el 1% de los turistas que llegan al país pasan al menos una noche en esta fascinante región. Por eso es el momento de visitarla y evitar las aglomeraciones y colas de Kyoto o Hiroshima.