Los otros cuatro días en la Gran
Manzana fueron muy provechosos pero cansados. Caminamos muchísimo, algo por
otro lado necesario para poder conocer mejor la ciudad. De hecho, el sábado
empezamos bien pronto en el Flatiron District. Tomando las líneas N, R y Q nos bajamos en la estación Union
Square/14th Street, saliendo directos al Union Square Park. Ese día estaba el
famoso Greenmarket, el mayor mercado de verduras de Nueva York. Aquí se encuentran todo tipo de productos orgánicos, traídos por los propios
agricultores para la venta directa al consumidor. Neoyorquinos de toda clase
hacen sus compras aquí, a precios algo elevados, eso sí. Desde este parque ya se
empezaba a divisar el gigantesco Empire State Building, ahora edificio más alto
de la ciudad de nuevo, después de la caída de las Torres Gemelas.
Seguimos hacia el norte por Park
Avenue South y en la calle 20 giramos en la derecha para ver Gramercy Park,
el único jardín privado de la ciudad. Aquí sólo pueden pasear los residentes del
barrio, que cuenta cada uno con una llave para acceder. Es una zona muy bonita
y agradable, verde y sobretodo, tranquila. Volvimos hacia Broadway y allí, en
el cruce con la Quinta Avenida y la calle 23 nos topamos con el grandioso
Flatiron Building. Fue el primer gran edificio de acero de la ciudad, y el más
alto del mundo hasta 1909. Este pequeño rascacielos con forma de plancha (de ahí su
nombre) es uno de los más queridos por los neoyorquinos y muy estudiado en los
manuales de historia del arte. Seguimos por la famosísima Quinta Avenida rumbo
al norte, entreteniéndonos un rato en la curiosa tienda de recuerdos del
Museum of Sex, donde habían libros para todos los gustos y recuerdos cuanto
menos, curiosos. Uno de los que más me llamó la atención fue un mapa de Nueva
York con forma de órgano sexual masculino incrustado en un pollo asado: un típico "Dickchicken".
El caso es que nos adentramos al
Midtown por su avenida más famosa, como ya dije la Quinta, donde el Nueva York
más típico surge, con sus relucientes rascacielos, los ajetreados grupos de
trabajadores que no se detienes a mirar los magníficos escaparates de los cientos de comercio, los atascos de
taxis amarillos... y el imponente Empire State. Sin duda, uno de los rascacielos más
famosos del mundo. En mitad de la Gran Depresión de los años 30 del siglo
pasado fue erigido este edificio. Bastaron 410 días y 41 millones de dólares para
alzarlo. En 1931 abrieron sus 102 plantas y desde entonces no ha dejado de
fascinar al mundo. Uno de sus grandes problemas es el alto precio que hay que
pagar para subirse: 23 dólares. Por eso optamos por dejar esta experiencia para
una ocasión mejor. Qué mejor excusa para volver a Nueva York.
Seguimos rumbo al norte, pasando
por la neoclásica New York Public Library, con sus dos leones en tantas películas
vistos (cómo en The Day After Tomorrow). También vimos la impresionante Grand Central
Terminal, la antaño gran estación de trenes de la ciudad que cuenta con uno de
los mejores food court del mundo, con cocinas de calidad de todos los rincones
del mundo incluyendo una típica ostrería bretona. Nos desviamos hacia el este
para ver el gran rascacielos de la sede la ONU, actualmente en obras. En una
de las calles paralelas había organizado un agradable mercadito de comidas de
todo el mundo. Elegimos un puesto polaco con buena pinta, donde pedimos unos
pastelitos de patata y cebolla además de un bocata de salchicha gigante y
jugosa.
