Durante mis dos semanas en Cuba, además de reservar una para
disfrutar de su capital, la otra la partimos para hacer dos excursiones. La
primera la hicimos a la provincia de Pinar del Río, el “jardín de Cuba”. Había
mucho que visitar y poco tiempo, así que escogimos los imprescindibles.
Empezamos por el famoso valle Viñales.
Alquilamos dos coches en La Habana y tomando la cómoda y recta
autopista Habana-Pinar del Río, nos plantamos allí en menos de dos horas. Fue
curioso que recogimos a dos personas haciendo auto-stop, algo muy común en Cuba. La
primera vez nos paró un guardia de
autoestopistas para que le llevaramos, ya que su coche se había estropeado. La
segunda fue en un cruce rural, cuando un trabajador del tabaco llegaba tarde
porque el bus no pasaba. Le recogimos porque hacía un rato habíamos visto el
bus estrellado en un lado de la autopista y nos supo mal.
Hicimos por fin entrada al valle. Es una pasada, y lo que lo
hace especial son los enormes peñascos que se encuentran en medio, conocidos
como “mogotes”. Estas formaciones son los restos de cuando antiguamente el
valle era una cadena de montañas. Cien millones de años atrás, una red de ríos
subterráneos empezaron a erosionar la piedra caliza que sostenía estas
montañas creando vastas cavernas. En un momento dado las montañas colapsaron al quedarse sin buena base y
surgió el actual valle, con enormes restos de las montañas que antes lo cubrían
salpicando los campos de tabaco que actualmente lo caracterizan.
A pesar de que cada vez son más los turistas (cubanos y
extranjeros) que llegamos al valle, aún así, Viñales guarda una atmósfera
profundamente rural, tranquila y sin casi elementos turísticos. Solamente la calle
central y algunas más están asfaltadas, pero la mayoría son de tierra. Llegamos
al pueblecito central del valle, que también se llama Viñales. Nuestro segundo
autoestopista nos indicó el camino hasta la casa particular en la que nos alojaríamos.
“Villa Hilda”, en el Pasaje Camilo Cienfuegos nº 42, para ser exactos. Si vais
a visitar Viñales, recomiendo encarecidamente que reservéis esta casa. Las
habitaciones tienen aire acondicionado, baño privado y agua caliente las 24
horas. Por solo 20 CUC la noche cada habitación, en las que caben hasta 4
personas. Luisa, la dueña, os tratará con muchísimo
cariño. Nada más llegar nos recibió con un zumo de piña recién hecho y nos
explicó que era lo que podíamos hacer durante la estancia. No lo dudéis y
reservad vuestra habitación enviando un correo a luisalazo@correodecuba.cu
Decidimos decirle que sí a la oferta de Luisa de prepararnos
la cena. Langosta, nos dijo. Y ya nos dirigimos a conocer el pueblito y comer
algo. La calle mayor de Viñales, jalonada de casitas de colores con grandes
ventanales, es muy animada. Las viejecitas se mecen en sus porches mientras
observan el ajetreo. Canadienses rubios van en bicis alquiladas de acá para
allá mientras que hippys españoles caminan mochila a la espalda hablando alto.
Pasan carros a caballo y Chevrolets de los cincuenta con algún tractor por en
medio. Gallinas y perros cruzan la calle. Y los locales hacen las compras,
llevan a los chiquillos bien uniformados al colegio o se dedican a ofrecer a
los turistas excursiones a caballo por el valle. Eso sí, de forma muy
respetuosa y amistosa, sin caer en ningún momento en la pesadez. La tranquila y
empedrada plaza mayor cuenta con un modesta iglesia así como varios porches
donde tomar algo y una antigua mansión que ahora es sede de la Casa de la
Música.
Nos decidimos por el modesto restaurante Las Brisas, para
tomar algo, y lo cierto es que no nos gustó demasiado. A pesar de que las chuletas de
cerdo a la brasa tenían buen sabor, venían muy pocas. Las ensaladas eran
simples y con poco producto y las cantidades de arroz minúsculas. Los precios,
elevados, como prueba la limonada: 2 CUC. Para compensar, nos tomamos helados y
café en una de las terrazas de la plaza mayor. Luego dimos un vistazo a la estafeta
de correos y sus postales y nos preparamos para la excursión a caballo que
habíamos contratado para conocer el valle.
Un guajiro (campesino) nos llevó hasta donde sus caballos,
bastante delgados y débiles por cierto. Nos dio incluso pena ir montados en
ellos. Pero allá que nos fuimos, todos en fila, por los terrosos y rojos
caminos del valle, con un cielo gris que amenazaba lluvia. Los preciosos
paisajes se nos sucedían, con arroyos de aguas cristalinas, vacas apacibles
pastando, algunos cerditos bebés, sonrientes guajiros saludando, secaderos de
tabaco (estructuras de madera y hojas de palmera secas de tejados a dos aguas),
palmeras, caña de azúcar y los impresionantes mogotes. Hicimos la primera
parada en un antiguo refugio de campesinos. Allí atamos los caballos y nos
explicaron como se hacían los puros. Cogieron varias hojas de tabaco desecadas.