Recuperamos la Quina Avenida para
el norte y llegamos a la zona que ha dado glamour a esta avenida: aquí se
encuentran todas las impresionantes boutiques que las grandes firmas han
abierto aquí: Cartier, Prada, Louis Vuitton... Una de las más emblemáticas es
la inolvidable joyería Tiffany’s & Co. Y la enorme tienda de Apple tampoco
podía faltar. De hecho, ya se empieza a confunidr esta tienda con la ciudad cuando alguien habla de la Gran Manzana. Otro edificio bonito es el de los conocidos y caros grandes
almacenes Saks. En medio de esta vorágine consumista se encuentra una de las
iglesias más grandes y majestuosas de la ciudad: la neogótica catedral católica
de San Patricio, donde irlandesdes e italianos compartían misa. Tuvimos la
suerte de presenciar una boda en se momento. Seguimos un poco más adelante y justo cuando la Quinta se cruza
con la calle 57 se nos apareció el gigantescamente verde Central Park.
En 1856 se adjudicó todo el terreno de este parque a los arquitectos Olmsted y Vaux, para que diseñaran el primer parque
público de la nación. Su diseño naturalista, con frondosas arboledas, senderos
serpenteantes y algunos estanques les valieron la fama mundial. El ambiente
aquí es impresionante, con familias, jóvenes y mayores, turistas y locales,
vendedores de helados o de perritos calientes, así como guías turisticos que
ofrecen sus servicios. Y por supuesto, los famosos carros a caballo, que por
cierto tenían que soportar un chaparrón de críticas por parte de los activistas
pro derechos de los animales. Estaban manifestándose en una de las esquinas del
parque y abucheaban fuertemente cada vez que pasaba un carruaje cargado de turistas.
Caminando llegamos hasta el
precioso Jackeline Onassis Reservoir, un lago artificial gigante rodeado por
miles de gente haciendo footing. Para llegar hasta aquí, cruzamos por mitad de las entradas del concurrido
zoo y vimos a las focas desde fuera. Acabamos la visita sentados en la elegante
Betheseda Fountain. En una de las cientos de escalinatas se encontraban un grupo de raperos dando su particular espectáculo ante una audiencia bastante numerosa y entusiasmada. Dejamos el parque tras hacernos una foto en una de las rocosas colinas desde
las que se veía una preciosa panorámica de diversoso rascacielos del Midtown. Justo detrás había una asiática con un vestido rosa de princesa haciéndose una sesión de fotos. Llevaba coronita y todo.
Se estaba haciendo tarde y nos
fuimos a merendar a Times Square, concretamente a una heladería Cold Stone donde elegías
el sabor del helado y los ingredientes que más te gustaran, y te lo amasaban todo
encima de una mesa metálica congelada. Yo pedí helado de vainilla con trozos de
galleta y nueces regado con sirope de chocolate. Buenísimo.
Nos dirigimos después al SoHo, para acabar el día tomándo algunas copas
en un happy hour. El nombre de este barrio fiestero, joven y sin
muchos edificios altos viene de South of Houston (river). Su ambiente es
estupendo, lleno de los edificios de seis plantas de ladrillo rojo con la
típica salida de emergencia de Nueva York en forma de escalinatas metálicas en las fachadas. Y hay numerosas calles llenas de
bares donde tomar algo. En el que entramos se estaba haciendo un club de la
comedia en la bodega, pero como preferíamos hablar nos situamos tranquilamente
en la parte de arriba. Y después, a pesar de ser sábado, nos volvimos a casa. Estábamos muertos de tanta caminata.
El domingo me levanté pronto para
intentar asistir a una de las famosas misas gospel del Harlem. Sin embargo el
metro estaba de mantenimiento y cambiando de líneas me acabé perdiendo y
llegando cuando las misas ya habían acabado. Sin embargo, he de decir que el
Harlem me pareció un barrio muy tranquilo, con encanto y muy agradable. Volví a
bajar hacia Central Park y me di una vuelta por Columbus Circle, viendo la
estatua dedicada a Colón así como el famoso Lincoln Center, un macrocomplejo musical, de danza y teatral. Me dirigí de nuevo
hacia el norte para encontrarme con el imponente American Museum of Natural History, donde enormes fósiles de dinosaurio reciben a los visitantes en la elegante entrada. A pesar
de que la entrada sugerida es de unos 20 dólares, pagamos sólo 1 dólar por
persona y no pasa absolutamente nada porque de hecho, el precio es sugerido.
Fundado en 1869, este museo alberga una gigantesca colección de animales disecados de Asia,
África y América recreados en sus paisajes. Destaca la familia de elefantes (inevitables los comentarios sobre nuestro rey) o
los gorilas de la junga. Además de cientos de fósiles de dinosaurios, cuenta también con una gran colección de minerales. Visitándola encontramos el famoso topacio de 21.000 quilates
conocido como “princesa brasileña”. Impresionante. También vale la pena ver las
zonas dedicadas al conocimiento del espacio y los planetas, de la evolución del
ser humano o incluso la parte de culturas indígenas de varios continentes. Aquí
fue rodada la película “Noche en el Museo” por lo que los fans de la misma no
os lo podéis perder.
Esa noche cenamos en una de las pizzerias más famosas de Manhattan: Grimaldi’s. Ellos mismos se jactan de servir la mejor pizza del planeta. Yo diría que exageran. Sin embargo, al ser la primera pizzería que abrió en Nueva York, vale la pena hacerle una visita. En el centro del bohemio barrio Greenwich Village, el local es el típico bajo de ladrillos, toldos verdes y mesitas con manteles de cuadros rojos y blancos. Las pizzas las servían gigantes, al horno de carbón y con los ingredientes básicos de una pizza neoyorquina: queso mozzarella en rodajas, tomate natural triturado, albahaca, orégano y olivas kalamata. Nosotros le añadimos trozos de jamón, para darle más alegría a la pizza. Además, pedimos una pizza blanca pequeña para probar y también estaba deliciosa, con los montoncitos de queso ricotta y la cebollita al horno.
Después cogimos un taxi y nos fuimos un rato de fiesta al terrado del rascacielos número 230 de la Quinta Avenida. El club se llama el 230-Fifth, y tiene una parte interior elegante y un terrado maravilloso, eso sí, a rebentar de público, con música del momento y copas a precios razonables. Lo mejor de bailar bajo las estrellas y la luna neoyorquina son las grandiosas vistas al Empire State, que aquel día estaba iluminado de una potente luz roja. Por cierto, que allí me encontré con toda la tropa del Juan Sebastián Elcano, que había amarrado en Nueva York para el encuentro anual de buques-escuela militares. Tras saludar al teniente que nos hizo de guía cuando el barco estaba amarrado en La Habana, nos marchamos.
Al día siguiente, lunes, nos levantamos tranquilamente y
desayunamos en casa con Diana, organizando un pequeño brunch. Nuestra
amiga vive en un bonito apartamento en mitad de la tranquila Roosevelt
Island. Esta isla, entre Manhattan y Queens, es un oasis de paz en mitad del
bullicio urbano. Las calles apenas tienen tránsito, están arboladas y el paseo
a lo largo del East River es muy agradable, sobretodo por las bonitas vistas
del Upper East Side y de Midtown, con el bonito rascacielos de la ONU destacando entre todos los demás.
Era curioso porque para salir de la isla siempre usábamos su parada de metro,
pero al volver nos era más cómodo tomar el teleférico de 150 personas que cada
10 minutos hace el recorrido de Manhattan a Roosevelt Island. Las vistas desde
este también son muy bonitas, sonbretodo de noche, con las miles de ventanitas de los rascacielos iluminadas.