Les sacaron el tallo central (que es donde se concentra el 98% de la nicotina)
y empezaron a enrollar unas cuantas hasta formar un cilindro del tamaño de un
puro. Con unas tijeras especiales le cortaron las extremidades y untaron uno de
los lados en miel. Voilà, teníamos un puro. A pesar de mi obsesión anti cigarrillos,
no pude evitar probar un auténtico puro cubano recién hecho. He de decir que al
quitarle el tallo central y eliminar la mayoría de nicotina, su sabor era muy
muy suave y me gustó bastante. Los guajiros vendían estos puros y tamibén
mojitos. Estos últimos los servían con unas pajitas hechas de madera. Como
empezó una tormenta tropical en la que no podía caer más agua y los rayos daban
por todo el valle mientras retumbaban los truenos, no pudimos seguir nuestra
excursión. Así que allí estábamos todos, en una choza de madera y palmas con
dos ingleses y otro grupo de españoles, fumando puros y bebiendo mojitos.
Cuando parecía que solo chispeaba, montamos de nuevo y vimos que el paisaje se había
trasnformado en un barrizal. Caudalosos ríos rojos cruzaban los caminos. Había
uno de hecho que era tan fuerte que los caballos tenían miedo de pasarlo.
Varios guajiros estuvieron asistiendonos mientras la lluvia arreciaba de nuevo.
Tras el camino de vuelta y calados hasta los huesos, tomamos una ducha caliente
en la casa particular y nos relajamos.
En poco tiempo nos llamaba Luisa a cenar: deliciosa langosta
especiada nos esperaba, acompañada de
jugo de guayaba recién hecho, ensalada, arroz, frijoles, batata frita,
crujiente de malanga y una sopa criolla humeante como primer plato. Arroz con
leche fue el poste. Tras la increíble cena por la que la Luisa sólo nos cobró 6
CUC por persona, nos dirigimos a la fiesta que había cada noche en la plaza
mayor. El bonito patio del Centro Cultural Polo Montañez ofrece fiestas con
música cubana en directo todas las noches (son y salsa básicamente). Allí, en
un bonito patio bajo las estrellas, rodeado de zonas cubiertas por enredaderas, hay
un escenario, una pista central y varias mesas y sillas que rodean la pista,
así como dos barras donde pedir algo de beber. Una vez pedidos los mojitos y
las Cristal (cerveza de Cuba) correspondientes, nos sentamos en una de esas
mesas mientras otros se animaban a bailar algo de salsa junto con el resto de
turistas y locales.
Eso es lo mejor de Cuba: que normalmente es muy fácil
mezclarse con la población local, ya que muchos lugares de fiesta tienen un
doble precio, en moneda nacional para los cubanos y en CUC para los turistas.
Así todos pueden entrar. Cuando acabó la banda, entró en escena un DJ que empezó
a pinchar una extraña colección de canciones, que iban desde el dance de los 80
hasta el reaggetón, música house o pop-rock español. Allí estuvimos, bailando a
la luz de la luna hasta que se acabó la fiesta. Muy pronto, eso sí. Mejor,
porque al día siguiente madrugaríamos. Teníamos mucho que ver.
Al levantarnos, el desayuno estaba listo. Luisa nos había
preparado una jarra de zumo fresco de guayaba, huevos revueltos, pan tostado,
frutas variadas, mermelada, café... todo buenísimo, casero. Nos despedimos,
emocionándose mucho la buena señora, y
con los dos coches pusimos rumbo al hotel Los Jazmines, que cuenta con un
mirador espectacular. La imagen de postal del valle que ofrece es inigualable. Vista
la vista, nos dirigimos hacia el Parque Nacional, una zona de cultivos
orgánicos y grandes parajes donde hay varias cuevas enormes. Como no teníamos
mucho tiempo, vimos desde fuera la Gran Caverna de Santo Tomás, las más grande del país.
Tras dos horas de carreteras estrechas y curvadas llegamos a
nuestro destino: Cayo Jutías. En los años 90, este cayo fue unido a la tierra
por un pedraplén larguísimo. Por cierto, al atravesarlo, las vistas de las
montañas de la provincia se ven increíbles. Para usar esta obra hay que pagar 5
CUC por persona. Pronto os dareís cuenta que merecen mucho la pena. Las playas del
cayo son increíbles. Arena blanca, aguas templadas, transparentes y azul
turquesa con pececitos. Tras hacer un
poco el gamba y bañarnos un rato, nos dispusimos a comer en el único
restaurante del cayo, especializado en comida del mar. Pedimos un arroz
marinero, que venía con pescados y gambas, y que estaba bueno pero tampoco era
excelente. La calidad gastronómica cubana volvía a brillar por su ausencia de
nuevo. Al acabar, todos se dirigieron a hacer snorkel por las aguas cercanas. Yo
opté por una tranquila siesta a la sombra y luego por nada un poco en las
paradisiacas aguas. Pronto sabría lo acertado que había estado. Cuando tardaron
mucho más de lo normal en volver, me di cuenta que algo había ido mal. En
efecto, el cubano que les llevó no solo había olvidado echar el ancla en el
lugar donde paró el bote, sino que se había tirado con ellos al agua en vez de
quedarse vigilando en el bote. Total, que el barco se lo había llevado la
corriente y solo les quedaba nadar hasta la costa, que estaba lejísimos. La
suerte que tuvieron es que no había ni una ola. Quemados y exhaustos estaban
los pobres.
Tras la experiencia, nos dirigimos a la casa particuar en la
que dormiríamos esa noche. “Los Sauces” en la carretera que une la autopista
con Soroa. Llegamos en otras dos horas, de noche, con la dueña de la casa,
Lidia, esperándonos con la cena puesta en el agradable patio. Nos fuimos pronto
a dormir porque estábamos agotados.
El tercer y último día en esta provincia cubana lo pasamos
en Soroa y Terrazas. Tras despertarnos y tomar el desayuno, del que recuerdo
una jalea de guayaba deliciosa, pusimos rumbo al pequeño pueblo de Soroa,
llamado así por el francés Jean-Pierre Soroa, que poseía una plantación de café
enorme en estas montañas en el siglo XIX.
Nuestra primera parada fue el Orquideario Soroa, construido
hace más de 60 años por el abogado español Tomás Felipe Camacho en memoria de
su mujer e hija. Cuenta con más de 700 orquídeas, además de otras plantas y
árboles. La visita guiada no es demasiado prolija en detalles, pero al menos
ayuda a no ir perdido por el jardín. La parte más interesante es, como no, el
invernadero de las orquídeas, donde me sorprendió ver que más allá de las
típicas blancas y moradas que vende mi abuela, existen cientos de especies
diferentes, a cúal más rara y bonita. Me encantó ver tantos tipos y tan bellas.
La que más me llamó la atención fue una de color marrón y violeta que destilaba
una agradable fragancia que recordaba enormemente al chocolate. Tras esto, subí
por las montañas una media hora hasta llegar a un impresionante mirador. Aunque
la subida fue pesada por lo empinada y el calor y humedad asfixiante, valió la
pena ver la sierra del Rosario, tan verde. Al bajar, nada mejor que meterse en
las frescas y puras aguas del salto del Arco Iris, una cascada de 22 metros del
arroyo Manantiales, que forma unas piscinas naturales donde se puede nadar antes de volverse
a convertir en río. Tras refrescarnos, a los coches de nuevo y nos dirigimos a
Terrazas, muy cerquita.
Toda esa zona ha sido objeto de una reforestación desde los
años setenta, dirigida por Osmani Cienfuegos, hermano del revolucionario Camilo
y ministro de Turismo. Allí, arriba de una colina comimos en el cafetal
Buenavista, una casona en mitad de una plantación de café de principios del
XIX, construida por refugiados franceses que huían de las revueltas en Haití.
Aún hay una enorme tahona que se usaba para separar las semillas del café
de sus cáscaras. Al lado, numerosas terrazas de piedra se usaban para secar las
semillas al sol. Y aún quedan las paredes de las barracas donde dormían los más
de 100 esclavos con los que contó esta plantación. La casona, antigua mansión
del terrateniente, es ahora un elegante restaurante del Estado donde además de
deliciosa sopa criolla pedimos un aporreado de ternera, exquisito. Para beber,
no pude resistir pedir una copa de vino tinto de Soroa, que curiosamente lo
servían bien frío. Estaba bastante bueno, he de decir. Y de postre, arroz con
leche y café. No podía ser de otra manera estando en un cafetal. Dimos una
vuelta por el complejo de las Terrazas, viendo el famoso Hotel Moka y nos
volvimos de nuevo a La Habana. Al día siguiente tres se volvían a Colombia y
una a Ecuador.
Pinar del Río fue mi primer contacto con la Cuba rural,
donde pude comprobar la enorme amabilidad del pueblo cubano, que al menos por
estos lugares demostró mucha voluntad de servicio, ayuda, amistad y poca
malicia. Su simpatía y sencillez hacen que viajar por aquí sea muy seguro y
tranquilo. Después de todo, nos vino bien un poco de naturaleza después de los
días en la gran capital. He de decir que el "jardín de Cuba" me encantó.
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