Volviendo al bullicio, salimos en la parada del metro 86th
Street, algo alejada de nuestro destino pero aún así la más cercana. Y
caminando por el elegante y pijo Upper East Side llegamos al MET, el
Metropolitan Museum of Art. Este complejo cuenta con más de dos millones de
obras de arte de entre la Edad de Piedra hasta la era digital. Es decir, de todas
las corrientes y estilos. Fundado en 1870, esta institución no ha dejado de
expandirse. Algunas de las galerías más impresionantes son la mesopotámica o la
egipcia, con el gigantesco templo de Dendur del primer siglo antes de Cristo
allí situado. Cuenta con arte griego y romano, una zona de la historia del traje, la bizantina y
china... es impresionante la gran variedad de épocas. La zona de armaduras
medievales también es muy recomendable. Incluso tienen habitaciones enteras de
palacios franceses montadas tal cual. Hasta obras de arte de tribus indígenas
de todo el planeta. Los totems de los nativos americanos sorprenden. Y en la zona medieval cuentan incluso con las altísimas rejas
interiores de la catedral de Valladolid, así como pedazos de la Alhambra. Y
luego la gigantesca zona de pintura, con todos los estilos y autores tan
famosos como los franceses Gauguin, Degas, Monet, Manet, Signac, Cézanne,
Pisarro, Renoir... o los españoles Velázquez, Goya, Picasso, Dalí y Miró, los
holandeses Vermeer y Van Gogh... e incluso autores más modernos como Andy Wharol. No
seguiré con los miles de estilos y obras pero hay tanta variedad que hasta tienen unas
urnas con huevos Fabergé de la destronada familia imperial rusa. Cualquier fanático
del arte quedará impresionado y fascinado. Y los que no saben mucho de este
mundo, podrán tener aquí una introducción a lo grande, con las mejores obras de
arte de cada estilo, época y zona geográfica. Sin duda, este museo es uno de
los "must" de Nueva York. Además, el precio de la entrada es sugerido, por lo que
si quereis dar un dólar simbólico, no pasará nada. Igual que en el museo de
historia natural.
Después, para despejarnos del empacho artístico dimos una vuelta más por Central Park y bajamos en
el metro hasta Chinatown, una de las comunidades chinas fuera de China más grandes del mundo y
en la que tambien hay una importante subcomunidad vietnamita. El caso es que de
una calle a otra al norte de Lower Manhattan el cambio es brutal. Los carteles
pasan de ser en inglés o español a ser casi todos en chino, el tipo de negocio muta y los
viandantes pasan a ser mayoritariamente asiáticos. Incluso huele a China. Me
sorprendió particularmente una sucursal del Bank of America donde incluso este
famoso logo estaba escrito en caracteres chinos. Para meternos más en el
ambientillo, nos colamos un rato en una sucursal de la cadena china Cha Time y
nos pedimos unos tés fríos de mango y jazmín con bolitas de gelatina de regaliz
en el fondo. Al más puro estilo oriental. Delicioso y muy refrescante.
Para acabar el lunes del Memorial Day (día festivo en los EE. UU. en los que se recuerda a los miles de caídos en todas las guerras en las que ha participado esta potencia militar) nos acercamos al famoso South Street Seaport, una pequeña área del sur de Manhattan, antiguamente barrio de pescadores, que aún conserva las calles empedradas y los almacenes portuarios restaurados llenos ahora de tiendas y restaurantes. En el embarcadero se encuentran amarradas tres embarcaciones históricas, una de ellas el Pioneer, goleta de madera de 1885. Nos subimos al último piso del Pier 17, donde cenamos algo rápido disfrutando de las maravillosas vistas del atardecer del puente de Brookyln, y de la fiesta que había debajo de nosotros, con arena de playa y todo.
Despegué del aeropuerto de LaGuardia con la sensación de haber dado solo un pequeño mordisco a
esta Gran Manzana. A pesar de haber pateado tantos días, son cientos de cosas
las que me quedan pendientes. Y eso que no salimos de Manhattan. Conclusión:
tocará vivir uno o dos añitos en Nueva York. Sin ninguna duda, esta ciudad bien lo
merece.
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